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‘Pasé de barrendero de la universidad a profesor de matemáticas’

"Gracias a mi padre, madre, a mis hermanos y sus diversos trabajos, a mi esposa y a mis tres hijos, he logrado cumplir el sueño por el que tanto luché y que hoy me alivia el alma: ser profesor".

"Gracias a mi padre, madre, a mis hermanos y sus diversos trabajos, a mi esposa y a mis tres hijos, he logrado cumplir el sueño por el que tanto luché y que hoy me alivia el alma: ser profesor".

Foto:Yomaira Grandett / EL TIEMPO

Éder Barrios relata los esfuerzos que hizo para ser profesor de la U. Tecnológica de Bolívar.

Juan Rodriguez
En un principio me acerqué a la Universidad Tecnológica de Bolívar (UTB) para barrer sus aulas, sus pasillos y sus laboratorios. Mi labor era dejar la UTB impecable para los estudiantes y los profesores. Hoy recorro los mismos pasillos que alguna vez barrí con un marcador de tablero. Tras muchos años quitando el polvo de los caminos que andaba en la universidad cumplí mi sueño: ser profesor de matemáticas.
Empezaré esta historia por el principio, por los tiempos difíciles, por las épocas que incentivaron mi deseo de salir adelante.
Nací en 1964 en un caserío de Sahagún, en Córdoba, llamado La Montañita. No recuerdo mucho de mis primeros años en aquel pueblito, aunque tengo grabada la forma cómo me observaban, llenos de ternura, mis padres Jacinto Barrios y Dormelina Hernández y mis seis hermanos. Sí, éramos una familia numerosa, y yo era el menor de los hijos.
Mis padres, buscando un mejor futuro para mis hermanos y para mí llegaron en 1966 a Cartagena, donde fuimos una especie de ‘nómadas’ y vivimos en barrios como el Siete de agosto, Nariño y La Esperanza; sectores marginados todos del corralito de piedra.
Para subsistir mis papás y hermanos mayores vendían en el mercado avena, bollos, gaseosas y yuca. Cuando tuve edad suficiente empecé a asistir al colegio. Mis papás, aunque se esforzaban mucho, no siempre tenían para cubrir todos los gastos de la familia. Recuerdo que a la hora de ir a estudiar o me iba en bus o volvía, pero nunca pude tomar dos transportes un mismo día. Largas caminatas, del colegio a casa o de casa al colegio, acompañaron mis ansias de aprender a pesar de las dificultades.

Foto:Yomaira Grandett / El Tiempo

Las matemáticas

En el colegio me enamoré completamente de los números. Aunque, paradójicamente, la primera vez que me topé con las matemáticas ‘difíciles’, con las clases de álgebra, fue para perder el año: repetí el octavo grado de bachillerato.
Eso no me hizo perder el cariño por la materia. Del barbudo Baldor todavía me acuerdo.
Hoy en día las dudas en matemáticas se resuelven hasta por YouTube –un tal Julio, dicen-, pero en mi época no había quien me explicara. En aquellos barrios en los que viví pocos iban al colegio en ese entonces y mi familia pasó por las mismas, pues mis padres asistieron solo hasta los cursos de primaria y mis hermanos no se empeñaron del todo en el estudio. Estaba solo, con los números al frente, encarándolos con atención y disciplina, ¡ah!, cualidad tan necesaria para cualquier cosa en la vida.
Después del tropiezo me fue de maravilla. Hubo una reconciliación especial con las fórmulas que me angustiaron por momentos. En 1981 me gradué como Bachiller Industrial del Inem de Cartagena. Yo me convertía en el primer bachiller de la familia.

Nada en la vida es fácil, es cierto, pero tampoco es imposible

Un sueño que parecía imposible

Ingeniería Mecánica: eran dos palabras con las que soñaba. Pero en aquel entonces, a mis 17 años, apenas fue una fantasía lejana. El semestre de aquella carrera costaba 27 mil pesos en la UTB. Pinté casas y, entre otros oficios, vendí hasta chance durante un año para intentar reunir esa cantidad, pero no alcancé.
Con la moral todavía en alto, a pesar de la frustración, ingresé al Sena en 1982 y me gradué de Mecánica Industrial. Aquello serviría, pues desempeñé varios trabajos, pero las necesidades en el hogar continuaban, acentuándose cada vez más. Sabía que la carrera no terminaba aquí, que si quería partir en dos la historia de mi familia y ayudarles y crecer profesionalmente el camino apenas arrancaba.
Trabajé durante varios años en diversos lugares, aprovechando todo lo que pude mis estudios del Sena, pero mi corazón nunca soltó el deseo de seguir estudiando, avanzando y acercarme a las matemáticas que tanto quería.
La Universidad de Cartagena tenía una carrera en matemáticas, así que cierto día decidí estudiar allí y me presenté a los exámenes. Pasé, y como si un una cosa buena llamara a la otra junto a esa oportunidad académica arribó, como un particular golpe de suerte, una oportunidad laboral.
¿Recuerdan que vendí chance y pinté casas un tiempo atrás? Bueno, pues entre las casas que pinté en esa época estaba la de un vicerrector de la Universidad Tecnológica de Bolívar, quien me reconoció en una calle y me habló de algo llamado ‘servicios generales’, en su universidad, un área que era desconocida para mí en ese momento. Era la oportunidad de acercarme, de algún modo, a la UTB.
“¿Se le mide?”, preguntó. Asentí con la cabeza, con las manos, con el corazón. Todo imaginé, menos que mi labor en ‘servicios generales’ sería barrer los pasillos de la institución, limpiar los vidrios con un pequeño trapito, asear los baños con un trapero….
Y así inició otro tramo de sacrificio para cumplir mi objetivo: yo quería enseñar. Y sabía matemáticas. Y me gustaban. Así que anhelaba enseñar matemáticas.

Foto:Yomaira Grandett / El Tiempo

Entre la limpieza de la UTB y los números de la Unicartagena, entre los rostros de orgullo de mis padres y la compañía amena de mis hermanos, el esfuerzo se hacía aceptable.
Mientras era barrendero me casé con quien siempre fue mi prometida, desde que La Montañita unió nuestros destinos. Valdivis Fernández, modista ella, a día de hoy todavía me acompaña. Tuve una voz de aliento más que me fortalecía en el agreste sendero de la vida.
Tras barrer, limpiar y trapear fui ‘ascendido’ a auxiliar de laboratorio. Debía acomodar los elementos que se usarían en las clases. Allí, agarrando las oportunidades como si fueran escapos de diente de león, empecé a ser profesor por convicción.
Muchos de los alumnos que ingresaban a los laboratorios no entendían las lecciones anotadas en el tablero. Un día, observando detenidamente los rostros de confusión, decidí ofrecerles mi ayuda.
Ellos rieron. Sí, seguramente también me hubiera causado gracia o, al menos, hubiera sido algo sorpresivo. Aquel que limpiaba los suelos resultó tener conocimientos matemáticos, ¡Ja! No siempre pasa eso.
Tras aceptar, incrédulos, mi ayuda, los sorprendí. Desde entonces, cualquier duda que tenían respecto a las matemáticas la consultaban conmigo. Esto, de paso, reforzaba lo que a diario aprendía en mis clases de la universidad.
Otro ascenso me esperaba a la vuelta de la esquina. Me convertí en almacenista dos años después de ser auxiliar de laboratorio.
Pero mis alumnos -¿Si podría denominarlos ‘mis alumnos’?- aún deseaban que los ayudara, que fuera su ‘tutor’. Así que, sin meditarlo mucho, acomodé una especie de oficina en el almacén para recibirlos y enseñarles. Sacrificaba las dos horas que me daban de almuerzo para asesorar. Las filas, a la entrada del almacén, se hacían extensas, interminables.
No podía almorzar con calma, pero el alma quedaba satisfecha tras cada tutoría.
Un día mi jefa se sobresaltó al ver el enorme despelote frente al almacén, pues no era usual que de 12 m. a 2 p.m. mi lugar de trabajo se llenara de estudiantes envueltos en dudas. Pero, al observar que mi deber estaba siendo útil para los alumnos, me asignaron un salón para dar mis clases -¿Si podría denominarlas ‘mis clases’?-.
En los pasillos de la UTB empezó a rumorarse sobre aquel que pasó de ser barrendero a dar clases de matemáticas con la misma facilidad con la que empuñaba la escoba y el trapero.

Foto:Yomaira Grandett / El Tiempo

Entre la escoba y el tablero

Mi vida empezó a desenvolverse entre tres grandes escenarios: las tutorías, el trabajo del almacén –mucho más difícil que los ‘servicios generales’- y los estudios en la universidad.
Empezaron, de a poco, las dificultades.
Los horarios de mi carrera de matemáticas se modificaron, por lo cual debía solicitar un permiso a la UTB para abandonar mi trabajo en las tardes y así poder asistir a las clases de la Unicartagena. Asimismo, debía reducir la tutoría a solo una hora.
El capitán Luis Borja, rector en ese momento de la UTB, recibió mi solicitud ¡Ah! Qué rigidez de persona, que sujeto tan parco. Lo acepto: varios le tenían miedo. Bueno, le teníamos. Una de mis mayores tristezas sucedió el día que Borja respondió, frente a frente, mi solicitud.
Su mirada permanecía sin expresión alguna. Dijo, tajante, una frase que en ocasiones se repite brevemente en mi cabeza: ‘Éder, aquí se viene a trabajar o a estudiar; una de las dos, las dos cosas no se pueden hacer’.
“No se pueden hacer”, dijo Borja, aunque yo llevaba meses haciéndolas. “O trabajar o estudiar”. En mi vida no había forma de elegir. Para mi se trataba de trabajar y estudiar. Sí o sí. No iba a arrojar los sueños por la borda. Esa frase cayó como una terrible puntada en mi pecho. Me dolió el alma. Sufrí, en ese momento, una de las mayores desmotivaciones, quizá la más grande en mi aguerrido camino por convertirme en un profesional.
Tras el duro golpe que, para mi fortuna, no resultó en nocaut, hablé con personas cercanas a Borja, les mostré, con la prudente desnudez de una confesión, todos los anhelos que resguardaba en mi corazón.
“Colombiano, -así me dijo, apelando a mi nacionalidad, y a la suya, y a la de la mayoría- definitivamente usted es de los que nace para estudiar. Desde ahora concédase el permiso”. El capitán Borja, que días atrás había derrumbado la montaña donde reposaban mis objetivos a la espera de ser cumplidos, ahora me daba la ayuda que necesitaba para seguir.
Ocurrió otro gran cambio en mi vida: Debido a la gran cantidad de paros estudiantiles de la Unicartagena en ese momento, decidí continuar y culminar mi pregrado en la Universidad de Pamplona.
Y lo logré en el 2006. Ya no solo era el primer bachiller de la familia, ahora también un título universitario enorgullecía a mis seres queridos. Especialmente a mi padre, a quien recuerdo, sobretodo, por sus consejos y su gran apoyo. Si hay alguien a quien deba agradecer todo lo conseguido es a él, quien hoy no me acompaña. Mi viejo, mi querido viejo.
Él, quien falleció en el 2004, cuando cursaba mi pregrado, siempre me decía que nada en la vida es fácil, que todo exige algún tipo de sacrificio. Hoy en día recuerdo con nostalgia la frase de mi padre y la complemento un poco… ‘Nada en la vida es fácil, es cierto, pero tampoco es imposible’.
Marlon, Éder y Jair, mis hijos, ya estaban al momento de graduarme del pregrado en la Universidad de Pamplona.
Venía la especialización. Sí, la búsqueda de mi vocación no había terminado allí.
Tras graduarme de ‘Matemáticas’, me esperaban las ‘Matemáticas Avanzadas’, las cuales inicié en la Universidad de Cartagena y culminé en la Universidad del Norte, en Barranquilla. También empecé, por fin, a trabajar como ‘profesor instructor’ en la UTB. El que insiste obtiene su recompensa.

Foto:Yomaira Grandett / El Tiempo

Dictar clase no es nada fácil. Pasar de asesorar a un par de alumnos por turno a enseñarle a toda un aula de 30 0 40 es complejo. Por ello, en mi tiempo libre –que volvía a ser el momento del almuerzo-, colocaba nombres con cartulina a las sillas de algún salón vacío. En el tablero empezaba a dar la lección para Sara, Laura, David, Sergio…. Las sillas del aula. Eso me ayudó mucho a perder el miedo.
La especialización culminó en 2007 e inicie de inmediato la maestría en ‘Educación Matemática’. Sentía que no podía detenerme, que no podía cesar mis esfuerzos.
Mi padre llevaba un tiempo acompañándome solo desde la memoria. En el cementerio charlábamos, de vez en cuando. No sé si él me oía, pero le pedía fuerzas, muchas fuerzas. Era mi tercer reto. La vida, en ocasiones, pone los escalones muy alejados entre sí. Y cada vez duele más estirar la pierna para avanzar.
Pero lo conseguí en 2008.
Luego continué dictando clases en la UTB y me convertí en coordinador de profesores, cargo en el que llevo diez años. Hoy soy el jefe de varios de los legendarios profesores de la universidad quienes, de todos modos, siempre fueron mis amigos. A la par dicto una clase de cálculo.
No hice Doctorado porque quería pasar tiempo con mis hijos, verlos crecer, ayudarles en lo que necesitaran. Disciplina ¡Ah! Cualidad tan necesaria. A mis hijos y a mis alumnos siempre les dedico tiempo para que sepan que todo en la vida se logra con sacrificio; a veces mucho, a veces no tanto.
Ver los títulos en verdad me enorgullece, aunque algo quedó pendiente dentro de mi corazón: mi padre no me vio triunfar. Claro, fue testigo de apartes del pregrado, pero no pude agradecerle su valiosísimo apoyo regalándole alguna buena camisa, quizá un pantalón holgado para los calores caribeños o uno de tantos buenos abrazos que nos dimos pero que, a estas alturas, no parecen los suficientes.
Disciplina ¡Ah! Cualidad que me inculcó mi padre. Gracias a él, a mi madre quien aún vive, a mis hermanos y sus diversos trabajos, a mi esposa y a mis tres hijos, he logrado cumplir el sueño por el que tanto luché y que hoy me alivia el alma a los 54 años: ser profesor.
Gracias, papá.
ÉDER BARRIOS
(*Esta historia contó con la narración y la investigación del periodista Juan Rodríguez Pérez, redactor de ELTIEMPO.COM)
Si quiere compartir su testimonio con nosotros en la sección #CómoSalíDe puede escribirnos al correo albsua@eltiempo.com. Todas las historias son valiosas para este espacio.

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