Un día dije que escribo porque quiero seguir vivo cuando ya esté muerto. Pero hoy, mientras recorro el mar Caribe en una lancha, me siento incapaz de suscribir semejante frase tan pretenciosa. Bajo la luz del sol soy una cifra insignificante, y en el vasto océano valgo tanto como aquel leño a la deriva.
Ahora bien: me consta que no necesito estar muerto ni apartado en estas lejuras para ser invisible. En las calles de la ciudad donde vivo mi rostro es el de un transeúnte cualquiera, en las librerías mis obras se extravían entre montones de títulos. Algunos de mis vecinos ni siquiera saben que existo.
A pesar de reconocerme como una criatura anodina me siento afortunado. Puedo hacer mío el mar ajeno, puedo aspirar el olor de las algas. Me tiene sin cuidado lo que suceda conmigo más allá de este instante. Contemplo, disfruto, silbo. No soy de los que cambian la dicha en tiempo presente por la promesa de paraísos póstumos. Tampoco me perturba que la mayoría de la gente con la que me tropiezo por las calles ignore quién soy. Total, como decía Víctor Hugo, "todo número es cero ante el infinito". Crecí en el campo, rodeado de animales vagabundos capaces de sobrevivir a nuestra indiferencia. Algo aprendí de ellos. Benditos sean el perro que no me ladra, el pájaro que no canta a mi paso, el caballo que no se inmuta cuando le toco el lomo. Benditas sean las gallinas que, según dijo Neruda, "nos miran sin concedernos importancia".
Además, cualquiera con un sentido común mínimo sabe que a uno lo olvidan hasta en su familia. Hace poco un amigo español me enseñó este pensamiento alemán: "El abuelo es un campesino que con su esfuerzo financia los estudios del hijo; el hijo es un profesional que con sus estudios monta una fábrica; el nieto es un potentado que con su fábrica olvida que su abuelo era un campesino".
Amo mi presente, insisto, amo este viento tibio sobre la piel, esta estela encrespada que va dejando la lancha en el mar. Atrincherado en mi presente jubiloso soy capaz de resistir todos los olvidos de hoy y de mañana.
Me pregunto cuál sería el primer hombre que tuvo la pretensión de ser recordado por las generaciones posteriores. Acaso se trató, en principio, de un deseo más emparentado con la desesperación que con la vanidad. Quizá aquel fulano decidió prolongarse como leyenda solo para rebelarse contra la muerte que le imponía límites. Al enterarse de que se le acabaría el baile quiso que, por lo menos, todos supiéramos que él bailaba, y que además eso quedara escrito en piedra.
El problema es que luego tal actitud se propagó como una peste. Hay demasiadas personas dispuestas a cualquier indignidad con tal de hacerse notar. Personas que no disfrutan lo que hacen porque están demasiado pendientes de cómo son percibidas. La vanidad les sirve para impulsarse pero también las tiraniza. Hace poco descubrí un grafiti que criticaba a esta sociedad por padecer de “obesidad en el ego y anorexia en el espíritu”.
Lo único que pido, para cuando muera, es que arrojen mis cenizas al mar Caribe, y que estas viajen hacia la nada definitiva en un hermoso remolino de espuma.
ALBERTO SALCEDO RAMOS
Para CARRUSEL