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Medellín

‘¿Qué ganaron con la bomba? ¿Rompernos los sueños?’

Lady Ivone, Shirley María Laurens, Yasmine y Natalia, un grupo de compañeras de los tiempos en que fueron mujeres soldados.

Lady Ivone, Shirley María Laurens, Yasmine y Natalia, un grupo de compañeras de los tiempos en que fueron mujeres soldados.

Foto:Archivo particular

La historia de Shirley, víctima de carro bomba de las Farc contra el Gaula en Medellín, en 1999.

Diana Rincón
“¿Qué ganaron con la bomba?”, querría preguntarles mirándoles a los ojos. “¿Qué ganaron?”, repite sin disimular un hondo resentimiento que no logra vencer. “¿Dañarnos la vida? ¿Rompernos los sueños?”
Calla un instante para tragar saliva y no llorar. “No ganaron nada”, se responde.
Le sobran motivos para la rabia. Aunque es consciente de que necesita pasar página, perdonar y olvidar. Pero aún lo persiguen las imágenes dantescas que sucedieron a la explosión.
Y todavía tendrá que pasar varias veces por el quirófano para retirar esquirlas. Y tomar las pastillas que le recetaron de por vida que le ayudan a apaciguar angustias. Y aceptar cualquier empleo temporal; los fijos se volvieron imposibles con la excusa de su historial médico.
Ocurrió un día que pintaba brillante. Madrugaron como de costumbre. Formación a las 4 de la madrugada en la Brigada IV de Medellín, desayuno, salir a la calle y caminar un par de cuadras hasta la oficina.
Saludó a sus compañeros al llegar. Preparaban un operativo especial. Habían localizado la guarida donde escondían a una secuestrada, hija de un ganadero, y acudirían a liberarla.
Shirley, 19 años, la única mujer del grupo, la consentida, se veía integrando el equipo de rescate en unos años. Apenas llevaba diez meses en el Gaula del Ejército y estaba biche para una misión compleja y arriesgada.
“A las 6 de la mañana me senté en el escritorio. Mi mayor Moreno nos ordenó organizar todo y yo colaboré en lo que pude. Los vi salir confiados en que lograrían el objetivo”, relata. “A las 2:45 regresaron. Había sido un éxito. Nos abrazamos, celebramos por la alegría de la familia de la secuestrada y por nosotros. Estábamos felices. Los compañeros se quitaron los chalecos, guardaron los fusiles. Yo también tenía chaleco antibalas porque en ese tiempo todos los usábamos en el Gaula”.
“Como a los cinco minutos trajeron una bolsa de regalo. Entre todo el grupo me compraron unos tacones y un vestido para salir con ellos a festejar. Me acuerdo perfectamente de la pinta: pantalón negro, camisa beige. Puse la bolsa a un lado y en ese momento sentimos el ruido de una camioneta grande chocando contra el edificio.
Nuestra oficina daba a la calle. El centinela, no sé por qué, gritó: ‘¡Costeña!’. Alcancé a ver que el carro lo presionó, quedó como partido en dos, botando mucha sangre. Lo primero que hice fue coger el fusil y enseguida escuchamos una enorme explosión y luego granadas”.
“Me volteé a mirar (llora) y vi la mitad del cuerpo de un compañero, uno de los que me habían dado el regalo. Tenía los ojos abiertos y sin un bracito. Había humo y candela por todas partes; pensé que estaba soñando (llora). Ahí reaccioné, ¡Dios mío, una bomba! Cuando quise moverme, ya no podía. Veía a mi alrededor brazos, piernas. Pensaba: ¡Dios mío, tengo que salir de aquí! Pero no podía moverme, y no sabía si era por la impresión de ver en ese estado a mis compañeros”; hace un alto y traga saliva.
“Comenzaron a caer cosas y de un momento a otro, un pedazo de una plancha del techo se me cayó encima. Me reventó la nariz y una parte de la cara. Sangraba mucho. Sentía un ardor en la cabeza y me di cuenta de que tenía el cabello completamente quemado. Miré mi brazo izquierdo y vi un pedazo de hueso, no se me cayó por un cuerito; lo que hice fue cogerlo para sujetarlo. No sé si era tanto el dolor, que no me dolía nada”, vuelve a hacer una pausa.
“Por la nariz partida, me estaba ahogando con mi propia sangre. Volteaba a mirar y solo veía brazos y piernas de mis compañeros. Sentía que ya me iba. En ese momento pensé en mi papá, en que no le hice caso, y en mi mamá, y empecé a pedirles perdón. En mi lucha por vivir le pedía a Dios: ¡Ayúdame, sácame de aquí! De un momento a otro escuché una voz linda que me decía: ‘Tienes que salir de ahí’. Eso me dio fuerzas.
“Intenté levantarme y no pude, esta pierna estaba volteada hacia atrás, las botas estaban quemadas, el músculo de la mandíbula, abierto, chorreaba sangre y comencé a vomitar. Yo me arrastraba, y al arrastrarme tenía que separar restos de compañeros (llora). Todavía caían cosas y me cayó algo en el hombro. Lo cogí para apartarlo y era un pedazo de brazo (llora). Para poder salir me tocaba pasar por encima y mirarlos.
Fui la única viva, los cinco murieron. Estaba el fiscal, estaban Pita, Chica...
“Llegó un momento en que perdí las fuerzas y no pude más. Entonces sentí que alguien me agarró y lo único que escuché fue: Ahí viene algo, ¿qué es eso? Pues, eso era yo saliendo, lo poquito que quedaba de mí. A lo último sentí ambulancias y cuando llegué al hospital, perdí el conocimiento. A mí mamá le dijeron que no tuviera esperanzas, que esperara lo peor”.
Desde hace un par de años, Shirley sale con Fáber Calle y siente que recupera la felicidad, aunque hay momentos en que se retrae y pierde la mirada en un horizonte vacío.

Desde hace un par de años, Shirley sale con Fáber Calle y siente que recupera la felicidad, aunque hay momentos en que se retrae y pierde la mirada en un horizonte vacío.

Foto:Archivo particular

Primeras mujeres

Si hubiese seguido los consejos de sus progenitores, Shirley María Laurens sería modelo o secretaria ejecutiva bilingüe, el futuro que querían para la mayor de sus tres niñas. Se habían trasladado con sus cuatro hijos –un varón y tres mujeres– desde su Barranquilla natal a Envigado, y la existencia familiar transcurría sin sobresaltos.
A los 17 años de edad, a punto de cumplir 18, Shirley tenía otros planes para ella. Soñaba con pertenecer al Ejército, al CTI, al Gaula.
Corría el año 1998 y le parecía una manera de aportar su granito de arena al país en aquella convulsa época.
Se lo comentó a su mamá. “¿Cómo se te ocurre?”, fue la respuesta. Había comprado la libreta militar a su hijo para que no prestara el servicio y su hija le venía con esas. Pero Shirley no estaba dispuesta a rendirse.
Estando en la cafetería de la universidad, escuchó un anuncio animando “a las mujeres con empeño, a pertenecer al Ejército”. Anotó el número de teléfono que repetían y al poco tiempo se apuntó a la lista de aspirantes.
“Le decía a mi mamá que me iba a la universidad y marchaba a la brigada. Éramos muchas para doce cupos”. Fue pasando las pruebas médicas y otras de distinta índole, como una para comprobar que no tenía tatuajes ni cirugías estéticas. No querían modelos vestidas de camuflaje. En el corte final quedaron 20 para la segunda promoción de mujeres soldado.
“Nos dijeron que esa noche llamaban a la casa”, anota Shirley. A las 9 marcaron. Corrió a contestar. “Le habla el capitán Álvarez. Bienvenida al Ejército de Colombia, está preseleccionada. Debe estar aquí a las 4 de la mañana, con sudadera y cepillo de dientes”.
Se armó de valor y confesó a su madre la verdad.
“¿Por qué me hace eso? No la voy a apoyar”, fueron las primera palabras de su mamá.
“Me puse a llorar. Es mi futuro, no el suyo, no se va a tirar mi vida”, suplicaba. A medianoche, su madre entró a la pieza y la abrazó. “No estoy de acuerdo, lo que le pase es responsabilidad suya, no es la vida que ni yo ni su papá queríamos para usted, pero la acompaño”.
Entrar en una brigada con 1.200 reclutas, de espíritu machista, y con resistencia de ciertos sectores a su incorporación fue otro reto para Shirley y sus compañeras. El primer instructor gritó un saludo premonitorio de lo que les aguardaba:  “Bienvenidos al infierno”.
Les tocaba hacer lo mismo que a los hombres y había quienes las insultaban porque no creían que el Ejército fuera cuestión de mujeres. “Algunos no entendían que esa vocación le corre a una por las venas”, dice Yasmín Calderón, compañera de Shirley.
A Shirley, apodada la 'Costeña', se le daban bien las armas. Tanto que la escogieron para representar a la brigada en un concurso de francotiradores de las unidades castrenses asentadas en Medellín. “Me asusté un poco; era la única mujer, pero dije, yo voy”.
Ganó la competición con tres disparos certeros. “Fue mi entrada al Gaula, uno de mis sueños”, recuerda Shirley.
A su mamá, sin embargo, le pareció un castigo. “Ella vivía asustada. Me decía: ‘¿Por qué tú?, hay más gente’ ”.

El infierno

En Gran Bretaña hay periódicos que diferencian a los sobrevivientes heridos en un atentado, entre quienes padecieron daños físicos “que no afectarán su vida diaria” y los que experimentarán “un cambio radical en su existencia”.
Estos últimos son, además, los olvidados. Shirley es una de ellas.
El carro bomba que pusieron las Farc contra las instalaciones del Gaula del Ejército, en el sector del estadio de Medellín, a escasos metros de una clínica pediátrica, el 30 de julio de 1999, dejó nueve muertos, cuatro de ellos civiles, y una treintena de heridos. Shirley fue la única de extrema gravedad.
Dos meses permaneció en el Hospital Militar mientras le reconstruían el rostro, el brazo, la pierna. Sus papás fueron su soporte, jamás le reprocharon la decisión de entrar al Ejército que tanto les asustaba. Regresó a la brigada, al dormitorio con sus compañeras, para facilitar las idas a las consultas médicas y la rehabilitación.
“Después de la bomba, nunca fue lo mismo para ninguna de nosotras, nos dejó marcadas. Se acabó la alegría, nos opacó mucho a todas saber que la ‘Costeñita’, alegre, bonita, con un cabello hermoso, ya no era la misma; perdió la autoestima, hablaba muy poco”, comenta Leidy Ivone Giraldo.
Y aún quedaba el mazazo definitivo. A los veinte días de volver Shirley, la guerrilla lanzó cilindros contra la brigada en la noche. La explosión zarandeó el dormitorio de las mujeres. Shirley convulsionó del pánico.
"Ese ataque la acabó de hundir psicológicamente. Una vez escuché a un sargento mayor decir: ‘Esa está loca'. Me dolió mucho”, apunta Leidy Ivone. “A Shirley la mandaron para la casa, y al resto de nosotras nos aceleraron la salida. A mí nunca me hirieron, pero quedé con malos recuerdos”.
Tarjeta de conducta expedida a Shirley, tras la explosión de la bomba que la dejó con secuelas de por vida.

Tarjeta de conducta expedida a Shirley, tras la explosión de la bomba que la dejó con secuelas de por vida.

Foto:Archivo particular

Locura

“Cuando estaba en el hospital, yo no quería escuchar lo que vi. Quería que me dijeran: tus compañeros están en la otra habitación. Soñaba mucho con ellos”, rememora Shirley. Cuando volvió a su casa y dejó para siempre la brigada, empeoró al punto de que debieron ingresarla en el hospital psiquiátrico de Bello. “A toda hora me decía, ¿por qué no hice nada? ¿Por qué no los ayudé? No lograba borrar las escenas de la bomba”.
Los meses del psiquiátrico fueron un calvario que aún le cuesta superar. “Nos daban pastillas, nos inyectaban, nos dopaban, vivía todo el día sonámbula. Había un soldado conmigo –también a él le mataron unos compañeros– que sufría síndrome de persecución. Una vez estábamos almorzando y ese soldado entró en crisis. Cogió la cuchara –no dejaban tenedores ni cuchillos– la partió, me agarró, me tiró al suelo y me iba a chuzar. Gritaba: “Los voy a matar, mátenme a mí”. Le pusieron una camisa de fuerza, yo entré en una crisis y también me chuzaron y me mandaron para la pieza. Una vez fue a verme mi mayor y yo les suplicaba a él y a mi mamá: sáquenme de aquí, me voy a volver loca, no puedo más”.
Un día, su madre, compadecida, decidió firmar un documento haciéndose responsable de lo que le pasara a Shirley. Debía seguir con sus medicamentos y tenían que vigilarla porque la tentación del suicidio siempre la rondaba.
“Mi mamá mandó acondicionar la casa, esconder cuchillos, poner rejas, porque yo sentía un ruido y salía corriendo. Duré mucho tiempo con ganas de quitarme la vida. Mis compañeros muertos me llamaban: ‘Vamos todos’ (llora). Si no me la quité con lo que fuera, fue porque mi mamá me descubría. Para ella fue muy duro, pero nunca me reprochó mi decisión de entrar al Ejército”.
No se atrevía a salir a la calle por temor al rechazo de la gente, dadas las secuelas que le dejó la bomba. Solo acudía a las cirugías, más de 30, con un buzo, y a las citas médicas y psicológicas.
“Mi mamá lloraba mucho y una vez se sentó conmigo. Me dijo: ‘Yo te amo como eres tú, así como estás te ves hermosa. Salgamos pero sin el buzo, tú puedes, eres muy berraca’”. Shirley dudó un buen rato hasta que aceptó.
“Mucha gente me miraba y una que conocíamos se acercó y dijo: ‘De Shirley no quedó nada’. Salí corriendo. Hasta que un día entendí que esa vida fue la que me tocó y había que enfrentarla”.
También la ayudó el nacimiento de su hija. Aunque los médicos aseguraban que no podría tener hijos, quedó embarazada de un novio. “Mi madre me mantuvo viva, pero la que me devolvió la alegría y la vida fue mi hija. Luego tuve dos más”.
Habría querido volver al Ejército, pensó en tocar puertas, “pero conociendo las reglas sabía que no servía y lo descarté. Tengo una pequeña pensión y necesito un empleo para complementar, pero me cierran las puertas por lo que pasé, piensan que una está loca. De vez en cuando hago turnos para remplazar compañeras en la Fundación Huellas de Amor, que cuidan ancianos, y a mí eso me gusta”.
Desde hace un par de años sale con Fáber Calle y siente que recupera la felicidad, aunque hay momentos en que se retrae y pierde la mirada en un horizonte vacío. “Tengo esquirlas en el cuerpo, cinco en la cara por una granada, otra en la mandíbula, en el entrecejo... Hay veces que molestan, una me maltrata bastante en el cuello, los tímpanos se me reventaron y sufro dolores terribles cuando hace frío”.
Lo que más la apremia, sin embargo, es cerrar las heridas del alma. “En medio de un sueño en tantas depresiones que he tenido, alcancé a decirles a mis compañeros (*), yo voy a ir donde están. Es como un peso, un anhelo, localizar donde sepultaron a cada uno y llevarles flores, hablarles, decirles tantas cosas. Éramos un equipo muy unido, estábamos como en luna de miel, eran los tiempos de la ilusión, del compañerismo, de la magia. Y yo tenía muchos sueños por cumplir, apenas estaba empezando”.
(*) Soldados Óscar Fernando Gallego y León de Jesús Gaviria Varela; fiscal Néstor Enrique Niño López; agente del DAS Luis Alberto Díaz Yanes; agente del CTI Franklin Rocha Olaya.
SALUD HERNÁNDEZ-MORA
Especial para EL TIEMPO
Diana Rincón
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