Rosalba Duarte Sánchez es una venezolana de 35 años que se graduó como licenciada en gestión ambiental, en San Cristóbal, estado fronterizo del Táchira, pero trabaja como vendedora ambulante en el lado colombiano de la frontera con Venezuela: el desempleo rampante y la situación económica de su país han impedido que ejerza su profesión.
Al mediodía, cuando el calor arrecia en medio de la romería de gente que se amontona en el sector de La Parada, a pocos metros del Puente Internacional Simón Bolívar (entre la población venezolana de San Antonio y el municipio de Villa del Rosario, en Norte de Santander), Rosalba, acompañada de sus tres hijas, hace fila a las afueras de una casa antigua, donde la Iglesia Católica adecuó un hogar de paso para alimentar a los venezolanos que llegan al sitio.
Esta iniciativa se gestó entre las paredes de la parroquia San Antonio de Padua, ubicada en el centro de Cúcuta, donde la Pastoral Social de la Arquidiócesis abría todos los días un comedor comunal para extranjeros, como Rosalba y sus pequeñas, pero al ver que el flujo de personas con necesidad de un plato de comida aumentaba, los clérigos decidieron alquilar un inmueble con un terreno baldío, de 1.500 metros cuadrados en su parte trasera, en pleno sector limítrofe con Venezuela.
“Esto arrancó desde hace muy poco y de manera discreta, con apoyo del padre David Cañas y de los movimientos apostólicos de Cúcuta. (…) La gente que llega acá es muy diversa, son personas que arriban al territorio nacional a comprar arroz, aceite, azúcar y los elementos mínimos de subsistencia. También hay pobres, trabajadores, gente de clase media, que a veces vienen desde Caracas a comprar medicamentos y retornan. Esta casa es un pequeño consuelo para estos venezolanos, les damos un vaso de agua fresca, un café y un plato de comida caliente”, indicó el monseñor Víctor Manuel Ochoa Cadavid, obispo de Cúcuta.
En las mañanas, los encargados del albergue distribuyen cerca de 600 fichas a ciudadanos del vecino país, sin embargo, el número de raciones que entregan a diario desborda esa cifra: en una jornada han alcanzado a repartir hasta 2.000 almuerzos en las 70 mesas de plástico y comedores de cemento que jóvenes voluntarios organizan para ubicar a las personas.
El menú que se prepara allí es diverso: desde un plato de arroz con pollo acompañado de una tajada de pan, hasta una sopa de menudencia. Los alimentos utilizados en la preparación son productos donados por fieles católicos de la capital nortesantandereana.
“Estamos muy agradecidos por esta atención que nuestros hermanos colombianos hacen a diario. Al otro lado de la frontera vivimos con hambre, en medio de un desempleo terrible y en lo único que consigo trabajo es como vendedora ambulante. Lo poco que consigo a veces no me alcanza para comer y por eso venimos hasta acá, a recibir estas ayudas”, relató Rosalba Duarte, beneficiaria de este comedor.

La iglesia brinda alimentos a los venezolanos que han salido de su país y se han ubicado en la frontera.
Carlos Ortega / EL TIEMPO
Mujeres como ella y niños como sus tres hijas integran el segmento demográfico más vulnerable del fenómeno migratorio que origina en Norte de Santander el flujo diario de 45.000 personas entre Colombia y Venezuela, según un perfil migratorio elaborado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Cancillería colombiana.
A pesar de este alarmante indicador, el hogar Divina Providencia es el único espacio en esta zona de frontera donde los extranjeros pueden aliviar sus necesidades alimentarias, en un ambiente tranquilo y cordial. ¡El hogar fue creado para ellos!
Para que este tipo de iniciativas se fortalezcan y se multipliquen la Defensoría del Pueblo ha sido categórica en exigir el diseño de una política pública orientada al migrante, en la cual no solo se brinde alimentación, sino también una asistencia integral con miras a reestablecer sus derechos al acceso de salud, educación y empleo.
GUSTAVO CASTILLO
Corresponsal de EL TIEMPO
CÚCUTA
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