Luego de dos noches de viaje, en medio del agitado mar, los 12 marinos de la Armada Nacional ya ven la pequeña isla en el horizonte.
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Falta poco. Parece un día tranquilo, hace sol, pero las olas estremecen como una hoja al pequeño bote inflable o zódiac, que navega entre aguas cristalinas infestadas de tiburones.
Después de varias maniobras logran, por fin, pisar la playa de arena blanca de la que brota un vapor que parece capaz de derretir las botas de los infantes.
El pequeño cayo Serrana, de apenas 600 metros de largo por 400 de ancho, parece a simple vista un indefenso paraíso perdido en medio del Atlántico, pero es capaz de doblegar a los marinos más avezados que se atrevan a pisarlo.
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Los marinos solo viven por algunas temporadas en estas islas.
EL TIEMPO
No es un mito. Lleva su nombre por el español Pedro Serrana, que naufragó en sus aguas en 1526 y se refugió en este pedazo de tierra durante ocho años. Logró sobrevivir comiendo la carne de las inmensas tortugas que llegaban a anidar y utilizando sus caparazones para recoger el agua de las lluvias.
Cuando lo rescataron, el navegante español estaba casi en huesos, como un salvaje con pelos largos y ropas viejas.
La odisea de Serrana fue narrada por el mismísimo Inca Garcilaso de la Vega en 1590 en un fragmento de su obra Comentarios reales y, además, le sirvió de inspiración a Daniel Defoe para escribir su majestuosa novela Robinson Crusoe’
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“La isla Serrana, que está en el viaje de Cartagena a La Habana, se llamó así por un español llamado Pedro Serrano, cuyo navío se perdió cerca de ella, y él solo escapó nadando, que era grandísimo nadador, y llegó a aquella isla, que es despoblada, inhabitable, sin agua ni leña”, escribió Garcilaso del Vega.
Los 12 marinos desconocen la historia de Pedro Serrana, pero están preparados para sobrevivir los 60 días que estarán en el ambiente hostil de este cayo, que, junto con los pequeños islotes de Roncador y Serranilla, es el territorio habitado más lejano de Colombia hacia el norte, a unos 1.400 kilómetros de Bogotá en línea recta, muy cerca de Jamaica, y en límites con Honduras y Nicaragua.
Para llegar hasta acá sufrieron los mareos por las más de 36 horas en buque desde San Andrés y luego tuvieron que desembarcar en el pequeño zódiac inflable por la baja profundidad de sus aguas.
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En Serrana, los mayores enemigos son la nostalgia y los peligros del mar. Cada uno de los 60 días que aquí duran son largos, como en ningún otro lugar del país, pues en esta isla amanece a las 5 de la mañana y anochece hacia las 8:30.
Estando en la playa, los marinos visten su uniforme pixelado y cargan su fusil. En un morral llevan tenis, ropa interior, una cuchara, un plato y un vaso hecho en acero inoxidable. Todos sudan y tambalean, la temperatura es superior a los 31 grados y el viento los golpea a 26 kilómetros por hora.
El cabo Luis Fernando Caballero está al mando de los marinos que llegan a la isla, donde en su playa los recibe el cabo Carlos Luque, quien le deja a cargo el comando del Batallón de Policía Naval Militar Número 11 Isla Serrana.

Una de las complicaciones es llevar desde el buque hasta el lugar donde se alojan los víveres que necesitarán para un mes de subsistencia.
Manuel Alzate
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Los dos comandantes forman a sus hombres. El grupo que se va les cuenta a los recién llegados las pericias que deben conocer para sobrevivir en el cayo y no sucumbir ante el agobio de estar en medio de la nada. Luque le dice a Caballero que la misión es mucho más grande de lo que pareciera.
Lo es. Gracias a la presencia histórica de estos 12 hombres, en este lugar inaccesible, Colombia pudo argumentar ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya que tenía soberanía de estos territorios y solo continúa en litigio con Nicaragua las aguas que lo circundan.
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Las únicas veces que los cayos quedan desocupados es cuando algún huracán, entre julio y noviembre, amenaza con pasar cerca. Al emitirse la alerta, un buque va de emergencia y saca a los marinos.
Luque, barranquillero de 27 años, dice que estando en Serrana aprendió a criar los hijos que todavía no tiene. En esta isla se convirtió en papá de jóvenes bachilleres a quienes debe formar como militares en esta misión y como seres humanos para Colombia.
“Aparte de ser un papá, uno debe ser un poco de todo. Soy el psicólogo y también hago de amigo. Se hace de muchas cosas porque la relación que uno establece con el infante es lo que garantiza el éxito de la operación”, le dice Luque como recomendación a Caballero antes de estrechar sus manos, despedirse y abordar el zódiac que lo llevará al buque.
Uno de los últimos en dirigirse al buque es el infante Miller Bello, quien por poco sucumbe a la nostalgia en la isla. El bogotano, de 20 años, es un joven de rostro serio y reservado.
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Soy un hombre que no cuenta mucho de la vida, soy cerrado. Acá la soledad es dura, ahoga más que el mismo mar, pero estando acá todos nos contamos las cosas, terminamos siendo familia
Ya en la tarde, el grupo de Caballero queda en completa soledad. Entonces, cobran vida las palabras que les decían los infantes que partieron. Las islas Roncador, Serrana y Serranilla se asemejan a la Luna, algunos saben que están allí, arriba de todo, pero son muy pocos quienes llegan a pisarla.
En el horizonte no se ve nada diferente al mar y recorriendo la isla no hay más que arena blanca y caliente bordeando una tupida vegetación de inmensos árboles. Caballero y los infantes pasan entre un camino rocoso que por años han construido los marinos de turno rumbo a la casa para resguardarse del sol.
Tras descargar las maletas y fusiles, el cabo da su primera orden a cargo de la comisión: bajar los alimentos que los tendrán a salvo durante un mes. En 30 días exactos el mismo buque volverá para abastecerlos.
Los infantes comienzan un arduo trabajo de fuerza y de vigilancia celosa. Es posible que el fuerte oleaje provoque la caída de parte del mercado y sea arrastrado por el mar o que un pez hambriento salte al inflable para llevarse algo de comida.
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En 12 viajes en el zódiac desde el buque a la isla se trasladan los bultos con 25 kilos de papa, 15 libras de tomate de árbol, 13 libras de maracuyá, tres piñas verdes, 10 libras de tomate verde, una libra de ajo, tres kilos de plátano verde, 8 libras de limón, 10 libras de yuca, 10 libras de cebolla cabezona, 10 libras de cebolla larga, 4 kilos de papa criolla y tres libras de pepino. También lentejas y fríjoles, y arroz, todo el que se pueda. Asimismo, más de 30 galones de plástico con agua limpia, los cuales se destinan exclusivamente para cocinar o beber, pues para bañarse deben usar el agua que almacenan en un pozo cada vez que llueve.
Cada uno de los hombres que llega a la isla tiene algún conocimiento que lo hace útil para el equipo; hay dos cocineros, un motorista, un electricista, alguien experto en sistemas, un escribiente y también enfermeros. Todos pasaron por pruebas psicológicas y físicas antes de ser escogidos para la misión.
El cabo Caballero llega a Serrana luego de batallar por las difíciles zonas del Caquetá, donde los patrullajes por la selva pueden traer consigo un combate inminente, pero jamás tanto aislamiento.
La lejanía es tal que solo una gran embarcación tendría la autonomía de llevarlos a 237 kilómetros a San Andrés o a 673 kilómetros a Cartagena.
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En Serrana conviven 12 marinos que a diario realizan ejercicios militares a más de 30 grados de temperatura.
Manuel Alzate
Antes de avanzar en su carrera en la Armada, el cabo pasó por la Universidad Simón Bolívar, en Cúcuta, de donde es oriundo, para estudiar Ingeniería de Sistemas, pero quizá impulsado por la muerte de uno de sus siete hermanos, quien prestaba servicio militar, decidió hablar con su esposa, Melina, e ingresar al curso de suboficial.
Acá, en Serrana, su batalla es contra la soledad. No hay telefonía que brinde señal para comunicarse con sus seres queridos y mucho menos internet, aunque sí tuvieron, pero ya hace varios meses que lo quitaron.
Las únicas conversaciones que pueden tener es entre ellos o con ‘Wilson’, un coco al cual le dibujaron ojos bien abiertos y una boca sonriente, emulando a Tom Hanks en la película Náufrago.
Cada militar trae consigo un celular, en la lejanía no sirve de mucho, pero allí alojan el álbum fotográfico de sus seres queridos. Estas imágenes son el aliciente y el anhelo de volver pronto.
“Antes de venirme a la comisión envié videos de saludos, de aprecio, de amor. Hice varios videos para mi esposa, Melina, mi hijo Emmanuel y mis papás, quiero que no se preocupen por mí. Pese a estar lejos y sin poder hablarles, voy a estar bien”, cuenta Caballero.
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Aunque todo está planeado para que las familias tengan la fortaleza de que sus hijos están en buenas condiciones, en la isla la nostalgia puede hacer añicos a cualquiera por más valentía que se tenga. Terminan por comprender que en la vida de un marino nunca se ve nacer a sus hijos ni morir a sus padres, como si fuera una frase que hace parte del entrenamiento.
“Felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace”: Jean Paul Sartre.
Con este mensaje se despiertan los infantes en Serrana a las 6 de la mañana. En el cayo siempre hay alguien de guardia vigilando con un telescopio que en las aguas no haya alguna embarcación realizando pesca sin las debidas autorizaciones. De ser así deben alertar con un teléfono satelital al comando en San Andrés para que el barco de la Armada Nacional más cercano haga la inspección necesaria y evitar el daño de la reserva de biósfera de Seaflower.
Serrana hace parte de la reserva de biósfera de Seaflower, la cual cuenta con más del 77 por ciento de las áreas coralinas someras de Colombia y es la tercera barrera coralina más grande del mundo.

Las aguas que rodean a los cayos Roncador, Serrana y Serranilla hacen parte de la reserva de biósfera de Seaflower.
Foto: Santiago Estrada / Fotógrafo de la Expedición Científica Seaflower Isla Cayos de Serranilla 2017 CCO
Cada dos horas, los marinos cambian de guardia y comienzan a recorrer la isla. Así han avistado muchas especies marinas que rodean el cayo.
El infante Miller Bolaños camina por Serrana y se para en una piedra para ver los animales en una piscina natural, donde se ven los corales a simple vista.
Sabe que no puede aventurarse a ingresar al mar. Si decide quitarse las botas, podría pisar uno de los cientos de erizos que rodean las orillas de la playa. Si se sumerge, su sangre puede que despierte la curiosidad de algún tiburón que habita este punto, como el de arrecife del Caribe o el gato, cuyas especies en crecimiento infestan estas aguas al estar en periodo de crecimiento. Buscan estas zonas sin tanta profundidad como hábitat para huir de otros peces más grandes que los pueden atacar.
Otro peligro es que los filosos dientes de una barracuda lo muerdan a la altura del tendón, un riesgo que estando tan lejos es preferible no tomar.
Uno como ser humano sabe reconocer el peligro, qué se puede hacer y qué no. Hay que tener cuidado, hay tiburones, barracudas y rayas. No hay necesidad de acudir al mar por más bello que se vea
“Uno como ser humano sabe reconocer el peligro, qué se puede hacer y qué no. Hay que tener cuidado, hay tiburones, barracudas y rayas. No hay necesidad de acudir al mar por más bello que se vea”, manifiesta Caballero.
La base militar donde conviven los infantes es una casa de madera pintada de azul y de palafito con tres habitaciones y un lugar común. Una es para el comandante del puesto, en otra alojan el mercado y en la última están los camarotes de los marinos. En la sala cuentan con un computador donde hacen los informes diarios y un televisor. Allí, cada noche, ven una película antes de intentar dormir.
Luego del desayuno, Caballero forma a sus hombres para hacer ejercicios militares en un rústico gimnasio que hicieron con palos y piedras de la propia isla y salen a trotar por los bordes de la playa pese al inclemente calor.
Hacia el mediodía, los cocineros llaman a sus compañeros a que pasen por sus alimentos y se dirigen hacia un comedor cuyo techo de palma los cubre del fuerte sol que a esta hora los sofoca. El infante Sebastián Molina, un neivano de 19 años, dice que está viviendo en un paraíso tan distante que se olvidó hasta del número de su celular. En la mesa todos se cuentan secretos familiares y coinciden en que darían todo por una llamada a las madres.
“Me di cuenta de que pesa más un lápiz que un fusil. Nunca llamaba a mi mamá, acá me doy cuenta de su importancia y lamento las veces que decidí pasar por alto un plan familiar”, dice Sebastián.
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En la isla, los primeros días son de exploración y conocer para qué sirve cada cosa, como la planta y los paneles solares que les dan la energía, las antenas para que las embarcaciones se ubiquen o idear opciones de llenado del pozo profundo donde se aloja el agua con la cual se bañan.
En la misma sala de la casa palafítica azul hay una pequeña biblioteca cuyos libros son devorados por los infantes. Tras un descanso, los jóvenes se dividen en dos equipos de cinco personas y saltan descalzos a la arena para jugar fútbol con un viejo balón de tela, el cual es arrastrado por el viento, al igual que las aves fragatas que casi chocan contra la arena. Cada infante apuesta su jugo de la cena, pues el agua de coco cansa después de un tiempo.
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Mientras la mayoría de los infantes juegan fútbol, Sergio Molina, uno de los infantes que hace las veces de cocinero, pica la cebolla y pone a fuego lento el arroz en una pequeña estufa que funciona con una pipeta de gas; así comienza a preparar la cena para sus compañeros en un cuarto de tabla ubicado detrás de la casa palafítica.
En Serrana, dice Molina, cada caminata los lleva al pasado, a recordar cada día feliz y también los tristes, a anhelar con todas las fuerzas, a extrañar, a llorar en silencio, y es cuando llegan al momento de la resignación, a recibir lo que venga sin reproche.
Abiertos a la admiración, la caminata les ofrece un espectáculo que todos en la isla aseguran vale cada día que pasarán incomunicados. Las tortugas marinas, inmensas y lentas, llegan a la playa de Serrana a cavar en la arena para anidar, las mismas que en su momento el viejo naufrago español comió para sobrevivir.
Los infantes las ayudan a cubrir los huevos y esta especie vuelve al mar. Unos días después, los marinos vuelven a los puntos que marcaron con palos para no perder la ubicación de los nidos y observar cuando los bebés caminan, dejando sus huellas de camino al agua, donde se van perdiendo de vista.
Al caer la noche ven las películas que oportunamente trajeron en memorias USB y las proyectan en el televisor, se preparan algo de beber, pues a las 9 de la noche el bochorno continúa.
Cuando hay luna llena, los infantes saben que no pueden dormir en sus camarotes, así que se visten con los uniformes deportivos y abandonan la casa, la cual en cuestión de segundos termina invadida de cucarachas, pues estos insectos siempre se alborotan durante esta fase lunar.
En la playa, huyendo de las cucarachas, los marinos cavan huecos y se sepultan en la arena para dormir a la intemperie. Al ver al cielo divisan la mayor cantidad de estrellas que jamás pensaron en sus vidas, dibujan con sus dedos las constelaciones Orión, Cruz del Sur y Pegaso y observan al horizonte a Júpiter brillar como en ningún otro lado. Cuentan hasta tres estrellas fugaces antes de sucumbir al cansancio.
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Al abrir los ojos para un nuevo día de soledad, miles de cangrejos ermitaños de todos los tamaños imaginables pasan con rumbo al mar dejando en la arena el rastro de sus pequeñas pinzas.
La vida allí pasa tan lenta y monótona que unas semanas pueden ser años para algunos.
Luego de dos meses, llega de nuevo a la playa de arena blanca el zódiac por Caballero y sus hombres. Se despiden del nuevo grupo que llega a vivir la experiencia y parten felices a tierra firme.
Luego de acabar acabar la misión, el cabo y sus hombres regresaron a sus casas para abrazar a sus familias y contarles sus historias. Dicen que después de vivir esos largos días y noches estrelladas en Serrana nadie regresa siendo el mismo.
Cristian Ávila Jiménez
Enviado especial de EL TIEMPO
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