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Crucé la selva amazónica para volver a Colombia y no morir de hambre

Los colombianos tardaron cinco días cruzando el Amazonas peruano.

Los colombianos tardaron cinco días cruzando el Amazonas peruano.

Foto:Cortesía

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Atrapado en Iquitos, Perú, Wilfredo Quiñónez y otros 24 colombianos huyeron en plena pandemia.

Había llegado el momento en que el colombiano Wilfredo Quiñónez estaba agotado por la incertidumbre de vivir en Iquitos, capital de la Amazonia peruana, donde desde abril los noticieros sacaban las imágenes de decenas de cadáveres envueltos en bolsas plásticas tras perecer por el covid-19.
El caqueteño, de 39 años, reunió a un grupo de 24 colombianos, entre ellos su esposa, suegra, hermano, sobrino y dos hijas menores de edad, para solicitar ante el Consulado ayudas para retornar al país, teniendo en cuenta que la situación en Iquitos era insostenible.
Esa puerta humanitaria nunca se les abrió, por lo que Wilfredo y su grupo salieron el 17 de mayo en canoas por el río Napo hasta llegar a Cabo Pantoja, en la frontera entre Perú y Ecuador, país que pensaban cruzar en río hasta llegar al puente fronterizo de San Miguel, ya en Colombia.
El grupo de 24 colombianos que salió rumbo a la frontera con Ecuador, como paso intermedio para volver al país.

El grupo de 24 colombianos que salió rumbo a la frontera con Ecuador, como paso intermedio para volver al país.

Foto:Cortesía

Pero ese plan que se trazó no fue posible. Cerca de llegar a Cabo Pantoja, el Ejército peruano los detuvo y les pidió parar en un islote en medio del vasto río Napo, a donde les prometieron que volverían con la ayuda para que pudieran seguir sus caminos.
En la inmensidad del río nadie aparecía. Solo vislumbraron a un pescador, a quien convencieron de sacarlos de la isla donde permanecían atrapados, comiendo alimentos enlatados y durmiendo en carpas durante tres días. Ya era el 23 de mayo, de nuevo surcaron el Napo con rumbo a Cabo Pantoja.
Allí se frenó, nuevamente, la marcha del grupo. Pensaron que podrían seguir navegando, pero las fronteras cerradas no permitían paso a nadie. Hasta el 10 de junio permanecieron en cuarentena en un polideportivo. Luego, por dos semanas, intentaron que las autoridades, al menos, le dieran una salida a su situación crítica: la comida escaseaba y también el dinero.

El Ejército peruano nos dio muy duro. Allí nos dijeron que no teníamos ni voz ni voto por no ser de ese país

“El Ejército peruano nos dio muy duro. Allí nos dijeron que no teníamos ni voz ni voto por no ser de ese país. Nos aislaron. No teníamos derecho a nada”, dice Wilfredo.
Su estadía en Cabo Pantoja más parecía una pesadilla. Las autoridades peruanas eran certeras. Incluso, les dijeron que era más fácil atravesar las montañas de la selva que cruzar esa frontera.
Era una opción prácticamente inviable intentar cruzar la feroz selva amazónica, donde muchos se han perdido, quedando encerrados en una “cárcel verde”, enfrentándose al temor de lidiar con animales salvajes.
No obstante, era la única elección que les quedaba, dice Wilfredo.

Era quedarnos en la frontera y morir de hambre, de necesidad, o decidirnos a aventurarnos en el intento de cruzar la selva

Internarse en la selva

Cansados de no hallar respuestas en Cabo Pantoja, los colombianos navegaron hasta un poblado indígena sobre el río Napo llamado Santa María. Los nativos recibieron al grupo luego de mostrarles resultados de pruebas de covid-19 que se tomaron en Iquitos antes de comenzar la travesía.
Cruzar la selva amazónica caminando era impensado, pero un indígena llamado Milton se ofreció a guiarlos a la frontera con Colombia en tres días de caminata.
El grupo de colombianos durante uno de los recorridos en canoa.

El grupo de colombianos durante uno de los recorridos en canoa.

Foto:Cortesía

“Era quedarnos en la frontera y morir de hambre, de necesidad, o decidirnos a aventurarnos en el intento de cruzar la selva para llegar a Colombia”, cuenta Wilfredo, consciente de que atravesar la selva era riesgoso, más cuando iban con niños y algunas personas mayores.
El Indio Milton, como lo llaman, tranzó llevar a los colombianos a cambio de 300 soles (unos 350.000 pesos colombianos). La travesía por la selva amazónica comenzaría el 1 de julio.
Cargaron sus carpas, plásticos, algo de arroz, azúcar y los pocos alimentos enlatados que todavía tenían. Wilfredo ideó una silla hecha con palmas para cargar a sus espaldas a María José, de 5 años, la más pequeña de sus hijas. Cada uno siguió en fila al Indio Milton quien se abría paso con un machete entre la maleza.
Aunque la marcha avanzó sin problemas el primer día, de los tres que se contemplaban, las víboras merodeaban los pasos de los caminantes colombianos. Al caer la noche, el grupo se estableció en un punto tras 12 horas de marchar. Montaron las carpas y durmieron como se pudo en la siempre húmeda y lluviosa Amazonia.
Wilfredo trasladando a su hija, María José, en su espalda.

Wilfredo trasladando a su hija, María José, en su espalda.

Foto:Cortesía

No había tiempo que perder. Era una maratón. El día dos de caminata esperaba, nuevamente, un recorrido de unas 12 horas.
Los pasos daban más zozobra, cuenta Wilfredo, pues la noche anterior y durante esta caminata se escuchaba el eco, muy cerca, de los rugidos de los jaguares. El Indio Milton les manifestó que no temieran de estos animales, los cuales –aunque feroces– no atacaban a los humanos.
La rutina de esa noche, otra vez, fue la de armar el campamento. Pese a los esfuerzos y pensar que solo faltaba un día de camino hacia la frontera con Colombia, el Indio Milton les dijo que los pasos que por 12 horas habían dado equivalían apenas a tres horas de recorrido de un indígena en una travesía como lo que habían emprendido.

Nosotros no caímos en cuenta que ellos corren en la montaña, mientras nosotros, con familia, a duras penas avanzábamos agotados a paso lento

“Nosotros no caímos en cuenta que ellos corren en la montaña, mientras nosotros, con familia, a duras penas avanzábamos agotados a paso lento. No tenemos la ligereza ni destreza de ellos. Era una desilusión, cansados tras caminar todo el día y no había fin, ¿cuándo íbamos a salir de la selva?, dice Wilfredo.
Ahora, el grupo de colombianos no sabría cuántos días más debían caminar. Tampoco conocían si las fuerzas les alcanzarían teniendo en cuenta que los pocos enlatados en su poder apenas alcanzaban para otra ración de comida.

Los temibles ríos gigantes

La comida, al tercer día, se agotó. En las maletas llevaban unas cuantas libras de arroz y un puñado de azúcar. El camino se hacía más montañoso y ya se perdía la cuenta de cuántos pequeños cuerpos de agua cruzaban.
El paso que tenían ya empezaba a verse derrotado. Muchos sufrían los dolores de tantas horas caminando, les salieron úlceras en los pies y los mosquitos no paraban de picar por todas las partes del cuerpo.
Los ríos, cada vez más grandes, los cruzaban atando cuerdas, plásticos o haciendo cadenas humanas. Milton siempre era el primero en lanzarse al agua para atar la cuerda del otro lado y facilitar el paso de los demás.
Sin embargo, llegó el momento cuando el paso por uno de los ríos parecía imposible por su amplia distancia entre ambas orillas. Los colombianos, cuenta Wilfrido, pensaron que no habría opción para continuar, sabiendo que había niños a quienes no podrían trasladar nadando.
A Wilfrido también le preocupaba que su esposa, Yarleny, quien tenía un hombro lesionado, terminara ahogándose por la corriente del río.
Sin embargo, el Indio Milton diseñó un lazo inmenso para ayudar a cruzar el río a través de una cadena humana. Mientras avanzaban por las aguas, unos delfines rosados o toninas saltaban sobre ellos.
Parecía una escena maravillosa, pero una vez dentro del río el temor era que un delfín los golpeara y terminaran pereciendo sin la posibilidad de ayuda de alguno de los caminantes.
Lo más sorprendente fue cuando el Indio Milton, para proteger a los cuatro niños que iban en la expedición, armó con los plásticos que servían para resguardarlos de la lluvia una especie de balsa para cruzar al otro lado del río.
El Indio Milton, de gorra negra, arma la balsa para pasar a los niños al otro lado del río.

El Indio Milton, de gorra negra, arma la balsa para pasar a los niños al otro lado del río.

Foto:Cortesía

“En un río grandísimo y profundo, el Indio Milton hizo con los plásticos en los cuales dormíamos una balsa. Eso fue impresionante. Nunca había visto algo igual en mi vida. Es increíble la capacidad de esas personas. Si no fuera por él, no habrían salido de allí”, señala Wilfredo.
Una vez pasado el río, pocas eran las fuerzas para avanzar. Al día siguiente llegaría el momento de flaqueza para muchos, incluso para Wilfredo.

La grandeza del amor

A punta de arroz con azúcar, los caminantes colombianos empezaron el cuarto día abriéndose paso con el machete del Indio Milton.
La esperanza era llegar pronto y siempre tender la mano a quien empezaba a expresar su desaliento.
“Nos diferenciamos de las máquinas por tener un instinto de supervivencia. El aliento era salir adelante. En nuestras mentes sabíamos que la situación nos superaba”, dice Wilfredo.
El grupo, liderado por el Indio Milton, durante uno de los descansos de la jornada.

El grupo, liderado por el Indio Milton, durante uno de los descansos de la jornada.

Foto:Cortesía

El camino parecía ser un verde infinito. Wilfredo avanzaba por la cuesta de una montaña con su hija María José en su espalda. Cuando llegó a la cima parecía que había agotado su última energía, pues ese día no había comido para darle una mejor ración a su otra hija, Camila, de 13 años.
“Miré al cielo y dije que no podía más”, recuerda Wilfredo.
El hombre no podía dar un paso más, completaba cuatro días de marcha y sus reservas calóricas se agotaban. En ese momento, dice Wilfredo, recibió lo que considera la lección de vida más importante que ha tenido. Su historia se partía en dos.
“Mi hija se quedó mirándome, me secó el sudor de la cara. Ella dijo: 'papi, váyase y déjeme aquí' ”, apunta.
Wilfredo bajó a la niña. La puso frente a él y la abrazó.
“Estoy aquí por su hermana y usted. Con ustedes estoy aquí y con ustedes vamos a salir”, le dijo a María José.
El gesto noble de la niña le dio el combustible que necesitaba Wilfrido para avanzar. Lo llenó de ilusión. Cargó a María José a sus espaldas y avanzó a la par del Indio Milton.
“Si escribiera un libro sobre esta travesía, quizá el título no sea el adecuado para la situación, pero sí para mi vida: La grandeza del amor”, añade Wilfrido, quien al caer la noche se preparó para dormir su última vez a la intemperie, con el eco de animales salvajes y con víboras merodeando el campamento.

Colombia, tierra querida

El Indio Milton fortaleció el grupo con la noticia de que pronto llegarían a la frontera. Pese a que muchos desmayaban e incluso convulsionaban para el último día, unos a otros se daban la mano al estar tan cerca de Colombia.
Sobre el río Yubineto llegaron a una comunidad de la etnia segoya llamada Bellavista, donde los nativos ayudaron a los caminantes, pues justamente el pastor de esa comunidad, Jezzer Vargas, también es colombiano.
El grupo de colombianos en la comunidad peruana, cerca de Colombia.

El grupo de colombianos en la comunidad peruana, cerca de Colombia.

Foto:Cortesía

Allí les dieron cobijo durante tres días y se intentó dar aviso a la Armada Nacional, esperando que quizá les brindaran una opción de retorno a Colombia. Ya solo faltaba cruzar el río Putumayo para entrar a territorio nacional.
Sin embargo, a los colombianos les tocó convencer a pescadores indígenas para que los trasladaran a Puerto Leguízamo, lugar a donde finalmente llegaron el 10 de julio.
La despedida con el Indio Milton fue emotiva, este hombre se convirtió en la persona que los levantó cuando no sabían qué podía pasar con ellos.
Ahora, Wilfredo, en su natal Florencia, busca maneras de levantarse económicamente, pues sus ahorros quedaron en Iquitos, con el sueño de un restaurante que cerró por la pandemia. Los otros colombianos siguieron su camino hacia el Valle, Antioquia y Cesar.
Este padre de familia dice que es de las personas que se le miden a cualquier trabajo, oportunidad escasa por estos días, pero que será vital para volver a salir a flote.
“Soy el hombre más rico del mundo. Tengo el mejor tesoro que es mi familia sana, a salvo y con buenos principios. Pido que, por favor, ayuden a los colombianos que están sufriendo en otros países por la pandemia. No se alcanzan a imaginar lo duro que es aguantar hambre ni mucho menos lo que significa atravesar la selva amazónica”, finaliza.
CRISTIAN ÁVILA JIMÉNEZ
Redactor de NACIÓN
EL TIEMPO
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