Mientras está en el cuadrilátero, Íngrit Valencia nunca mira el rostro de su contrincante. Por eso jamás se fijó en los ojos amarillos de Laopeam Peamwila, la tailandesa que le arrebató –injustamente, según ella– su primera oportunidad de llegar a los Olímpicos hace dos años. Tampoco se detuvo en la mirada celeste de la americana Virginia Fuchs, a quien derrotó por decisión unánime en marzo de este año en el Preolímpico de Argentina para lograr su puesto en Río de Janeiro. Íngrit solo ve el color blanco, azul o rojo de los guantes que se abalanzan sobre ella sin tregua. Sus rivales, en cambio, apuntan siempre la mirada hacia un mismo objetivo, sus verdes y fuertes ojos como esmeraldas, capaces de desconcentrar a cualquier oponente: los ojos de ‘La Zarca’.Con ese apodo bautizan, en ciertas regiones del país, a las personas de ojos claros. Así la llaman a ella, la primera boxeadora colombiana en clasificar a unos Juegos Olímpicos y que este viernes derrotó a Judith Mbougnade en su primer combate para avanza a cuartos de final.
Son las seis de la mañana, y entre los macizos sacos de arena de la Liga de Boxeo de Bogotá se mueve con gracia y agilidad una menuda figura. Sobre sus trenzas sobresalen unos grandes audífonos blancos, en los que suena la melancólica voz de 'El Buki', Marco Antonio Solis. Así, a ritmo de baladas románticas, Íngrit, de 27 años, inicia siempre sus largas y extenuantes jornadas de entrenamiento durante su concentración en Bogotá, a tan solo semanas de viajar 4.539 kilómetros hasta Río de Janeiro para combatir por un sueño que lleva moldeando en sus puños desde muchos años atrás.
Oriunda de Morales, municipio del Cauca, a los 13 años se vio obligada a abandonar su vida en el campo a raíz de la muerte de la mujer que la crió, su abuela Aurora Valencia. Fue a parar a Cali, donde su madre, Rubiela, vivía con dos de sus hermanos menores. Allí dio y recibió los primeros golpes. La tez morena, el acento foráneo y sus ojos, sus profundos ojos, resultaban tan desconcertantes para sus nuevos compañeros de colegio que rápidamente comenzaron a matonearla. Pero Íngrit no se dejaba.
“Las primeras veces me hacían llorar. Entonces empecé a armar un caparazón sobre mí. No me la dejaba montar de nadie. Me volví agresiva. Quería pelear todo el tiempo. Me agarraba con el que fuera. Me sacaban del colegio. Me expulsaban cinco días. Los profesores no se daban cuenta de lo que me hacían porque a mí no me gustaba poner quejas”.

Hasta que un día, y haciendo caso omiso a las advertencias, un chico llamado Harold –Ingrit nunca olvidará su nombre– cometió un grave error. Durante el recreo le arrebató a la pequeña su bizcocho para enseguida devorarlo enfrente de ella. Su paciencia llegó al límite: KO. La paliza fue tal que a ningún otro estudiante se le ocurrió volver a retar a la futura pugilista. Después del combate, sin embargo, ambos contrincantes terminarían como buenos amigos, algo que dibuja la esencia de una boxeadora que, a pesar de no tener piedad sobre el cuadrilátero, es pura humildad y nobleza fuera de él.
Fue después de este suceso que algunos de sus nuevos amigos comenzaron a invitarla a practicar boxeo. Así empezó su camino, como un simple hobby. Pero antes de que hubiese considerado este deporte como su futuro, el destino tenía otros planes para ella. A los 17 años, y sin siquiera haber terminado el bachillerato, Íngrit quedó embarazada.
“Él no estaba en mis planes. Era una niña inmadura. Además, no supe manejar mi relación con el papá del niño. Pero siempre pensé en tenerlo y cuando nació se convirtió en lo mejor de mi vida, lo más lindo. Era mi anhelo, mi ilusión”.
Para poder responder por el pequeño Johan Estiven, Íngrit tuvo que trabajar “en lo que le saliera”. Terminó en la cocina de una obra de construcción, donde debía cocinar para más de 300 obreros. Durante los tres años que trabajó allí su mente estaba en otro lugar: después de salir de la obra a las tres de la tarde, se iba a entrenar.
“Yo me puse juiciosa. Tenía que darle una buena vida a mi hijo, enseñarle a salir adelante, porque si tenía una mamá que no había terminado ni bachillerato, que de pronto estaba por ahí en la calle, el niño no iba a aprender nada. Desde que nació, él me enseñó a mejorar mi vida, a conocer otros rumbos. Desde ahí arrancó mi dedicación al boxeo”.
A los cuadriláteros volvió en el 2009 y un año después ya era medallista de unos Juegos Suramericanos. Su primer gran reto en los Olímpicos será el 12 de agosto ante Judith Mbougnade. No habrá segundas oportunidades.
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Seis y media de la mañana. Finalizados los ejercicios de calentamiento, el entrenamiento físico continúa en las gradas del coliseo deportivo. Todos los boxeadores han tenido que cargar consigo un disco de 10 kg desde la Liga. Mientras comienzan su rutina de velocidad, fuerza y resistencia, sobre las gradas se sienta un hombre que viste una sudadera vino tinto, distintiva de la Liga del Tolima. Es Raúl Ortiz, quien además de ser el responsable de motivar y entrenar a Íngrit desde sus comienzos en el boxeo, hace seis años, es también su esposo.
—Lo primero que vi en ella fue una persona muy noble y humilde con unos deseos enormes de salir adelante. Y aunque al principio no tenía esa proyección de lo que podía representarle más adelante el deporte, siempre ha sido una mujer con hambre de triunfo, ambiciosa y con intención de escuchar y aprender.
Transcurría el año 2010 y en Colombia no existía ni una sola plataforma que exhibiera el boxeo femenino (de hecho, es la segunda vez que esta disciplina llega a los Olímpicos). Consciente de esto, Raúl Ortiz logró convocar a un grupo de mujeres para que compitieran por primera vez en su disciplina. De esta manera tres deportistas del país, entre ellas Íngrit Valencia, que competía por el Valle, representaron por primera vez el boxeo femenino colombiano en los Juegos Suramericanos de Medellín de ese mismo año. Sin haber competido nunca en un torneo, Valencia logró la medalla de bronce.
En las gradas se ha desatado una muestra de destreza y resistencia a otro nivel. Planchas, abdominales, levantamientos, velocidad, más planchas, más levantamientos, más abdominales, más vueltas, más planchas. Todos sudan y jadean. Un par de ellos desiste. Íngrit no. A la vista pareciera que el disco que levanta una y otra vez con el impulso de su cuerpo fuese de otro material. Pero esa diminuta envoltura de apenas 51 kilogramos del peso mosca puede con todo.
—Íngrit es una mujer que siempre se entrega totalmente, se sacrifica. Además, es muy inteligente. En el momento de pelear es concentrada, disciplinada y coordinada. Tiene una facilidad innata para moverse rápido, para entrar y salir, para pensar sus ataques y defensas sin importar el cansancio. Tiene esa capacidad de descifrar al rival que le impongan. Es una mujer que tiene muy claro adónde quiere llegar –concluye Raúl, mientras la admira embelesado desde las gradas.

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Tres de la tarde. Después de un almuerzo reparador es momento del entrenamiento táctico. Íngrit entra sonriente al gimnasio con sus audífonos puestos. Quien la viera por primera vez creería que viene de un spa o un retiro espiritual. No hay señales de cansancio o dolor. Se une al grupo de pugilistas que vuelven a calentar. Todavía usa sus audífonos, y por el ligero ritmo que llevan sus pies debe estar escuchando salsa o merengue. Termina de calentar. Se quita la chaqueta, los audífonos y se recoge el pelo. Cuando se coloca los retenedores su rostro se deforma ligeramente, adoptando una expresión defensiva. Continúa enrollando las vendas de sus manos y encaja su casco.
La mujer que ahora fulmina con sus puños todos los ángulos de un deshilachado saco de box mientras visualiza en su mente el cinturón de campeona olímpica ha tenido que sacrificar muchas cosas para llegar hasta acá. La más difícil, según ella, ha sido el haberse distanciado de su hijo. “Esta es una disciplina de mucha exigencia y sacrificio. A mi hijo solo puedo verlo cada cuatro o cinco meses, y también para él ha sido muy duro. Yo he sido una sacrificada por el deporte, pero él ha sido sacrificado por este deporte también. Pienso que ojalá, después de todo, pueda recompensarlo, aunque sé que el tiempo perdido no se recupera”. A pesar de la distancia, el pequeño Johan Estiven, que solo tiene 10 años, es su fan número uno. En su colegio presume de su mamá boxeadora y cada vez que puede la ve pelear.
La misma exigencia y sacrifico han traído recompensas para Íngrit. Ha ganado medallas en Juegos Nacionales, Suramericanos y Panamericanos. Y una de las más importantes fue cumplir el sueño de clasificar a unos Olímpicos. “Pienso que con la ayuda de Dios, y el sacrificio que yo he hecho, estoy segura de que se puede lograr esa medalla. Además, ser la primera boxeadora colombiana que clasifica a una olimpiada… eso queda para la historia; lo voy a recordar siempre y cuando tenga nietos voy a tener una historia que contar”.
—¿Cuáles sueños le quedan por cumplir?
—El primero es ser medallista olímpica. Segundo, conseguir que mi hijo sea un profesional. Tercero, tener una familia superfeliz. Otro muy bonito para mí sería graduarme como profesional en Educación Física o en Gastronomía. También conocer Estados Unidos y viajar a Orlando con mi hijo. Otros… participar en un reality como el Desafío o Master Chef. Y hay otro: ¡Ser la portada de una revista! (Risas).
JUAN D. PARDO
Para CARRUSEL
Fotos: Diego Santacruz. Asistente de fotografía: Óscar Cabezas. Producción: Carolina Baquero. Maquillaje y pelo: Juanito Rojas. Vestuiario: Dulce Menta.