El sol pegaba punzante sobre Llano Verde. En uno de los pasadizos de la calle con pequeñas viviendas en ladrillo a lado y lado, y donde habitan el hambre y los esfuerzos, el papá de Álvaro Caicedo arreglaba una moto para ganarse unos cuantos pesos.
Vio alejarse a su hijo, con su mismo nombre de pila, rumbo a las casas de sus amigos Jossmar Jean Paul Cruz y Léider Cárdenas.
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Álvarito, de 14 años, como le decía el papá, caminó frente a la cancha de fútbol que siempre le inspiró su pasión por el balón, al igual que a Léider y a muchos de los chiquillos en Llano Verde, en pantalones cortos y chanclas por un calor sofocante y por la escasez en este rincón olvidado de Cali. Allí, los sueños de progresar, estudiar una carrera universitaria o de tener empleo se quedan en eso, en sueños.
Después de una cuadra desde su casa, Álvarito dobló a la derecha para tomar la estrecha calle donde vivían Léider y Jean Paul. Él era el mayor de los cinco, con 16 años.
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Al grupo se les unieron Jair Andrés Cortés, compañero de colegio de Álvaro, y Luis Fernando Montaño.
No sospechaban que la muerte los aguardaba en esa mañana del 11 de agosto de 2020, en el aledaño cañaduzal de la hacienda Las Flores, un extenso terreno cuyos dueños lo tienen en alquiler.
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Llano Verde afronta problemas de seguridad y pobreza.
Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
Aunque un año después, los tres presuntos responsables de haberles arrebatado esos sueños de adolescentes están tras las rejas, nada ha cambiado en este barrio de desplazados y de quienes vivieron antes en asentamientos con riesgos de inundaciones.
Las familias de los cinco menores siguen a la espera de condenas ejemplares en los procesos judiciales contra los imputados.
Para dos de ellos, Juan Carlos Loaiza y Jéfferson Marcial Angulo, se iniciaron con sus capturas dos días después de los asesinatos. El proceso de Gabriel Alejandro Bejarano, señalado como el presunto perpetrador de los disparos a los menores, arrancó en enero de este año con su captura, luego de estar huyendo por túneles, casi de película, que había excavado en viviendas de Aguablanca, también en el oriente de Cali, hasta ser encontrado oculto en el norte del Valle del Cauca.
Aunque en un comienzo, la Fiscalía habló de que los tres detenidos podrían recibir entre 40 y 60 años de prisión, el pasado 28 de julio se conoció un preacuerdo en que Bejarano pagaría 38 años, pero con estudio y otros descuentos bajarían a 30. Esto significa que en 20 años podría estar en las calles con permisos.
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Los abogados Élmer Montaña y Luis Mejía, en nombre de las familias de los cinco menores, rechazan ese pacto e insisten en que se relacione el delito de tortura por las señales que presentaban, al menos, dos de las víctimas. El Juzgado 17 Penal del Circuito de Cali dejó sin vigencia el preacuerdo.
Pero las familias de estos cinco adolescentes pierden a diario esperanzas de que realmente haya justicia. De hecho, sobre Bejarano, conocido con los alias de Mono o Paisa, ya pesaban dos condenas por porte de armas y pese a ello, estaba evadiendo detención domiciliaria a la hora del crimen en ese cañal, rodeado de misterios por homicidios y algunas desapariciones.
“En un año todo sigue igual. Lo que hay es impunidad. Si le dan 20 años de cárcel a quien dicen que los mató, sería como aceptar 4 años por cada uno de los niños asesinados. Eso no es justicia. Eran niños, seres humanos”, dice Álvaro Caicedo.
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Esa misma indignación la tienen Joana Cárdenas, la mamá de Léíder, y sus tíos Francia y Luis Eduardo Cárdenas. “¡Queremos justicia!”.
A todos ellos aún les parece ver vivos a los cinco amigos, cuando esa mañana de aquel martes 11 de agosto se dirigieron hacia la zona de caña en un costado de Llano Verde. Tomaron un trecho que hoy se desaparece a plena vista, en medio de los sembrados.
Pero en ese día, el terreno estaba despejado hasta llegar caminando al lugar donde unas torres de energía están en pie, cerca de una de las montañas de basuras en el viejo depósito de Navarro.
Mientras el padre de Álvaro le dejaba el almuerzo listo a su hijo y se iba al rebusque, los menores estaban comiendo caña en ese lugar, distante de sus viviendas donde nadie los podía escuchar, si hubieran llegado a gritar con todas sus fuerzas. Habían llevado cuchillos para coger la caña y mascarla, a unos pasos de una especie de laguna, donde solían mitigar el sofoco, como en otras ocasiones lo hicieron.
No obstante, sus padres y familiares solían advertirles que no fueran al cañaduzal, porque escuchaban historias de que ese sitio y otros cañaduzales del oriente caleño se habían transformado en cementerios de desaparecidos.
En el caso de los niños, vecinos dicen que pudieron ser víctimas de quienes tenían la misión de asegurar ese terreno convertido en un callejón hacia sectores residenciales del sur de esta capital.
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Ese temido vaticinio se cumplió, pues la muerte encontró a los cinco chicos entre las 12:30 y la 1:30 de la tarde de ese 11 de agosto.
Tres hombres se comunicaban por radioteléfonos, cuando empezaron a perseguir a los adolescentes, de acuerdo con la investigación de la Fiscalía.

Familiares esperan que haya justicia en este caso.
Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
“Ya lo atrapé”, dijo uno de ellos. Su interlocutor le respondió: “Téngalo ahí, ya voy subiendo” y otro dijo: “Estoy persiguiendo a otro”. Uno de los hombres se movilizaba en moto. Eran tres voces masculinas, como consta en declaraciones dentro de los procesos judiciales.
De acuerdo con la Fiscalía, los menores fueron rodeados, obligados a hincarse en tierra hasta someterlos con sus rostros hacia el suelo y las manos arriba. No tenían sus camisas puestas. Luego retumbaron los disparos.
En la investigación, una declaración ante la Fiscalía de Juan Carlos Loaiza describe lo que, presuntamente, habría sucedido en ese cañaduzal.
"Yo llegué a eso de la 1:10, le modulé al 'Mono', como no lo vi en el primer punto, le modulé por la radio (...) me quito el maletín y lo dejo donde siempre (...)”, es el testimonio del detenido, de acuerdo con el ente acusador.
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“Alejandro, el ‘Mono’ me modula a la entrada al cañal. Yo cogí mi moto. Yefferson estaba en la guardia. Alejandro estaba escondido, me señala, yo llegué, apagué la moto. ¿Qué pasó allá? Vienen unos chinos (...) yo me monto en una montañita para mirar quiénes eran los que venían, miraron al cañal. Yefferson dice: 'Muchachos, ¿qué hacen?", sigue la narración.
"Alejandro le modulé: "(...) mucho cuidado que por acá estaban robando mucho'. En ese momento les iba a decir, pero le pregunté a un peladito que cuántos años tenía y en ese momento, Alejandro salió con la cara tapada y dijo: ‘Todos al suelo’, que no lo miraran a la cara, cuando Alejandro detonó a uno de ellos en la cabeza. Yo dije: ‘Dios mío’. Yo escucho dos impactos más. Yefferson dijo: ‘¿Qué hizo ese man?’".
Tengo que informar a la comunidad que desafortunadamente acaba de ocurrir una masacre , 5 fueron los fallecidos, algunos menores de edad , en el barrio Llano Verde
— Jorge Ivan Ospina (@JorgeIvanOspina) August 12, 2020
Nos dirigimos al sitio
Las víctimas recibieron tiros de gracia y quedaron tendidas boca abajo. Léider, a unos pasos de Luis Fernando. Más alejados estaban Jean Paul y el pequeño Álvaro, que tenía grandes cortadas. Una, en el cuello y otra, en la nariz. Luis Fernando también tenía una herida en cuello, al parecer, causada por un arma cortopunzante.
Tras el asesinato, los cinco cadáveres quedaron toda la tarde en el cañal con ese sol inclemente sobre sus espaldas. Allí también quedaron los cuchillos que habían llevado para comer caña.
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Uno de los testigos en todo este proceso le aseguró a la Fiscalía que después de la masacre se comenzó a decir: “La cosa está caliente, habían cogido a unos pelados, unos vigilantes en moto y que tenían armas”.
Don Álvaro volvió a su vivienda y la comida para su hijo seguía intacta en una olla. Supuso que no había regresado y ya eran las 5 de la tarde de ese martes.
“En mi corazón sentí algo raro”, cuenta este padre adolorido, oriundo de Caquetá como lo era su hijo. Ambos arribaron a Llano Verde, desplazados por la violencia, en 2017.
El padre, confundido salió hacia la casa de los Cárdenas, preguntando por Álvaro. Tampoco estaba Léider. Anochecía. El corazón le latió más fuerte y rápido, y el presentimiento creció. Podía estar en el cañaduzal.

Los jóvenes querían ser futbolistas, dicen en Llano Verde.
Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
“Vimos unas luces. Era como si se estuvieran haciendo señas y luego las apagaron. Después llegaron policías, pero hablaron pocos minutos con unos vigilantes. No se quedaron y no pareció más raro”, dicen las familias.
Ya era de noche y con una linterna, don Álvaro se abrió paso hasta que encontró a su hijo y lo volteó. Después llegaron Francia y los demás familiares de Léider, Jair y Jean Paul.
Dos días después explotó un petardo cerca del CAI de la Policía y del velorio de los cinco muchachos afro en la cancha de fútbol, causando otra muerte y dejando 14 heridos.
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Como nunca antes, las miradas de esa Cali que en Llano Verde sienten y la divisan lejana desde todo el extremo oriental de la ciudad se volcaron de manera masiva, como ninguno de los habitantes de este sector había visto antes.
Llegaron el presidente Iván Duque, el alcalde Jorge Iván Ospina, la gobernadora Clara Luz Roldán y el fiscal general de la Nación, Francisco Barbosa. Al unísono les dijeron a las familias que iba a caer todo el peso de la ley sobre los autores.
“Acá llegaron, prometieron ayudas, pero eso duró solo unas tres semanas”, dice Francia Cárdenas. “Después no volvieron”, anota.
En un año todo sigue igual. Lo que hay es impunidad. Si le dan 20 años de cárcel a quien dicen que los mató, sería como aceptar 4 años por cada uno de los niños asesinados
Las familias dicen que recibieron asesorías psicológicas, pero por un mes.
“Nada ha sido aclarado. No sabemos por qué los mataron. Nadie merece una muerte así”, repiten los dolientes al enfatizar en que en ninguna de las audiencias les han dado explicaciones de qué motivó los asesinatos y quién los ordenó, porque para ellos, habría más personas involucradas con alguien al mando.
“Si de mí dependiera yo cerraba ese cañaduzal”, dice Francia. Su miedo no es de hace un año por la masacre. En 2017, el hermanastro de ella y tío de Álvaro fue sacado de Llano Verde y luego encontraron su cuerpo en Charco Azul, también en el oriente de Cali. Tenían heridas por arma cortopunzante.
Esta familia, (la madre de Léider, su padrastro, sus dos tíos, una abuela, además de ocho niños, todos compartiendo la misma reducida casa en Llano Verde) no tiene recursos para irse a una vivienda más grande y buscar un mejor porvenir. Ellos cuentan que cuando llegaron al barrio ya arrastraban la tristeza por el asesinato del abuelo materno en Buenaventura. Eso los llevó a ser desplazados.
En el colegio Llano Verde, donde estudiaron Jair y Álvaro, recuerdan a estos muchachos extrovertidos, el primero, en séptimo grado y el segundo, en octavo. Recorrían bulliciosos el segundo piso de las instalaciones hasta llegar a sus salones.
"Eran como todo niño de acá de la zona, querían ser futbolistas", dice Diana Milena Gómez, coordinadora en el plantel.
Ella señala que Llano Verde necesita servicio de internet gratis, como una herramienta que hasta comienzos del año hubo, para que los estudiantes puedan tener facilidades de acceso a las clases en esta pandemia, pues muchos dependen de los datos en teléfonos celulares.
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Además, muchos de los procesos sociales de la Alcaldía se fueron frenando en este sector, en medio de las restricciones por el coronavirus y el paro.
La defensa de las víctimas sostiene que en este crimen múltiple hubo tortura, y se pregunta por los móviles y la autoría.
La Fiscalía señala que Juan Carlos Loaiza y Gabriel Alejandro Bejarano se la pasaban juntos, recorriendo Llano Verde y otros sectores. Se movilizaban en la moto que manejaba Loaiza, de 26 años.
Ambos tendrían vínculo con una dudosa empresa de vigilancia, cuyo dueño había sido capturado en 2019 por presuntos nexos con una red trasnacional, dedicada al tráfico de armas y narcóticos.

En Llano Verde consideran que hay impunidad. Piden que haya justicia pronto.
Juan Pablo Rueda. EL TIEMPO
En el caso de Jéfferson Angulo, oriundo de Magüí Payán, en Nariño, manejaba una maquinaria por obras para reforzar el jarillón del río Cauca. No es claro por qué Angulo estaba en el cañaduzal, si los trabajos en el dique se concentraban a kilómetros de donde ocurrió la masacre.
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La Fiscalía informa que reunió testimonios de testigos que habrían ubicado en el cañaduzal y a la hora de los asesinatos a Loaiza, a Angulo y a Bejarano.
Para las familias de los cinco adolescentes siguen los interrogantes. Solo les resta pensar que hubo rabia y saña de los autores de la masacre hacia estos menores porque se encontraban en ese lugar, por ser afrodescendientes y porque estaban divirtiéndose comiendo caña, una de las pocas actividades de los niños y los jóvenes de Llano Verde con los juegos en la cancha de fútbol, ante las pocas posibilidades de progresar.
CAROLINA BOHÓRQUEZ
Corresponsal de EL TIEMPO
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