Sacaron una brocha, pinceles y montones de pintura, le quitaron la cara de fortaleza guerrillera y lo convirtieron en colegio. En Los Pozos, inspección de San Vicente del Caguán donde se realizaron los fallidos diálogos de paz hace 15 años, los niños saltan en los charcos con sus botas de caucho e intentan construir sueños, en un lugar que por momentos fue una pesadilla. Ese es el escenario exacto donde Farc y Gobierno se reunían, pero, cuando el proceso acabó, sus pobladores pasaron años huyendo de las bombas y de las balas.
En Caquetá ya sienten el fin de la guerra. En Los Pozos aún viven muchos de los testigos de la devastación provocada por el conflicto con las Farc. Ahora, después de décadas al acecho de órdenes de la guerrilla y ráfagas de fusil disparadas a diestra y siniestra que perforaban sus paredes, pasan sus días más tranquilos. Piensan en cómo será el futuro.
En la inspección la vida les ha enseñado a estar preparados para las emergencias. En el último año, lo único que los atormenta es el surgimiento de lo que llaman el ‘mito de la guaca’ en ese punto donde se realizaba el diálogo y que desde hace tres años está convertido en el centro educativo Los Pozos. Recuerdan, con entusiasmo, que este puede ser uno de los últimos vestigios de la guerra y por esto quieren que eso se acabe, que los dejen de molestar.
El deseo no es para menos; el Caguán ha sido uno de los municipios en los que la violencia de las guerrillas abrió más llagas. La Unidad para las Víctimas da cuenta de que los crímenes que tuvieron como escenario este pueblo dejaron huellas barbáricas, como los 313 asesinatos a la población civil, 130 ataques sin piedad contra el municipio (dato del Centro de Recursos para Análisis de Conflictos) y 34.178 desplazados.
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“Por eso queremos vivir sabroso, como lo hacemos durante los últimos meses”, indica Dagoberto Hernández, presidente de la junta de acción comunal de Los Pozos. El campesino cuenta que dentro de esas paredes color pastel del colegio, donde abundan mensajes de paz y progreso, han llegado de manera clandestina en cinco ocasiones personas que, como los mismos pobladores dicen, no se sabe de dónde vienen.
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La última vez, el pasado 12 de enero, día en que se iniciaban las clases para los cerca de 250 estudiantes, los encapuchados forzaron las puertas en la madrugada. A las 7 de la mañana, cuando ya se aproximaban docentes y alumnos, les advirtieron que debían “irse para sus casas”.
Mientras Dagoberto señala cada uno de los cinco puntos que han roto con maquinaria en busca del supuesto tesoro que dejaron las Farc, la docente Elisa Benjumea* cuenta sobre rumores acerca de las misteriosas excavaciones de los encapuchados, quienes llegan armados y con detectores de metales, según los cuales hay armamento, documentos y plata, pero a veces “no se sabe qué es lo que están buscando”.
A la par que escuchan sobre el mito de la guaca, a los pobladores se les ve en sus rostros la incertidumbre que genera la paz, y hay dos dilemas que persiguen al Caguán y todo Caquetá.
Pueblo estigmatizadoSegún Ángel Frías, intendente de Policía de Los Pozos, cuando fueron zona de despeje todo funcionó bien, no había rastros de violencia. Sentado sobre una de las sillas de los numerosos restaurantes en la vía principal de la inspección, mientras al mediodía se espera la llegada de los trabajadores de la petrolera ubicada a escasos kilómetros, explica que allí todo era tranquilo porque la justicia de las Farc no es la cárcel sino el cementerio. Pero cuando fracasó el proceso “quedamos estigmatizados como guerrilleros por tener cédula de acá, y si uno salía, podía caer en manos de ‘paras’ y ser asesinado. Perdimos a muchas personas. ¿Será que eso se acaba?”, se pregunta.
En una vereda a 30 minutos de Los Pozos, donde abundan en cada kilómetro trinches del Ejército, también se asombran con el mito de la guaca, pero la discusión gira acerca de bajo qué mando quedarán ahora que se firmó la paz. Temen que surja un nuevo grupo al margen de la ley.
Allí, Elías Campusano*, un campesino que perdió a su padre por una desaparición forzada hace 9 nueve años y jamás supo qué le pasó, se refiere a las reuniones citadas por las Farc en la vereda, en las cuales se establece lo que se puede hacer. “¿Cuándo ellos se vayan, quién asumirá el control?”, dice, acostumbrado a vivir bajo sus mandos.
Mientras las dudas rondan los caminos selváticos del Caguán, donde pocas veces para de llover y pasan decenas de cabezas de ganado de un lado a otro, la profesora Elisa es contundente: “No queremos que vuelvan y hagan lo que quieran”, señalando a las Farc y a quienes destruyen el colegio por buscar la guaca.
Lo curioso, cuenta Dagoberto, es que en las cinco ocasiones en que se han entrometido siempre hacen hoyos en los mismos lugares: el patio, un salón, una oficina y dos detrás del edificio principal. Lo hacen porque el detector de metales les suena en los mismos puntos, pero al cavar nunca encuentran nada. “Todo eso son suposiciones, eso acá no hay nada”, dice.
El intendente Frías insiste en que con el asunto de ese supuesto tesoro siguen siendo víctimas de las secuelas de la guerra. “El colegio es una bendición; en este sector no había una institución educativa y que el Estado la haya donado trajo alegría. Pero con la guaca nos destruyen todo; si la hay, ojalá se la lleven para poder vivir en paz”, narra.
Los tentáculos de las Farc también arañaron a la campesina Nohora Ríos*. Todavía se le corta la voz luego de ver hace ocho años a su hijo de 15 años empuñando un fusil y con camuflaje de guerrillero cuando fue a recogerlo al colegio de la vereda. Lo agarró de la mano, lo cambió de ropa y con sus otros dos hijos dejó pequeña finca abandonada. Ella, una mujer delgada de 42 años, dice que a su hijo le daban plata, le dejaban manipular armas para sentir poder y ponían a su disposición a las mejores chicas, pero cuando ella se dio cuenta de lo que pasaba cogió un par de mudas de ropa, 30.000 pesos y se fue. Dejó lo que tenía.
Ahora, como líder de junta comunal, busca ayudas en la alcaldía para otros sanvicentunos que llegaron desplazados, como ella, y les brinda su hogar mientras luchan para que les regalen unas latas que sirvan como refugio para volver a comenzar.
Esos recuerdos que la mortifican no son las únicas cicatrices con las que vive. Mandó a sus hijos a otro departamento por miedo a que las Farc los siguieran acechando, y con ellos allí se dio cuenta del estigma que cargan. “Mi hijo quería estudiar y le dijeron que no por ser de San Vicente. Con el hecho de que las cédulas sean de aquí les cierran las oportunidades –“Estos son guerrilleros vestidos de civil”, les dicen–, todo por un pinche papel”, lamenta, pero tiene fe en que con la paz eso cambie.
Desde la alcaldía –un viejo y sucio edificio al que la pintura se le desmorona como si recordara con dolor cuando las Farc activó explosivos contra su estructura en el 2003, causando la muerte de un niño–, Humberto Sánchez, burgomaestre del Caguán, cuenta que en la población la injerencia de la guerrilla era casi total, pero se completa un año donde no se ha sentido la violencia.
Las balas no se escuchan y las bombas no explotan como pan de cada día, pero lo que retumba en la mayoría de sanvicentunos es el cobro de extorsiones –las cuales van desde la vendedora de dulces al otro costado de la plaza del hacha, donde queda la alcaldía y al frente de la iglesia, hasta el comerciante y ganadero–, que según Sánchez han dejado pérdidas al año por 89.000 millones de pesos.
“El tema que nos toca son las vacunas; tienen el control de la economía. Una de las esperanzas con la paz es que eso se acabe; los más beneficiados del proceso somos nosotros. Queremos la paz”, dice el alcalde, víctima de dos atentados, extorsión y secuestro por la columna Teófilo Forero de las Farc.
Las esperanzasPor la misma carretera entre Florencia y San Vicente del Caguán donde un día se presenció el secuestro de Ingrid Betancourt, el 23 de febrero del 2002, y otros cientos de ciudadanos ya no se ven los retenes de las Farc.
El transporte intermunicipal, como nunca antes, hace viajes hasta altas horas de la noche, cosa que no pasaba años atrás por el temor que despertaba algún retén. Ahora hay tiempo para parar a ver las gaviotas sobre árboles marchitos del llano mientras no para de llover.
Por esas vías del Caquetá, hace 14 años que en Remolinos de Orteguaza, en el municipio de Milán, a Martha Quiñónez* se le desmoronó la vida a pedazos. Comenzó con ráfagas de disparos que los mantenían en vilo durante días de combates. También la atormentaban las constantes incursiones de las Farc a su finca, hasta que una tarde de abril del 2002, el frente 49, con sus armas empuñadas, irrumpió en su casa, pero esta vez a empujones arrinconaron a su familia en un cuartico.
Un fusil presionaba las costillas de su esposo y su cuñado; los gritos desesperados de Martha y sus cinco hijos retumbaban en la habitación, pero la compasión no existió. Los asesinaron.
Un barrio de invasión hecho a punta de latas, lonas verdes, tablas a medio poner y escasos bloques de ladrillos es el refugio de Martha, quien al igual que otras 800 familias llevan entre sus pocas pertenencias los recuerdos de la guerra. En ese lugar, a las afueras de Florencia –un sector llamado la Troncal del Hacha o Paloquemao– se cruza parte de la violencia perpetrada por las Farc.
Ese día salió desplazada con sus hijos para Milán, donde la guerrilla la acechaba. Estaba arrinconada y huyó por la presión que le ejercían. Ella, abatida, se internó en una vieja finca de Remolinos del Caguán, en Cartagena del Chairá, donde volvería a estar a la sombra de las Farc, esta vez del frente 14.
Adonde fuera, la temeraria autoridad de la guerrilla la perseguía. “Nos mantenían vigilados. Iban guerrilleros a preguntar si uno se quería ir o quedar; uno bregaba para colaborar preparándoles comida, hasta que nos dijeron que nos teníamos que ir”, cuenta Martha, que ahora tiene 45 años. A Paloquemao, con calles de tierra y barro, llegó hace tres años; allí los desplazados invadieron huyendo de las Farc, aunque temen que los sigan rondando. Ya no quieren vivir con esa incertidumbre.
Hace varios meses que en Florencia no se escucha de algún ataque, las cosas están cambiando, insisten en el lugar. Martha, quien camina por el barrio mientras suenan rimas de paz de mujeres que se reúnen a diario en una cancha de fútbol, dice que todo está tranquilo desde que comenzaron los diálogos en La Habana. La ilusión que le resta cuando la guerra termine es volver al campo. “Yo perdoné para vivir en tranquilidad. Son cosas que pasaron, en la mente se olvidan y en el corazón siguen”, cuenta.
Como las marcas de Martha hay muchas en Caquetá. María Dolores Sanabria, directora de la Unidad de Víctimas en Caquetá y Huila, cuenta que la violencia está cesando, tanto así que algunos que no se atrevían a declarar empezaron a denunciar sus casos. “La población víctima tiene la oportunidad de vivir en paz. Hemos visto, en los tiempos de diálogo, cómo disminuyeron los actos violentos. Esperamos que llegue la paz duradera”, dice.
Otros, como Raúl Sotelo, director de la fundación Corpomanigua, que ayuda a desplazados, dice que en los últimos 50 años “es la única vez que los caqueteños han vivido tranquilos”. Sotelo espera que con la paz se reivindique a las víctimas, con propuestas que lleven educación y oportunidades: la verdadera guaca que quieren encontrar en Caquetá.
* Nombres cambiados por seguridad
CRISTIAN ÁVILA JIMÉNEZ
Enviado especial de EL TIEMPO
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