“¡Huelen a cadaverina y siendo paisas hablan mal de su propia tierra, por eso no merecen vivir!”, dijo una voz a través del teléfono. Pedro Nel Valencia fue quien recibió aquella llamada.
Él había llegado a dirigir EL TIEMPO en Medellín a mediados de 1989 por recomendación de Juan José Hoyos, a quien Rafael Santos buscó desde Bogotá para que le ayudara a recomponer la oficina que había quedado acéfala tras su salida y luego del obligado traslado del periodista Luis Cañón, quien por amenazas tuvo que dejar la ciudad.
En esa época eran frecuentes las llamadas atemorizantes. Una noche, estando Pedro en su casa, sonó el teléfono. Al otro lado de la línea, una voz áspera de hombre le dijo en tono moroso que fuera a ver cómo iba a quedar la casa de EL TIEMPO porque le acababan de dejar un regalito que en cualquier momento explotaría.
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Pedro se comunicó con el comando de la Policía Metropolitana poniendo en conocimiento de las autoridades la nueva amenaza. Salió y llegó hasta la sede del periódico ubicada, a principios de los años noventa, en una esquina de la avenida Nutibara con la carrera 76, en las inmediaciones de la iglesia La Consolata, en Laureles.
Era una casa de dos pisos, con una amplia sala en el primero, dos cuartos y una cocina. A la segunda planta se accedía por unas escalas tapizadas y barandas de madera, donde había un cuarto convertido en oficina para el jefe de redacción y otro con cuatro escritorios para los periodistas, más un viejo teletipo. También tenía balcón y una enorme terraza cuyo voladizo daba a la avenida.
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“¡Huelen a cadaverina y siendo paisas hablan mal de su propia tierra, por eso no merecen vivir!”
A las once de la noche la policía acordonó el sector. La casa seguía en pie. En los alrededores todo era oscuridad y soledad, nadie a esa hora transitaba por el lugar. Después de una prolongada búsqueda infructuosa de objetos sospechosos en el jardín que circundaba la construcción, Pedro y los uniformados ingresaron a la edificación. Tampoco hallaron nada extraño.
La guerra, sí. La guerra, porque no era aquello que se vivía otra cosa distinta a la zozobra, la alarma permanente, la inquietud constante por el estallido intempestivo de carros bomba accionados a nombre de un grupo que a comienzos de esos años apareció haciéndose llamar ‘Los extraditables’, con un grito de batalla: “Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”.
La intimidación tuvo mayor saña contra los medios escritos de Bogotá. Entre ellos EL TIEMPO, pero El Espectador fue el que más padeció el rencor del llamado cartel de Medellín, bajo órdenes de Pablo Escobar.

Pablo Escobar.
Archivo El Tiempo
No contentos con asesinar el 17 de diciembre de 1986 a su entonces director, Guillermo Cano, tres años después los narcoterroristas destruyeron las instalaciones del diario en Bogotá con el estallido de una poderosa bomba de 135 kilos de dinamita.
Los empleados del periódico en Medellín también sufrieron los embates de la furia de los asesinos. El 10 de octubre de 1989, la gerente administrativa del diario en Medellín, Marta Luz López, y el jefe de circulación del diario en esta misma ciudad, Miguel Soler, fueron asesinados.
Bajo esas circunstancias de peligro, para ningún periodista de la región resultaba atractivo trabajar para un medio capitalino. El grupo de periodistas de EL TIEMPO renunció y Pedro no encontraba con quién reemplazar las vacantes, entonces fue cuando pensó en mí. En aquella época, yo cubría judiciales en el Radioperiódico Clarín. Recién egresado de comunicador social de la Universidad de Antioquia.
Pedro nunca me ocultó la realidad de lo que pasaba. Me habló de esa atmósfera de inquietudes y sobresaltos, pero también me contó que la idea era bajarle el tono a la información de orden público, que escribiríamos historias que hablaran de una ciudad y sus gentes que, en medio de las bombas y las balas, soñaban y creaban.
Además de esas prerrogativas periodísticas, la empresa nos pondría a trabajar clandestinos desde una oficina diferente. Allí la sede no figuraría como de corresponsales, sino de contadores públicos.
Se llamaba Correa y Asociados, Contadores Públicos, y estaba ubicada en el octavo piso de un edificio llamado Nuevo Alpujarra, al frente del Palacio de Exposiciones.
La oficina era amplia, sin divisiones y con un enorme ventanal que dejaba ver el occidente de la ciudad. La estrategia del camuflaje resultó ser tan efectiva que no hubo más llamadas amenazantes y, en cambio, la gente llegaba solicitándonos asesorías en contabilidad. Mauricio Correa, alto y delgado, era el periodista que cubría económicas y al prestar su apellido para el camuflaje, también era quien respondía a requerimientos de la gente disculpándonos porque no podíamos ayudarlos, puesto que teníamos demasiadas cuentas por llevar.
Pese a que no había ningún tipo de publicidad, ni siquiera un letrero en la puerta, no entendíamos por qué casi siempre tocaba alguien a nuestra puerta esperando que le resolviéramos una duda relacionada con una declaración de renta o un impuesto por pagar.
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Por mucho que lo intenté, junto con mis otros compañeros, esto del periodismo recluido o enclaustrado resultaba bastante aburrido porque, entre otras razones, el oficio se ejerce básicamente en la calle y en contacto con la gente.
Esa forma secreta de trabajar nos mantenía a salvo de las turbulencias desatadas por el llamado narcoterrorismo, pero nos ponía esas otras dificultades, en ocasiones, insalvables.
Treinta años después vivimos otro aislamiento. Las circunstancias son distintas, es cierto. El aislamiento de ahora es para proteger la salud y la vida, el de antes era por el temor que infundía la guerra. Pero, en esencia y pese a la conectividad de ahora, es la misma sensación sorda y pesada de estar atrapado en un entramado que escapa a tu dominio.
En esa oficina, y bajo ese ropaje clandestino, EL TIEMPO funcionó hasta principios de 1991. La decisión la reversó el director, Hernando Santos, tras el secuestro de su hijo, Francisco Santos.
El jefe de redacción de EL TIEMPO fue secuestrado el 19 de septiembre de 1990 en una acción desarrollada por un comando del cartel de Medellín.
En ese hecho fue asesinado su conductor y escolta, José Ibáñez, quien recibió tres disparos en la cabeza.
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Don Hernando consideró, entonces, que no había por qué seguir trabajando con periodistas anónimos, encubiertos o clandestinos y pidió que saliéramos a dar la cara, sin dejar que el miedo nos acobardara. Volvimos a la casa de La Consolata.
Pero, al poco tiempo de haber desempacado, una violenta explosión sacudió a la ciudad y nos puso otra vez frente al ineludible sentimiento de soledad y frustración. El 16 de febrero de 1991, a las 6:18 de la tarde, minutos después de terminar la octava corrida de la feria taurina de Medellín, un vehículo cargado con explosivos debajo del puente elevado, en el cruce con la avenida San Juan, fue activado. Esa tarde los muertos fueron 28 y 140 personas quedaron heridas.

La detonación dejó 28 muertos y 140 heridos. Foto: Archivo EL TIEMPO
Archivo EL TIEMPO
Esta noticia terminaría relacionada ineluctablemente con la posterior renuncia de Pedro Nel y la reactivación de las llamadas amenazantes. Tres días después del atentado en La Macarena, el martes 19 de febrero, fue hallado muerto el médico Conrado Prisco, quien estaba desaparecido. El médico, egresado de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, fue acusado de pertenecer a la banda de Los Priscos y de estar relacionado con el atentado a la plaza.
Ese mismo martes, cuando el cadáver fue encontrado por la Policía, EL TIEMPO circuló con una noticia originada en Bogotá en la que corroboraba esa información. Esa mañana llegué a la sala de redacción temprano para seguir investigando sobre el ataque terrorista que aún tenía sumida a la ciudad en una rara sensación de temor creciente.
El teléfono timbró y contesté. Al otro lado de la línea una voz me preguntó por el jefe de redacción. Le respondí que no había llegado. Entonces me dijo pausada y sentenciosamente: “Ustedes mataron a Prisco y esa vida la pagan con una de ustedes”. Me quedé inmóvil sosteniendo la bocina. Un breve silencio.
Sobreponiéndome, atiné a decirle que no era nuestra culpa, que la noticia había sido escrita en Bogotá. Pero su respuesta certera y lógica en su papel de intimidador fue: “EL TIEMPO es el mismo aquí o en Bogotá”. Y colgó.
Pero todavía no había terminado de instalarse el miedo cuando en la tarde hubo otra llamada. Esta vez Pedro Nel contestó. Reiteraron la amenaza: “Ahora siguen ustedes. También los vamos a volar”.

Portada de EL TIEMPO tras atentado en Medellín.
EL TIEMPO
El ánimo se vio de nuevo perturbado y un sobrecogimiento volvió a invadirnos. Volvimos a encerrarnos sin saber qué hacer.
Pedro Nel buscó prestado un escritorio y una máquina de escribir. Se sentó y redactó una escueta carta de renuncia en la que dejó en claro que nadie parecía comprender la dimensión del terror, pese a que uno de los líderes de la empresa continuaba en poder de los narcotraficantes.
La sala de redacción volvió a verse en crisis. Apenas cumplía un año en el periódico y pensé también en renunciar. María Eugenia Salazar no lo dudó y renunció. Luis Benavides, el fotógrafo, y Francisco Fernández, el redactor de deportes, se mostraban tranquilos e imperturbables.
Pedro Nel nos reconvino diciéndonos que no quería que la partida suya pareciera un amotinamiento, que nos quedáramos, que tomáramos medidas de precaución, que tal vez las amenazas eran solo eso: amenazas que no se concretarían.
El resto nos quedamos y la oficina volvió a empezar la búsqueda de un timonel, la ciudad también se debatía entre el miedo y la esperanza buscando ese guía que la rescatara del caos.
En esos principios de los años noventa, inciertos y perturbados, la presencia de la muerte era constante. En 1991 hubo 6.809 asesinatos en la ciudad. Además de la violencia y el terrorismo del cartel de Medellín, estaban los enfrentamientos armados y los asesinatos selectivos desplegados por el Eln, las Farc, las milicias articuladas a ellos, los paramilitares del Bloque Metro, Cacique Nutibara y el Frente José Luis Zuluaga, y las denuncias contra miembros de las Fuerzas Armadas del Estado: Ejército y Policía involucrados en esas confrontaciones. La gente estaba en un toque de queda no decretado por las autoridades, sino por el miedo.
JORGE IVÁN GARCÍA
Editor de EL TIEMPO
MEDELLÍN