—¡No te vayas a morir, no me vayas a dejar sola! —le suplicaba Saida a su esposo Wilton. Él se estaba desangrando. Le apretaba las manos intentando calmarla y luego la soltaba para pedirle, señalando con los dedos, que le metiera la lengua dentro de ese mazacote de sangre que era su boca. Una lengua que se asomaba —como una culebra— por el hueco que le dejó la bala que una hora antes le había atravesado la cara de un solo fogonazo, a la altura del pómulo derecho. Otro disparo le rozó la parte trasera de la cabeza sin causar más daños, según el reporte de Medicina Legal.
(Ingrese al especial 'Una lucha verde que les costó la vida').
—Tenemos tantos sueños, tantas metas, una hija por la que tenemos que luchar —le respondió él, hablando como si tuviera un trapo entre los dientes; una voz que flotaba en medio de ese río rojo y desbocado por el que se le escapaba la vida.
—¿Te sientes mal? —le preguntó Saida.
—Muy mal —respondió, descolgando la cabeza.
—Me miró, miró al papá, sonrió y cerró los ojos. Y yo sentí que me moría con él—dice Saida García con el alma acuchillada mientras recuerda la noche del 14 de enero del 2019, cuando mataron a su esposo: Wilton Fauder Orrego León, guardaparques del Parque Nacional Natural Sierra Nevada de Santa Marta desde mayo del 2016. Tenía 38 años.
—Fue una muerte tranquila, serena, como era él: un hombre tranquilo y conciliador. Porque él parecía el abuelito que siempre apaciguaba las aguas —dice la mujer.
Saida y Wilton se conocieron el 13 de julio del 2002. Ella recuerda la fecha porque ese día, apenas se vieron por primera vez, se enamoraron para siempre. Él había llegado meses atrás a trabajar como jornalero en un cultivo de plátanos. Y ella estudiaba secretariado ejecutivo. Siete meses más tarde se casaron en una notaría de Santa Marta y la ceremonia religiosa ocurrió en la iglesia evangélica Cuadrangular, donde se congregaban, y se fueron a vivir juntos en la casa de la familia de Saida. Tenían las manos vacías, ni un solo peso, pero su amor siempre fue abundante. Al poco tiempo nació Sheilis Milena, su hija. La pareja empezó a ganarse la vida vendiendo minutos de celular y montaron una cacharrería donde colgaban chanclas y pantalonetas, y más adelante abrieron una carnicería.
(‘Nos matarán a uno, pero nacerán miles’: historia de una muerte anunciada).

Wilton Fauder Orrego León, el guardaparque de Parques Nacionales asesinado, era apreciado por sus amigos y familiares.
Archivo particular
Ambos eran campesinos —pobres como casi todos los campesinos colombianos— y fueron desterrados de sus territorios a causa del conflicto armado: cerca de ocho millones según las estadísticas del Gobierno.
Él nació en el corregimiento de Mingueo, en Dibulla, La Guajira, y los paramilitares los sacaron a patadas de su parcela. Ella y su familia fueron expulsados por la guerrilla y los paramilitares desde San Juan Nepomuceno, Bolívar.
Y se juntaron en Don Diego, una vereda al oriente de Santa Marta, sobre el río que lleva el mismo nombre: un paraíso entre la selva y el mar, sobre la troncal del Caribe, que conduce a Riohacha, a hora y media de la capital del Magdalena. Un corredor cada vez más apetecido por el turismo, en uno de los destinos más bellos, biodiversos y visitados de Colombia.
En el 2019, antes de la pandemia, el país recibió 4’352.086 visitantes, de los cuales más de 2,8 millones eran extranjeros, según el Ministerio de Comercio, Industria y Turismo. Y Santa Marta aportó 400.000 viajeros a esa cifra, lo que deja claro que el turismo es una de las industrias con mayor crecimiento y potencial, aunque esté lejos de ser una industria inocente.
(Los guardaparques y líderes ambientales asesinados en Colombia).
Ya mi hijo cumplió dos años de muerto y todavía es hora que no se sabe nada. Los que lo mataron no están presos por el caso de él. Es como si hubieran matado a un animal
“A pesar del potencial económico de la región, una de las principales fuentes de financiación de los grupos armados ilegales, así como de las estructuras criminales, tiene que ver con lo que se ha denominado el oro verde, es decir, la industria del turismo. En Buritaca y Bahía Concha, por poner dos ejemplos, tras la fachada de ser peajes pertenecientes a las comunidades, se está cobrando el ingreso a los turistas; un porcentaje de lo recaudado termina yendo para las arcas de ‘los Pachencas’”, denunció la Defensoría del Pueblo en la alerta temprana 045 del 7 de mayo del 2018. Ya hablaremos de ‘los Pachencas’.
Es un destino reconocido tanto afuera y como dentro de nuestro país como un santuario de naturaleza con playas de arena dorada, bañadas por un mar color turquesa; dos parques nacionales naturales (Tayrona y Sierra Nevada de Santa Marta) y por un parque arqueológico: Teyuna, la ciudad perdida de los tayronas, a la que se llega luego de caminar varios días por entre bosques y ríos, y considerada como el Machu Picchu de los colombianos.
(Colombia, uno de los países donde más matan líderes ambientales).
Y ese portafolio turístico se ha venido extendiendo hacia la troncal del Caribe, con una cosecha imparable de hostales y hoteles —baratos y de altísima categoría— que surgieron a propósito del auge de Palomino: un corregimiento vecino —perteneciente a Dibulla, La Guajira— de calles de tierra y sin agua potable ni acueducto que desde hace unos 15 años se convirtió en el destino hippie y mochilero de la región. Palomino queda, precisamente, a 20 minutos del hogar de Wilton y Saida, en una región donde, desde hace varias décadas, no se mueve la hoja de un árbol sin que lo permitan los paramilitares del clan de Hernán Giraldo, conocidos en los últimos años como ‘los Pachencas’ .
Un clan.
Un imperio.
Una monarquía.
Un gobierno paralelo e indestronable.

'No podemos quedarnos llorando a nuestros muertos. Tenemos que seguir luchando en honor a esos hombres que perdieron la vida por nosotros', Saida García, esposa de Wilton Orrego.
Héctor F. Zamora / EL TIEMPO
‘Los Pachencas’ son reductos del desmovilizado frente Tayrona de las extintas Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), que entregó las armas en el 2006. Giraldo, más conocido como el ‘Patrón’, al igual que otros jefes paras, fue extraditado a Estados Unidos. Pero regresó a Colombia el pasado 25 de enero después de pagar una condena de 12 años. Aunque su futuro judicial es incierto, fue condenado en el 2019 —13 años después de su sometimiento al sistema de Justicia y Paz— por cientos de crímenes: homicidios, desapariciones forzadas, torturas, secuestros. Su expediente reúne 706 hechos criminales de todo tipo, entre ellos, el abuso sexual de decenas de niñas y jovencitas de la Sierra. Por eso, no es nada extraña esa cosecha de adolescentes y jóvenes adultos que llevan su sangre, aunque no necesariamente su apellido.
En estas tierras fecundas —compartidas por seis etnias, por campesinos, colonos y desplazados por la violencia— muchos celebraron su regreso al país, así siga tras las rejas. Aunque fue extraditado, nunca estuvo ausente del todo porque aquí sus hijos mayores se han encargado de perpetuar su legado perverso de coca, miedo y muerte.
Y uno de sus hombres —se sabría después— fue el que mató a Wilton.
Un tal ‘Planchita’.
Nosotros somos víctimas de la guerrilla, de los paramilitares, de Parques Nacionales y de la Unidad de Víctimas
Son varios los investigadores y académicos que han denunciado hasta la saciedad, a costa de recibir amenazas contra sus vidas, todos los males que han causado los paramilitares en esta región. Uno de ellos es el estadounidense John Myers, quien estudió Ciencias Políticas y Política Ambiental Internacional en su país. John vino a Colombia por primera vez en 2001 para conocer y explorar las aves de la Sierra Nevada de Santa Marta. Y desde entonces se convirtió en un estudioso de todo lo que pasa en esa región.
“La Sierra fue el primer sitio del mundo donde se dieron cuenta de que podían exportar marihuana de alta calidad hacia Estados Unidos en los 60, en la bonanza marimbera. También influyó la cercanía con Venezuela. Así que todo este territorio megadiverso se convirtió en un centro de acopio, logístico y de producción de drogas”, advierte el investigador. Y añade que luego llegaron los paramilitares, que siguen mandando y extorsionando, aun después de la desmovilización del 2006.
(El líder campesino del Alto Sinú al que mataron por decirle 'no' a la coca).
Luis Fernando Trejos, profesor de la Universidad del Norte, insiste en que a toda esta violencia de los paramilitares hay que llamarla así: pos-Auc (Autodefensas Unidas de Colombia), pues está clarísimo que nunca han dejado ni piensan dejar su poderío. Y recomienda que esta organización política y militar tan robusta y poderosa debería ser intervenida por el Gobierno si se quiere evitar más derramamiento de sangre.
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Saida y Milena, esposa e hija de Wilton Orrego, mantienen su legado.
Héctor F. Zamora / EL TIEMPO
Antes de ponerse la camisa azul que distingue a los funcionarios de Parques Nacionales y de comprometerse a luchar por la preservación de los recursos naturales, Wilton hacía todo lo contrario: conformaba una asociación de aserradores que tumbaba los bosques para comercializar la madera. Ceibas e higuerones centenarios de hasta 40 metros de altura terminaron convertidos en salas, camas y comedores. Y también participó en la iniciativa de la comunidad de Don Diego, que invadió un lote baldío donde funcionaba una platanera. Y allí levantó su casa, a orillas de la carretera. También se hizo con un lote donde construyó la casa para sus papás.
Pero Wilton, al igual que Saida, eran líderes. Y por eso lo contrataron en Parques Nacionales: conocían sus capacidades y sabían que su situación era la misma de su comunidad; los colonos y su eterna disputa por el territorio. Un problema que se le salió de las manos al Estado colombiano hace mucho tiempo y del que no hay información consolidada. Personas que se vieron obligadas a invadir áreas protegidas y cuyo interés no era más ambicioso que conseguir un ranchito para vivir y un lote para cultivar la tierra. Aunque también hay muchos que arrasaron bosques enteros para explotarlos con una industria muy contaminante: la ganadería.
Y todos los colonos —grandes y pequeños— se encontraron con el muro que les puso Parques Nacionales: nadie puede vivir dentro de un área protegida. Ni vivir, ni construir ni sembrar plátano ni maíz ni yuca. Y menos —mucho menos— levantar hoteles y hostales ni infraestructuras turísticas. Pero nadie hace caso y nadie hace nada. Y las alternativas que les han ofrecido, a cambio, siempre han sido insuficientes.
(Edwin, el nasa que 'se convirtió en árbol').
“Nosotros somos víctimas de la guerrilla, de los paramilitares, de Parques Nacionales y de la Unidad de Víctimas”, dirá indignado Amílcar Orrego, el padre de Wilton.
La contratación de Wilton no les cayó bien a todos. No parecía coherente que un aserrador y un invasor de la Sierra, como la mayoría de hombres de la vereda, ahora los invitara a cuidar los bosques y a seguir las instrucciones de Parques.
Tras la fachada de ser peajes pertenecientes a las comunidades, se está cobrando el ingreso a los turistas
Y ocurrieron sucesos que generaron mayor presión. Seis meses antes de que lo mataran, en julio del 2018, desalojaron a seis familias que invadieron un lote en predios de la Sierra Nevada. Las instituciones del Estado los despojaron de lo poco que tenían y no les plantearon ninguna solución. Y tres meses después, en noviembre, desconocidos quemaron la sede de Parques Nacionales: todos asumieron que fue una retaliación ante el desalojo. “Hay que matar a uno de esos hijue… de Parques para que dejen de ‘chimbiar’ tanto”, se escuchaba por ahí.
Tito Rodríguez era jefe del Parque Sierra Nevada de Santa Marta. Y era el jefe de Wilton. Llevaba 20 años haciendo carrera. Dos meses después del incendio de su sede recibió amenazas de muerte. Tres días antes del homicidio de Wilton le llegó un mensaje en el que le decían que lo iban a matar. Y entre sus colegas rondaba la misma información. La Policía le asignó un escolta, un botón de pánico para que se comunicara ante cualquier señal de peligro y un celular. Más adelante, la Unidad Nacional de Protección le asignó una camioneta blindada, dos escoltas y un chaleco antibalas. Pero solo unos meses, pues esa entidad le notificó —a través de la resolución 0FI19-00420888— que, si bien sabían que su vida corría un riesgo extraordinario, no estaban en capacidad de seguirle brindando esa protección. Le dejaron el chaleco antibalas, el botón de pánico y el celular. Y Tito supo que debía huir si no quería que lo mataran.
(Historias de líderes ambientales asesinados en Colombia).
Viajó a Estados Unidos junto con su esposa, sus dos hijos, de 9 y 10 años, y con Nala, una perrita criolla que habían adoptado. Su meta: llegar a Canadá. El 12 de noviembre del 2019 llegó a Miami con su familia y emprendió un peregrinaje por Estados Unidos hasta llegar a la frontera con Canadá, donde los esperaba una hermana de su esposa. Él llevaba lista la documentación para pedir asilo político en ese país, donde tuvo que empezar de cero. Tan lejos, ganándose la vida haciendo lo que sea en un lugar extraño, despojado de todo, hasta de la posibilidad de comunicarse porque a sus 50 años escasamente mastica unas palabras en francés. Pero está vivo.
***

Saida vende mochilas tejidas a mano. Cada una está inspirada en una historia diferente.
Héctor F. Zamora / EL TIEMPO
El día que mataron a Wilton, el 14 de enero del 2019, Saida sintió mucha angustia. La intuición, tal vez.
Después de hablarlo muchas veces con su esposa, él decidió hacer mejoras en el local donde su suegra tenía un restaurante a orillas de la carretera, al otro lado del río Don Diego. Ellos vivían exactamente al otro lado de ese río de aguas color esmeralda y por donde bajan los turistas flotando en neumáticos de camión mientras contemplan monos aulladores y cientos de pájaros de plumajes fantásticos, de todos los colores, como el paujil de pico azul y el quetzal dorado: un bellísimo ejemplar pintado de verde brillante y rojo escarlata que representa uno de los símbolos de Santa Marta.
(Así apagaron la voz de Francisco Parra, el guardián de Caño Cristales).
Wilton inició las obras en el local de su suegra, Cenaida, tratando de evitar cualquier impacto. Usó guaduas y otros materiales de origen vegetal. Sabía muy bien que estaba prohibido hacer cualquier tipo de construcción en esa área protegida por el Estado a través del sistema de Parques Nacionales Naturales: una entidad fundada en 1960 y encargada de proteger los pulmones naturales de Colombia, sin garras ni dientes y siempre con un precario presupuesto para custodiar más de 14 millones de hectáreas (más del 11 por ciento del territorio continental colombiano) en 59 parques naturales en todo el país y que ha tenido que resistir en medio de la guerra de las últimas seis décadas. Científicos, biólogos, guías y campesinos inermes, como Wilton, deben proteger nuestro patrimonio natural en medio de las balas de los grupos armados ilegales y de las mafias de la droga.
A las 7:15 de la noche del 14 de enero, cansado, Wilton regresó a la casa, al otro lado del río Don Diego. Estaba agotado y al día siguiente tenía un compromiso muy temprano con la iglesia cristiana a la que iba con Saida. Ella y su hija se quedaron en el local de artesanías donde venden mochilas elaboradas por mujeres arhuacas, koguis y wayús: tres de las etnias del territorio. Se despidió sonriendo.
El estruendo seco de dos disparos retumbó en la carretera. “Mi hija me preguntó: ¿esos fueron disparos? Yo le respondí: ‘no sé, toca preguntarle a tu papá’”, dice Saida, y su voz ronca y dulce a la vez empieza a temblar, como una hoguera que se va a apagar. “Mi hermano Harold me llama y me dice: aquí hay un herido”. Harold la recoge en la moto, llegan a la casa en pocos segundos y se encuentran a Wilton tendido en el piso.
—¿Qué pasó? ¿Tú viste quién fue? ¿Discutiste con alguien? —preguntó ella. Y fue cuando le descubrió esa tronera en la boca, producto de la bala que le había perforado el pómulo derecho. Intenta hablar, pero no se le entiende nada. Se levanta, tapándose la cara con un trapo. Un vecino, dueño de una camioneta vieja de platón, se ofrece a llevarlos al centro de salud de Guachaca. Wilton camina como si no le hubieran acabado de pegar dos balazos y entra al carro sin ayuda, no sin antes despedirse de su hija, levantando el pulgar derecho en señal de que todo saldrá bien. Lo acompañan Saida y su padre, Amílcar. A los 15 minutos llegan al centro de salud del corregimiento de Guachaca, que es el fiel reflejo del sistema de salud de este país: no había nada. Y solo le dijeron que Wilton se veía muy mal y que debía ir a una institución de alta complejidad, pero que debía esperar a que llegara una ambulancia desde Santa Marta que podría demorarse más de dos horas.
(Impunidad, el sello de los casos de líderes ambientales asesinados).
—¿Más de dos horas? ¡Pero mira que Wilton se está desangrando! —recuerda Saida con una voz que ya no tiembla: se rasga, como si le pasaran una cuchilla por la garganta. La enfermera le advierte que si se lo llevan será bajo su propio riesgo. Saida firma un documento de mala gana y decide aceptar el tanque de oxígeno —el único— que había.
Leonidas Rincón, pastor de la iglesia evangélica donde Wilton y Saida se congregaban, los recogió en una camioneta Toyota Hilux. Y empieza una carrera contra la muerte por la troncal del Caribe.
Saida le tapa el roto de la cara con su propia camisa.
Saida escurre la camisa, empapada de sangre.
Saida lo abraza y le pide que aguante, que él es muy guapo.
Saida le recuerda que es el amor de su vida y el amor de la vida de su hija, Sheilis.
Entre señas, Wilton le pide a su mujer —tan bella, con ese pelo negro en una cola de caballo, con esas caderas anchas— que le arranque el oxígeno: ya no había nada, solo agua. Se estaba ahogando. “Cálmate, cálmate, estoy bien”, les decía a ella y a su padre masticando las palabras, intentando dominar esa lengua —esa culebra— que se le escapaba por semejante hueco. Wilton escupe burbujas de sangre, coágulos que parecen hígados de pollo. Y escupió la bala. Saida sintió un leve alivio y le dijo: “Mi amor: ¡escupiste la bala!”.
(José Yimer Cartagena, el líder que soñó un Alto Sinú sin coca).
A eso de las 8:25 de la noche llegaron a una clínica privada de Santa Marta, la más cercana, pero no lo recibieron porque era eso: una clínica privada y ellos no podían entrar ni tenían con qué pagar. “Pero ¿cómo no lo van a atender? ¿Para qué tienen esta mierda si no pueden salvar a las personas?”, escupió —disparó— Saida. Y retomaron su carrera contra la muerte, rumbo al hospital Julio Méndez. Wilton ora, como buen cristiano y canta alabanzas que tararea pero que no se entienden. Y tienen esa última conversación en la que hablan de ese amor tan infinito, de su hija, de los sueños por cumplir.
—¿Te sientes mal?
—Muy mal.
Y perdió el conocimiento.
Llegan al hospital. Reciben a Wilton. Y a los pocos minutos un médico se acerca a Saida y le informa: “No se pudo hacer nada. Tu esposo llegó sin signos vitales”.
Saida se desmorona.
Saida llena el hospital de alaridos.
Saida le reclama al universo por arrebatarle al amor de su vida.
Saida brama ríos, mares.

Wilton Orrego, líder ambiental asesinado.
Héctor F. Zamora / EL TIEMPO
Y desde esa noche tiene un cuchillo atravesado entre el cuerpo y el alma. Tiempo después, conversando con una amiga médica, ella le explicó que una atención oportuna y de calidad le hubiera salvado la vida a Wilton. Que esa herida en la cara y la garganta se pudieron haber remendado, pero que no eran necesariamente mortales. Pero a Wilton la vida se le escapó gota a gota. Duró una hora y 20 minutos vivo y consciente desde que un paramilitar de ‘los Pachencas’ irrumpió en su casa y le disparó.
A Wilton no solo le dispararon para matarlo. El nefasto sistema de salud de este país lo dejó morir.
***
No soportamos más la indiferencia y la falta de garantías para el desempeño de nuestras labores como guardaparques en Colombia
“Con mucha tristeza y enorme indignación, damos la noticia de que un miembro del equipo de Parques Nacionales fue asesinado en la zona de Perico Aguao, en el Parque Sierra Nevada de Santa Marta. Un hombre joven, de 38 años, con una familia; con una esposa y una hija de 15 años, que cumplía una labor fundamental para Colombia y el mundo que es la protección de esa riqueza natural extraordinaria que hay en la Sierra Nevada de Santa Marta”, expresó en la cuenta de Twitter de Parques Nacionales Naturales la entonces directora Julia Miranda, quien estuvo al frente de esa entidad durante más de 16 años —tiempo en el que tuvo que enterrar a varios de sus compañeros asesinados y ver que otros tenían que huir para salvar sus vidas— y quien fue removida de su cargo en diciembre del 2020. En su reemplazo nombraron a Orlando Molano, exdirector del Instituto Distrital de Recreación y Deportes de Bogotá (2016-2019).
Miranda añadió: “Estamos dolidos porque en esa zona hay una gran cantidad de amenazas a la integridad del parque nacional, a la seguridad de la gente que vive allí y a la seguridad de los funcionarios”.
Julia Miranda Londoño, nuestra Directora General lamenta y rechaza el cruel asesinato de uno de nuestros compañeros guardaparques en el Parque Nacional Natural Sierra Nevada de Santa Marta @MinAmbienteCo @IvanDuque pic.twitter.com/a98YhwGLJ1
— Parques Nacionales Naturales de Colombia (@ParquesColombia) January 15, 2019
Son 13 los mártires de Parques Nacionales que han sido asesinados en los últimos 30 años, según datos de esa institución. Y tres de ellos han ocurrido en territorios de Santa Marta: Héctor Vargas y Martha Hernández, jefes del Tayrona. Al primero lo mataron en septiembre de 1994. Era biólogo marino y tenía 41 años. Lo emboscaron en la carretera, cerca de Santa Marta. Lo mataron dentro del carro. Y a la segunda, zootecnista de 44 años, la mataron el 29 de enero del 2004, en su casa en Santa Marta. Al día siguiente viajaría de vacaciones a Panamá con su esposo, el biólogo Carlos Hernández. El mismo esposo que la llora todos los días y que la recogió masacrada, con seis balazos en el cuerpo. A ambos los mandaron a matar los paramilitares —según ha quedado claro en los expedientes— pues les habían pedido que se salieran del Tayrona, donde eran amos y señores y controlaban las rutas del narcotráfico y el ingreso de los turistas. Y el 14 de enero del 2019, los mismos paramilitares mandaron a matar a Wilton Orrego.
“No soportamos más la indiferencia y la falta de garantías para el desempeño de nuestras labores como guardaparques en Colombia”, expresaron los sindicatos de los trabajadores de Parques, Sintraparques y Sinambiente, a propósito del asesinato de Yamid Silva, funcionario del Parque Nacional El Cocuy, a comienzos de enero del 2020. Dejó una viuda y tres hijos pequeños. Otro caso en la impunidad.
En el caso de Wilton, se sabe que hay un detenido: Fernando Basante Gutiérrez, alias Planchita, jefe de sicarios de ‘los Pachencas’. En su celular encontraron conversaciones del plan para matarlo. ‘Planchita’ está encerrado en la cárcel de Cómbita, Boyacá, por concierto para delinquir, extorsión y homicidio, por otros crímenes ya comprobados, pero no puntualmente por el de Wilton. La investigación no ha avanzado.
***
El 20 de diciembre del 2020, llegando a Palomino, los recién casados Nathalia Jiménez y su esposo, Rodrigo Monsalve, de 36 y 40 años, fueron raptados en el mirador más espectacular de toda esa región del Caribe: un acantilado desde donde el mar se revela en todos los tonos del verde y el azul. El hecho fue noticia nacional. Había imágenes grabadas de ese día en las que aparecían dentro de su camioneta Ford EcoSport. Ella era una bióloga reconocida por su defensa del territorio y por impulsar la agricultura sostenible. Él era antropólogo, también ambientalista y DJ en las discotecas de Santa Marta. Al día siguiente de la desaparición, la Policía informó que sus cuerpos fueron encontrados, encadenados a un árbol, con las caras cubiertas con capuchas. Les metieron, a cada uno, un balazo en la cabeza, según la Policía, para robarlos.
Ximena Cáceres, la madre de Natalia, no cree en esas versiones. Y asegura que a su hija la mataron por ser una líder ambiental en esa zona del país. “Ella quería a los animalitos, quería a la tierra, quería a sus campesinos, por eso la mataron”, ha dicho la mujer, que ha tenido que cargar con el dolor más grande de una madre —ese que no tiene nombre—: tener que enterrar a un hijo. Y reclama la verdad. El mismo dolor de la mamá de Wilton, que no solo tuvo que enterrarlo a él, también enterró a su hijo menor, Ortinso Rafael. Tenía 13 años y había salido con su papá a arrancar yuca cuando una culebra mapaná, que se topó en el camino, le clavó los colmillos en el brazo derecho, el 23 de diciembre del 2008.
La madre que perdió a sus dos únicos hijos se llama María Etelvina León. Intenta hablar, de pie, en el ranchito donde vive con su esposo, Amílcar. Dos pendones con fotos de sus hijos muertos cuelgan en una pared en obra negra. En el fondo hay varias cajas con canastas de los aguacates y plátanos que venden en la carretera.
“Que hagan tan siquiera justicia. Ya mi hijo cumplió dos años de muerto y todavía es hora que no se sabe nada. Los que lo mataron no están presos por el caso de él. Es como si hubieran matado a un animal. Somos tantas madres buscando a sus hijos y buscando la verdad”, llora María Etelvina.
Saida y su hija caminan por la playa en la que desemboca el río Don Diego: anchísima como una autopista. Y admite que, pese a ese dolor en el alma, no quiere quedarse en el papel de víctima. Eso sí, aclara que más que justicia, espera conocer la verdad.
(Conozca otros casos de líderes ambientales asesinados).
“He aprendido a salir de las cenizas y con mayor empoderamiento. No quiero dejar nuestros sueños tirados”, dice Saida, tan líder de su comunidad, tan brillante que es, tan inteligente y hasta políglota: habla español y arhuaco y kogui y wayú: tres de las lenguas del territorio donde vive. Saida nos muestra el área del bosque que ha venido reforestando con la asociación de exaserradores de Don Diego, de la que es representante legal, y luego vamos a visitar uno de los viveros donde siembran y cultivan todo tipo de árboles para seguir compensando el daño que causaron en el pasado al ecosistema y con el que se ganan unos pesos.
(Vea el especial 'Una lucha verde que les costó la vida')
“No podemos quedarnos llorando a nuestros muertos. Tenemos que seguir luchando en honor a esos hombres que perdieron la vida por nosotros”, dice Saida, y reconoce que, pese al dolor por la ausencia de su marido, se levanta cada día con una nueva ilusión.
JOSÉ ALBERTO MOJICA PATIÑO*
Enviado especial de EL TIEMPO
Editor de Reportajes Multimedia
Twitter: @JoseaMojicaP
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