“Jesucristo solo prometió el paraíso a uno de los dos ladrones. Al que se arrepintió justo antes de morir a su lado en la cruz. El otro, que hasta el último minuto mantuvo una actitud arrogante y despectiva hacia el hijo de Dios, expiró sin obtener su misericordia”.
Es un pasaje del Evangelio que siempre me gusta escuchar. Nunca pienso en el “malo”, sino en la mano tendida de Jesús y en el remordimiento sincero de quien tomó en su vida un rumbo equivocado.
Pedir perdón de corazón es lo mínimo que uno esperaría de los delincuentes que imploran clemencia a Dios y a sus semejantes. Pero suplicarlo es un acto individual y obtenerlo no debería ser suficiente para eludir la penitencia. Porque ni la absolución divina del alma, importante para los que somos cristianos, ni el perdón de la víctima, deben sustituir los preceptos de la justicia humana. Justicia que en Colombia, además de lenta y escasa, peca de arbitraria.
A cada tanto el gobierno de turno inventa algún esperpento encaminado a comprar dosis de paz a cambio de impunidad.
Lo hizo con la humillante Catedral de Escobar y la ley de sometimiento; siguieron con el M-19, al que no contentos con borrar de un plumazo sus crímenes, Colombia ha terminado debiendo; después vinieron las Auc y los raquíticos 8 años de condena por masacres espantosas (además de contar verdades y pedir perdón). Y concluyen con la madre de todas las concesiones: los jefes de las Farc deberán hacer política y cultivar lechugas o similares para expiar sus innumerables atrocidades.
Al mencionado rosario de genuflexiones, pretenden agregarle una nueva cuenta. Proponen resucitar el Jubileo con motivo de la visita del Santo Padre y sacar de la cárcel a miles de presos. Paradójico que para unas cosas sean un Estado laico y para otras, católico, apostólico y romano.
Colombia es un país con desigualdades sociales intolerables, que arrugan el alma y agitan conciencias. Pero una Justicia pusilánime, injusta y errática no acortará las distancias.
Algunos líderes de opinión y sociales son un buen reflejo de ese doble rasero judicial al que me refiero. Un lunes expresan indignación por los 51 años a Rafael Uribe y quieren 60. El martes tildan de “populismo punitivo” la campaña a favor de cadena perpetúa para violadores y asesinos de niños. Amanece el miércoles y exigen prisión para un concejalito cuya embarrada causa revuelo en las redes sociales; el jueves lanzan a la hoguera a un juez que se atreve a no dictar encarcelamiento a cualquier Uribito sobrado; el viernes avalan que 1.200 guerrilleros, sin entonar siquiera el mea culpa ni practicar el sacramento de la confesión y menos pisar la cárcel, sean escoltas armados; el sábado protestan por la libertad de Maldonado. Los domingos descansan.
Las altas cortes también practican la religión de la contradicción permanente.
En una sentencia deciden no permitir la adjudicación del tercer canal de televisión a un solo proponente y en el siguiente fallo bendicen una subasta con un único participante. En un caso desechan como pruebas el contenido de unos computadores que Interpol considera inalterados y en otros aceptan testigos falsos. A un exministro lo mandan preso por dar presuntamente dos puestos a cambio de un voto, y al siguiente gobierno le dejan repartir cargos y presupuestos sin recato.
La arbitrariedad de la Justicia y la falta de la misma son pilares que contribuyen a solidificar la violencia. Generan inequidad, siembran rencores, fomentan los delitos, causan trastornos psicológicos, devastan familias y provocan que las personas asuman el papel de justicieros.
Cada vez que ocurre un hecho delictivo o una catástrofe evitable que conmociona a la sociedad, una de las palabras que más escuchamos es “Justicia”. Si matan y violan a una niña, Justicia; si estafan a miles de incautos, Justicia; si un corrupto roba al erario, Justicia; si se caen unas torres mal diseñadas y causan muertes, Justicia; si ocurre una masacre, Justicia; si un conductor borracho atropella a dos amigas, Justicia.
Incluso cuando un presidente promete al pueblo investigación “exhaustiva para que caiga todo el peso de la ley sobre el culpable”, ¿en qué piensa? ¿En prisiones o en sembrados de legumbres? ¿En años de condena tras las rejas o en municipios por cárcel? Y una pregunta más. ¿Es vengativo y retrógrado y uno puede irse al infierno por reclamar que apliquen las leyes conforme a Derecho? Pues, según el nuevo ministro de Justicia, lo es.
Colombia es un país con desigualdades sociales intolerables, que arrugan el alma y agitan conciencias. Pero una Justicia pusilánime, injusta y errática no acortará las distancias.
SALUD HERNÁNDEZ-MORA
Periodista y escritora española radicada en Colombia. Colaboradora permanente de ‘El Mundo’ de España y de EL TIEMPO.
Especial para EL TIEMPO
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