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Palangre: pesca infame que está destruyendo la riqueza marina del país

Cada barco palangrero puede pescar unas 200 toneladas al mes en el Caribe colombiano. Muchas se desperdician. Las autoridades no hacen nada para detenerlos.

Cada barco palangrero puede pescar unas 200 toneladas al mes en el Caribe colombiano. Muchas se desperdician. Las autoridades no hacen nada para detenerlos.

Foto:Archivo / EL TIEMPO

Es un cable horizontal lleno de tiras, de las cuales cuelgan millares de anzuelos.

A la hora del crepúsculo, cuando el sol se hunde de cabeza para bañarse en el mar antes de echarse a dormir, voy caminando por el paseo peatonal que bordea la bahía de Cartagena.
De repente, entre niñeras que empujan cochecitos y señoras que hacen gimnasia para bajar de peso, se me acerca un hombre que anda en patines y oye música con un audífono en cada oreja.
–¿Usted sabe lo que está pasando con la pesca del palangre? –me pregunta, abriendo los brazos con desconsuelo.
–Cómo voy a saberlo, si es la primera vez que oigo semejante palabra.
Desde ese día me puse a averiguar. El palangre es un cable horizontal lleno de tiras, de las cuales cuelgan millares de anzuelos. Por terrible que parezca, la verdad es que el palangre mata todo lo que encuentra en su camino, sin hacer distingos, grande o pequeño, comestible o no, peces y pájaros marinos.
En inglés se llama pelagic longline o línea larga marinera. Y largo sí es, por Dios bendito. Larguísimo. Se han visto algunos que miden hasta 160 kilómetros. El negocio para los barcos de la industria pesquera es que cuanto más cojan y más rápido lo cojan, mejor para ellos. No importa lo que destruyan. Sobre todo si es en mares extranjeros, como el caso colombiano, donde no hay autoridad que los controle.
Su nombre en español es engañosamente sonoro. La palabra ‘palangre’ proviene de la lengua catalana y, en sus orígenes, servía para describir un negocio oportunista y solapado del que se obtenían grandes ganancias. Cómo será la cosa que en Venezuela terminaron diciéndole palangre al soborno que recibe un periodista por publicar determinada noticia. O por dejar de publicarla.

De China y Japón

El hombre de los patines y audífonos se llama Fernando Mogollón Vélez, un cartagenero de raigambre que ha dedicado su vida entera a la pesca y a trabajar en el mar.
Después de largos meses sumergido en este tema inquietante, he venido a entender la dolorosa verdad: en el Caribe colombiano, desde La Guajira hasta las costas de Córdoba y Antioquia, pasando por islas y promontorios, la pesca industrial con palangre está acabando no solo con la riqueza marina, sino también con toda la naturaleza.
La mayor parte de los grandes barcos que se dedican a esas actividades provienen de China y Japón. Obtienen unos permisos de las autoridades colombianas con el propósito, supuestamente, de pescar atún, que es el pescado que más les interesa.
–Pero arrasan con todo lo que encuentran –exclama Mogollón–. Desde delfines hasta tortugas, pececitos recién nacidos, pájaros buzo. Los pobres animales no tienen manera de esconderse.

Limosnas para el Estado

Tengo en mis manos las planillas en que aparecen registrados los “permisos de pesca de atún con longline”, que fueron otorgados desde hace seis años por las autoridades marítimas que tienen su sede en Bogotá.
Según consta en ese documento oficial, uno solo de esos barcos, de matrícula japonesa, y con 3.300 anzuelos, pescó 160 toneladas de atunes, tiburones, peces picudos, camarones, cangrejos, langostinos y otras especies. Eso es lo que ellos mismos declaran haber capturado, pero nadie confirma si la cifra es realmente correcta. Algunos expertos, con quienes logré conversar, consideran que en muchos casos la verdad llega al doble.
Se calcula que en años recientes diez de esos barcos, en promedio, permanecen en aguas colombianas y que cada uno pesca alrededor de 200 toneladas cada mes. En estos días, el número de barcos ha disminuido porque ya no encuentran mucha pesca.
Uno de los hallazgos más insólitos que encontré en esos documentos es que algunos barcos, en una sola licencia, reciben permiso para pescar hasta por cinco años continuos. Tales permisos son indiscriminados, sin distinguir animales mayores de los menores. Y, como si fuera poco, lo que le pagan por ello al Estado colombiano es casi una limosna: cada uno de los barcos que tengo registrados canceló entre 17 y 20 millones de pesos por un año de licencia.

El drama social

Fernando Mogollón, con un dejo de tristeza en la voz, recuerda entonces que, desde la niñez, su padre los llevaba a pescar en los bajos y bancos que rodean a Cartagena.
–Había dorado, sierra, jurel –va enumerando todas las variedades–. Había marlín y pez vela. Así aprendimos no solo a querer el mar, sino a comprenderlo y respetarlo.
Muchas de esas especies ya ni siquiera existen. En medio del oleaje he visto pescadores que regresan al atardecer, con el sol a la espalda, redondo y amarillo, como si fuera una gigantesca yema de huevo, y vienen sin una sola pieza en la canoa. El palangre es más destructivo que la pesca con dinamita.
Como consecuencia, obvia pero terrible, en las aldeas que se arraciman a lo largo de esas playas e islas, el hambre ha empezado a asomar sus orejas de lobo. Los pescadores artesanales ya no encuentran comida para llevarle a la familia ni para venderles a las amas de casa.
–La ambición de esos hombres no conoce límites –comenta Mogollón–. Ni siquiera los asusta el hambre ajena. Y como no hay autoridad que los controle, mucho me temo que aquí va a haber una sublevación social.
En otros países
Este drama comenzó a incrementarse hace más de treinta años, a principios de los años ochenta. Hizo carrera la idea, promovida por empresarios nacionales y extranjeros, de que la riqueza marina colombiana tenía que ser explotada como negocio pesquero. Fue entonces cuando aparecieron las naves de palangre, inventados por los mercaderes japoneses, los mismos que andan por el mundo degollando a las ballenas.
–En la región de nuestro Pacífico colombiano, ese desastre fue impedido por ecologistas y comunidades –me explica Fernando Mogollón–, pero en el Caribe no hubo ni ha habido voces que hagan lo propio.
Mientras tanto, países similares al nuestro, como Costa Rica y México, impusieron prohibiciones en sus costas. En muchas partes más la pesca con palangre es un delito. Hasta los propios Estados Unidos, al igual que hacen las grandes naciones de Europa y el mundo, tienen temporadas anuales de veda de pesca, así como existe veda de caza.
–En cambio aquí –agrega Mogollón–, desde La Guajira hasta la frontera con Panamá, los grandes barcos con palangres pescan veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, los 365 días del año.
Cómo será de serio este problema que en algunos países, desde Canadá hasta Honduras, hay inspectores del gobierno que abordan a los pesqueros en altamar y, con una regla, miden el tamaño de los animales capturados.

‘Mejor negocio, el turismo’

Lo que están haciendo los barcos palangreros en nuestro Caribe es una masacre terrible. Es una destrucción contra la humanidad entera. Y, como ya dije, ni siquiera nos queda el consuelo tonto de pensar que estamos ganando dinero con eso.
Mogollón y dos o tres más, que siguen luchando solitarios en su apostolado marino, han podido demostrar que, si de negocio se trata, es mejor el turismo, “porque nos produce más ingresos el turista que se toma una fotico en la playa de su hotel, sin hacerle daño a nadie, que todos estos barcos”.
La FAO, organismo de las Naciones Unidas que se encarga de los asuntos relacionados con la alimentación de la humanidad, ya ha advertido que en este momento el 70 por ciento –nada menos– de las especies marinas está en peligro de extinción por culpa de los barcos palangreros.
Y agrega la FAO, en sus páginas electrónicas, está cifra monstruosa: cada año hay que botar al desperdicio 20 millones de kilos de animales marinos que fueron capturados por esos anzuelos, pero que no son lo que ellos necesitan para vender.
Mientras usted está leyendo esta crónica, sepa que en las aguas del mar Caribe de los colombianos hay, en este momento, un millón de anzuelos múltiples metidos en el agua. Cuelgan de los grandes barcos. Agarran todo lo que pasa por ahí, salvo la propia agua.
–Negocian el atún en un mercado de Tokio llamado Tsukiji Market– concluye Mogollón– y aquí en Colombia venden algunas sobras de otros pescados, y todo lo demás lo botan como basura.

Epílogo

En ese festín de la muerte cae todo lo que pase por ahí, todo lo que pique, muerda o huela, desde los poderosos tiburones y las tortugas con sus ojos mansos hasta los pájaros más bellos, como gaviotas y golondrinas de mar, que trinan de amor en las noches veraniegas mientras vuelan rasantes sobre el lomo de las olas.
–Es un asesinato infame –concluye Fernando Mogollón.
–Y una forma del suicidio –agrega su hermano Pedro Luis, el periodista–, porque estamos dejando que acaben con nuestra propia comida.
Por mi parte, ya yo sé cuándo van a actuar con energía las autoridades colombianas: cuando ya no quede ni una humilde mojarra para llevar al rancho. Cuando ya no quede un solo delfín juguetón que alegre la vida de los niños.
JUAN GOSSAÍN
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
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