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Diario que una madre le escribió a hija mientras iba rumbo a la muerte: 'Es incurable'

Carolina Ibarra perdió a su mamá cuando tenía apenas 3 años.

Carolina Ibarra perdió a su mamá cuando tenía apenas 3 años.

Foto:Cortesía familiar

‘No es fácil pensar en que en cualquier momento te puedes morir’. Relato de Jeimmy Carolina Ibarra.

Febrero 11 de 1994. Mi vida ha cambiado mucho en solo unos pocos días. He sabido que tengo una enfermedad incurable y, de aquí en adelante, no sé cuánto viviré: mucho, poco o solo lo que Dios quiera”.

Esto se hace más duro cuando pienso que no podré compartir contigo tus mejores años, pero yo donde esté, estaré pendiente de ti y nunca te sientas sola

Cuando cumplí 15 años empecé a leer este relato de mi mamá. Era su deseo que llegara a mí en esa fecha, cuando estuviera preparada para conocer su verdad. Ella lo escribió en su agonía y cuando la enfermedad que le descubrieron ya estaba muy avanzada. Mi madre, Doris, fue contagiada con VIH en una transfusión de sangre que recibió en una clínica de Bogotá cuando nací.
Alguna bolsa de plasma de un marinero, llamado Luis Ernesto Arrázola, se usó para mi mamá, quien fue una de las 13 personas contagiadas de VIH por la irresponsabilidad de él y del laboratorio Alvarado Domínguez.
Uno de los artículos que EL TIEMPO publicó en 1993.

Uno de los artículos que EL TIEMPO publicó en 1993.

Foto:Archivo EL TIEMPO

“No puedo negarlo: ha sido muy duro para mí y confieso que muchas veces quisiera cerrar mis ojos y al abrirlos que todo sea como antes. No sobra decir que mi razón de vivir eres tú, Jeimmy, porque quiero dedicarte unos años más. Te amo. Esto se hace más duro cuando pienso que no podré compartir contigo tus mejores años, pero yo donde esté, estaré pendiente de ti y nunca te sientas sola porque Dios y yo te protegeremos”.

Mis padres: así fue su relación

Fue amor a primera vista, me gustó y me olvidé que había un mundo a mí alrededor, pensaba solo en soñar, en amar sin pensar que había gente que, de alguna manera, sufriría con nuestra relación

Dicen que el amor a primera vista llega como un flechazo. Es energético, voraz, pasional, frenético, hasta puede ser obsesivo e incluso pasar como un rayo. Y así pasó con Doris y Jaime, mis padres.
Los dos tenían en común que eran contadores públicos. Ella trabajaba en un negocio de espumas para el sector de los colchones, en el barrio Restrepo, en Bogotá, y él —de casualidad— llegó a visitar a Andrés*, un amigo que laboraba en la zona. Y fue en ese momento cuando llegó esa magia y frenesí del uno por el otro.
Pero así como el amor a primera vista existe, con esa atracción incontenible, también llega el amor imposible, el cual pone en aprietos, llena de dudas y genera peleas hasta con los propios padres.
Febrero 16 de 1994. Fue amor a primera vista, me gustó y me olvidé que había un mundo a mí alrededor, pensaba solo en soñar, en amar sin pensar que había gente que, de alguna manera, sufriría con nuestra relación”.
Doris y Jaime cuando eran pareja.

Doris y Jaime cuando eran pareja.

Foto:Cortesía de la familia

En el diario de mi madre, ella relata que mi papá era casado por la iglesia con una mujer llamada Martha, pero que se había separado hacía unos meses. En tanto, con algo de pena, me revelaba que ella tenía una relación con Joaquín*, su novio de casi toda la vida, con familias muy unidas.
“Yo en el fondo estaba cansada de la rutina de nuestra relación con Joaquín. Todo esto facilito que yo me enamorara más fácil de tu papá. Tu abuela Leticia no lo podía ver, sabía que esa relación me haría sufrir. Yo no veía eso, estaba ciega y comenzó una batalla dura, no fue fácil para mí, era un nuevo día que tenía que vivir y lo vivía como yo quería, bien o mal era mi problema”.
Cada quien dio un paso adelante con cierto delirio furioso: dejando todo por el otro, pese a los dolores de cabeza que les podrían ocasionar. Rápidamente, mis padres se fueron a vivir a un apartamento en el barrio Castilla, en el occidente de Bogotá, y luego llegué: un 7 de septiembre de 1990, a las 8:15 de la noche.
“Siempre tuve miedo a ese momento. Fueron dolores duros, pero yo sabía que iban a ser recompensados por ti. Tú no quisiste nacer por parto natural, el médico se acercó y me dijo que no podía perder más tiempo y me llevaron a la sala de cirugía, me anestesiaron de la cintura para abajo, yo oía todo lo que los médicos decían. De pronto oí el llanto de un bebé, mi bebé, pero había problemas, oí que el médico dijo que yo tenía una sorpresa, pensé que eran gemelos, pero no era eso. Estaba muy mal, me desangré y me colocaron sangre, se me bajó la tensión y me puse muy mal”.
Paradójicamente, esa sangre que no permitió que mi madre muriera desangrada durante el parto fue la que le quitaría la vida años después. El día siguiente de mi nacimiento, tras esas horas tensas, mi madre lo describió en su diario: “Me aferré más a ti y comenzó una nueva vida para mí, porque ya tenía una nueva razón en mi vida para vivir”.

Una enfermedad en silencio: así se fue mi mamá

Mi abuelita Leticia nunca quiso a mi papá, pues no lo veía como el hombre para su hija, la menor de seis jóvenes oriundos de Sogamoso, en Boyacá. Sin embargo, cuando era bebé, ella decidió comprar un apartamento cerca de nosotros, para estar pendiente y que no nos faltara nada.
Y así como empezó ese amor, como una ráfaga, con las ganas de quererse comer el mundo, terminó meses después de mi nacimiento. “Pasó poco tiempo para desencantarme, no todo lo que brilla es oro. Comenzaron los problemas entre los dos, las malas palabras”, dice el diario de mi mamá.
Carolina Ibarra cuando era una niña.

Carolina Ibarra cuando era una niña.

Foto:Cortesia familiar

Cuando estaba por cumplir mis cuatro años, mi madre empezó a enfermar. Mis tíos relatan que eran dolores en la cabeza muy fuertes e incomprensibles. Pasó semanas de examen en examen, sin conocer las razones por las cuales se sentía tan alicaída.
Justamente, en ese año, el periódico EL TIEMPO publicó una serie de informes sobre los posibles contagios de personas de VIH por transfusiones de sangre en la Clínica Palermo, donde a mi mamá le hicieron el procedimiento en mi nacimiento.
Arrázola y Alvarado, en la lectura del fallo en 1995.

Arrázola y Alvarado, en la lectura del fallo en 1995.

Foto:Archivo EL TIEMPO

Tengo dificultad para escribir. Estoy hospitalizada, todo está cambiando, soy más realista de lo que tengo y me encuentro muy asustada. He llorado mucho, todo me aflige.

Mi tía más querida le insinuó a mi madre si quizá podría ser eso, pero a quién le cabría en la cabeza que ocurriera una situación así. Como se había sometido a tantísimos exámenes para conocer qué le pasaba, ella finalmente se hizo el de VIH, para el cual salió positiva. Su estado de salud ya estaba muy deteriorado y solo le quedaban algunos meses.
“Tengo dificultad para escribir. Estoy hospitalizada, todo está cambiando, soy más realista de lo que tengo y me encuentro muy asustada. He llorado mucho, todo me aflige. Hoy llamé al apartamento y me contestaste tú, Jeimmy, y me preguntaste: mami, ¿te vas a mejorar? No supe qué contestar, solo me puse a llorar. Sé que te necesito mucho. También Dios, te necesito, dame fortaleza y llena esa vacío que siento”.
Mi madre pasó desde febrero de 1994 entre un hospital y la casa, con mi abuela cuidándola. A mi padre, por la gravedad de la enfermedad, también le contaron lo que estaba pasando. En la prueba del VIH salió negativo, para eso momento, él ya tenía una nueva pareja llamada Lady*.
Sin embargo, mi papá también estuvo desde esos momentos pendiente de mi madre, visitándola cada que podía.
En el diario de mi madre se nota cuando se le van acabando las fuerzas y la tinta se hace cada vez más borrosa.
Abril 12 de 1994. Sé que debo ser fuerte y no desfallecer, pero a veces no es fácil, me siento derrotada y deseo morir ya. No es fácil pensar en que en cualquier momento te puedes morir, es como llevar una cruz a cuestas y no poderla dejar. Tengo que resignarme, pensar que la muerte no es mala, que tengo que prepararme. No sé qué va a ser de ti, hija mía, porque no sé qué tan preparada estás tú si yo te llego a faltar”.
Al pasar los días entre el hospital y la casa, mi madre escribía lo que serían sus últimos consejos, sus deseos llenos de amor y el sinsabor de no poder criarme, estar conmigo y no saber qué hacer. La situación se le salía por completo de las manos.
“Siempre serás una niña de bien, recuerda que nuestro destino ya está marcado y si tu destino es no conocerme, resígnate hija, pero guarda dentro de ti un lindo recuerdo de mí. Por favor, no me olvides porque tú eres lo más importante para mí. Te amo. Dios mío, ¿por qué no puedo conocerte cuando seas ya una señorita”.
Y así, con estos mensajes, mi madre fallece por meningitis el 31 de julio de 1994.

Mi vida: así fue crecer sin una mamá

Siempre que veas una estrella en el cielo acuérdate de mí que yo estaré allí para mirarte, nunca te desampararé. Cuídate muñeca, será duro para ti, pero sé que amor nunca te faltará

Cuando mi mamá falleció, quedé en cuidado de mi abuelita Leticia, quien me llevó con ella a Sogamoso, donde vivía la mayoría de mi familia. Seguramente, ella me daría el amor que mi madre por su muerte no me podía brindar en vida.
Pero, a los pocos meses, otra tragedia sacudiría a la familia. Leticia no pudo superar la tristeza por la pérdida de su hija en tan extraña circunstancia y murió. La enfermedad de mi madre, verla sin fuerzas, en extrema delgadez y gritando del dolor, le causaron mucho pesar. Incluso, les mencionó a mis tías que no sentía razones para vivir.
En su convalecencia, mi abuela le pidió a mi papá que fuera a verla, y aunque nunca lo quiso, le pidió perdón por todo, pues no hizo fáciles las cosas durante la relación de mis padres. Le pidió que se hiciera cargo de mí y le confesó que durante los últimos meses cambió su percepción y se había dado cuenta de que no era un mal hombre.
Cuando mi abuela fallece, en 1995, viajo con apenas cuatro años a Bogotá, a mi vieja casa en Castilla, la cual había dejado tras la separación de mis padres. A ese apartamento, luego de un tiempo, llegó Lady, su pareja, y otro niño de mi edad, quien era el hijo de ella. También empecé a crecer con mi hermano Carlos , varios años mayor que yo, quien había nacido de una relación anterior de mi padre. A él lo veía de cuando en cuando.
Siempre fue difícil crecer sin mi mamá, pero ella misma me escribió: “Siempre que veas una estrella en el cielo acuérdate de mí que yo estaré allí para mirarte, nunca te desampararé. Cuídate muñeca, será duro para ti, pero sé que amor nunca te faltará”.
Carolina Ibarra y su papá.

Carolina Ibarra y su papá.

Foto:Cortesia familiar

Y aunque contaba con su bendición desde el cielo, sí me sentía muchas veces sola, pues la relación con Lady nunca fue buena. Me sentía como la mismísima Cenicienta, pues mi papá, pese a que me amaba muchísimo, no podía estar todo el tiempo atento a lo que necesitaba por su trabajo. En el fondo sabía que éramos él y yo contra el mundo.
Al crecer, tuve muchos vacíos que en cierto grado fueron llenados por este diario de mamá, que además fue continuado por mi tía Diana, quien se encargó de atesorar algunos de mis recuerdos más valiosos. El día cuando cumplí los 15 años me lo entregaron con una cadena y un mechón de pelo de mi madre.
“Ayer me corté mi cabello porque lo sentía feo, siempre quise tenerlo largo, pero siempre lo tuve corto. Eso son solo cosas físicas, las cosas que siempre queremos hacer como personas espiritualmente se deben lograr, cueste lo que nos cueste. Te pido que nunca seas negativa, no digas ‘no puedo’, porque en Cristo todo se puede. Hoy te pego un mechón de mi pelo para que me recuerdes con amor”.
En ese momento también me enteré de la enfermedad de la cual había muerto mi mamá, pues nunca se atrevieron a contarme lo que le había ocurrido.
Me tuve que criar, defenderme sola en cosas de mujer y en situaciones que no tenía que saber. Me ayudaba mucho tener amigas y estar en casa de otras personas porque en la mía no tenía con quién desahogarme.

Mi otra pérdida: decirle adiós a papá, mi gran amor

Como nunca me llevé bien con Lady, mi misión fue terminar rápido la universidad, conseguir trabajo e irme de casa, de la cual salí a los 25 años.
Me gradué como ingeniera química, influenciada por el trabajo de algunas de mis tíos, y empecé a trabajar como docente. También conocía a Juan, mi pareja y mi gran apoyo.
En el 2018, a mi padre le realizaron una cirugía en la próstata por una obstrucción. Él de ese procedimiento salió llorando y me dijo: “Tengo cáncer en la vejiga”.
Siempre pensaba, hasta cierto momento, como si Dios me debiera algo. Decía que si ya me había quitado a mi mamá, por qué ahora le estaba pasando eso a mi papá. Me preguntaba por qué otra vez a mí.
Ese momento fue durísimo, para todos. El cáncer que le detectaron estaba avanzado, incluso ya presentaba metástasis en los púlmones y se extendía a otros órganos. Como era profesora universitaria, cada tanto me entraba una llamada para darme una noticia peor que la otra. No sé cómo hacía para sacar fuerzas y no caerme de la tristeza en las clases.
Quienes han tenido a familiares con cáncer saben lo duro que es una quimioterapia, ver llorar a su papá por los dolores y escuchar el punto cuando admiten: “Si esto va a ser así, yo prefiero morirme”.
Uno, en su cabeza, no tiene en ocasiones las palabras de aliento para esos momentos bajos y con las cuales pueda empujar a su ser querido cuando, además de los dolores, le llegan las fases de depresión. Nadie está preparado.
La relación con mi papá, Jaime, era buena, le heredé una de mis grandes pasiones: el fútbol. Como lo era todo para mí, más allá de lo que ocurría con su pareja, él me resolvía la mayoría de los problemas que pudiera tener. Ahora me tocaba a mí tomar las riendas de la situación, sacarlo a flote para que no se hundiera en la tristeza. Mi hermano Carlos también fue clave durante los años de lucha.
Carolina Ibarra y su papá Jaime.

Carolina Ibarra y su papá Jaime.

Foto:Cortesía de la familia

Casi siempre lloro por todo, pero en estas circunstancias muy pocas veces lloré. Mi función era que él encontrara un lugar seguro conmigo y viera que sí podíamos levantar el barco.
Con las quimioterapias desaparecieron los tumores de los pulmones, pero el de la vejiga continuaba. En una nueva cirugía, un año después, detectan que el cáncer avanzaba hacia otros órganos, por lo que deciden quitarle la vejiga y él quedó con una sonda. Desde ese momento, su salud empeoró más.
Mi papá se convirtió en un paciente crónico, pues periódicamente debía realizar el cambio de la bolsa. Él nos confesó que se sentía como una carga para sus hijos y pasaba días en hospitales por los dolores cuyo padecimiento no se le desea a nadie. Ni la morfina lo calmaba.
En noviembre del 2020, nuevamente fue hospitalizado de urgencias: no paraba de vomitar sangre. Estaba muy deprimida, en plena pandemia del covid-19, y mi pareja, Juan, me invitó a San Andrés, viaje que mis familiares también me recomendaron, con la mala fortuna que cuando regresé, me enfermé de coronavirus, lo había adquirido en la clínica donde estaba hospitalizado mi papá.
Decidí ocultarle esa información a mi padre, más en un momento cuando tener esa enfermedad era para muchos gravísimo y contarle lo habría alterado. Él ya no podía ni caminar e incluso me marcó preocupado, preguntando las razones por las que no había vuelto a verlo. Tuve que inventar alguna excusa, pero me carcomía esa sensación de no poderlo abrazar, presintiendo que estaba en un estado delicado.
Carolina Ibarra y su papá Jaime.

Carolina Ibarra y su papá Jaime.

Foto:Cortesía de la familia

El último día de mi cuarentena, me llamaron: “Su papá está agonizando. Venga”.
A las 7 de la mañana del 24 de noviembre del 2020 llegué al apartamento. Me senté a su lado. Él me tocaba sin abrir los ojos, completamente agotado y respirando lentamente. Pasé todo el día con él, aferrada a sus manos, sin soltarlo, hasta que a las 7 de la noche, cuando mi hermano Carlos llegó para abrazarlo, él se fue de este plano.
Es un golpe durísimo. Es sentir que uno se está quedando solo en el mundo.

Sanar el corazón y seguir adelante

Ninguna persona, pese a saber que su familiar puede morir en cualquier momento, está preparada para tal golpe: desespera, lástima, enloquece…
Son días y días de luto, sin dormir, llorando mares y queriendo que la tierra también me llevara. Revisando las fotos de mis padres, recordé que tras la muerte de mi mamá, mi familia me regaló un perrito y pensé que quizá uno de ellos me ayudaría a superar la crisis.
Noa, mi perrita, llegó a la casa a través de mi cuñada. Se volvió mi compañía, quien calmaba mis ataques de ansiedad. Aunque el tiempo no es un doctor, el pasar de los días va dando algo de calma tras los golpes de la vida. Las pérdidas de mis padres, durísimos por las circunstancias de padecimiento, también fueron aprendizajes, transformadores y hasta de aterrizaje.
Carolina Ibarra y su perrita Noa.

Carolina Ibarra y su perrita Noa.

Foto:Cortesia familiar

Por las rutinas, muchas veces, uno no comprende cuáles deben ser sus prioridades y no entiende que hay problemas verdaderamente grandes comparados con situaciones que no deberían tener la relevancia que les damos.
Aprendí que ahogarse en uno mismo, guardando sus pensamientos y cargándose de las situaciones, lo que hace es afligir y hundir. Como mi tía Esther me explicó: “Hay que liberar las cargas. Nadie puede con tanta cosa. Hay cosas que no se pueden controlar. Soltar. Hay que vivir”.
Si en este momento alguien me pidiera un consejo de vida le diría que valoren su tiempo y aprovechen a sus padres, a sus seres queridos. No se sabe hasta cuándo estarán a nuestro lado ni las vueltas que termina dando la vida, como se dieron cuenta todo puede cambiar en un segundo.
Es paradójico que a los golpes es que se aprende, yo quedé noqueada dos veces, pero levantarse es de valientes y en realidad, es el proceso que nos transforma. Cada día al despertarnos deberíamos tomarnos unos segundos para preguntarnos: ¿qué haría yo si este fuera mi último día?
En la respuesta encontraremos lo que deberían ser nuestras verdaderas prioridades. No esperemos a que la vida nos golpee para actuar como debemos. Si tienen la
oportunidad, demuestren el amor y creen recuerdos para que jamás los olviden. Y papá y mamá, gracias por inspirarme y hacer de mí la mejor versión del amor.
JEIMMY CAROLINA IBARRA*
Este relato fue escrito por Cristian Ávila Jiménez, editor de Últimas Noticias de EL TIEMPO. Si tiene alguna historia y la quiere contar, escríbame: criavi@eltiempo.com

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CRISTIAN ÁVILA JIMÉNEZ
Editor de ÚLTIMAS NOTICIAS
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