De entrada, vale la pena aclarar que los polvos tienen poco que ver con el amor, así algunos y algunas se esmeren en proyectar el catre como el altar más sublime del amor, cosa que, además de cursi, saca en estampida las teorías que ponen el sexo y el sentimiento en sus verdaderos lugares.
A riesgo de que algunos idealistas del sentir me despellejen, tengo que decir que el sexo es una necesidad biológica que, al igual que otros animales, tienen todos los humanos y que la naturaleza empuja para garantizar la descendencia y, de paso, la conservación de la especie. En otras palabras, es una mera tarea que se puede completar sin meterle nada de corazón al asunto.
Vale decir que de manera deliberada omito la palabra instinto, porque aquí necesariamente tendría que decir que las ganas de una encamada no son otra cosa que la puesta en su punto de todas las herramientas anatómicas y funcionales del organismo para satisfacer un reflejo automático –de los más primarios–, para lo cual ni cabeza se requiere.
Ahora, que la gente pueda escoger y decidir con quién se mete bajo las sábanas, además de las condiciones y el tiempo para hacerlo, no significa que con eso se logre la metamorfosis de un prosaico impulso a un sublime afecto. Pues, lamento desencantarlos al decirles que eso no es posible y que pertenece al terreno teleológico de los idealistas que se paran sobre la premisa errada de que los polvos son desabridos si no se adoban con amor.
Nada de eso. Ya es hora de entender que el sexo es un evento físico extremadamente placentero que, aunque permite compartir intensas satisfacciones psicofísicas, es en realidad una forma genital de placer narcisista que puede en toda relación humana acompañar o intercambiarse por otras cosas, tanto que puede llevarse a la práctica en pareja, con conocidos, con desconocidos y hasta solos.
Y en ese orden de ideas el amor, aquí, no tiene cabida. Suena tonto, pero todos –incluidos ustedes– saben que no se necesita de ningún amor para echar mano de la masturbación (una manifestación válida de la sexualidad) para cumplir con la tarea de satisfacer el instinto, y que al terminar nadie sale más o menos enamorado. Nada de eso.
Por supuesto, muchos dirán que no es lo mismo la autosatisfacción que hacerlo con otra persona, a lo cual me adelanto a decirles que con respecto al departamento inferior del cuerpo y sus funciones básicas, el asunto no tiene ninguna diferencia, y que en caso de haberla, es producto de los perendengues que se le han pegado a la sexualidad a través de la historia con el objetivo de trasplantarla al campo de la racionalidad y los sentimientos humanos.
El amor, por su parte, en el plano romántico es algo abstracto ubicado en la casilla de las emociones humanas (no físicas como la sexualidad), que puede describirse como la relación pasional entre dos personas y que puede estar modulada por otras cosas, como los intereses y los proyectos en común, las relaciones familiares y, cómo no, las relaciones sexuales. Pero fíjense bien que la cama aquí es un modulador, pero no es un factor decisivo e indispensable para amar a alguien.
Y justo esa es la magia de los polvos. Porque pueden ser apoteósicos, de volteada de ojo y orgasmos para enmarcar con personas con las que no existe ni pizca de amor romántico o, por el contrario, pueden ser sosos, aburridos y despedidores aunque sean con la persona que se ama, sin que esto signifique que el sentimiento no existe.
No sobra decir, y más en estos tiempos, que el amor es el único sentimiento que no tiene –como los demás sentimientos– un opuesto (aunque algunos lo antepongan al odio o al egoísmo), por lo que el sexo en el amor verdadero ni siquiera es accesorio.
Lo que no quiere decir que no sea delicioso y hasta deseable que dos cosas que son diferentes, como el amor y el sexo, coincidan en tiempo, espacio y persona. Eso, valga decir, es fenomenal, pero extraño, y si se presenta, por lo general no es duradero. Tal vez a ustedes les ha pasado que la pareja a la que aman y con la que solían tener unas encamadas de concurso ya no les despierta el mismo entusiasmo a la hora del sexo, pero sienten que la aman, incluso más. Eso es normal.
También puede suceder que haya personas que sexualmente les genere una atracción irresistible y vayan a la cama una y otra vez, pero el gusto por ellas se desvanece al cerrar la puerta y sin producir siquiera nostalgia, porque se tiene la certeza de que al renacer las ganas estarán de nuevo dedicados al aquello.
Todo lo anterior para decir, sin ambages y sin sonrojos, que el sexo sin amor existe y que a codazos ha logrado un lugar de honor en el mundo de hoy. No en vano los investigadores han encontrado que amor y deseo activan áreas diferentes del cerebro. El primero se relaciona con las zonas de la recompensa y los valores, y el sexo con las del placer, las mismas que se activan con la comida o la música.
También para insistir en que la culpa y la autoflagelación aquí salen sobrando. Si se deslizó por un polvo sin amor, pero la satisfacción fue plena, no se preocupe. Culpe a la evolución que dispuso como una trampa las herramientas para conservar la especie en los sitios que despiertan mayor placer. Si los polvos todos fueran a punta de amor, la humanidad ya se habría extinguido.
Mejor dicho, el buen sexo no depende de ningún compromiso. Solo necesita unas buenas ganas. Tal vez por eso muchos están de acuerdo con Joaquín Sabina, al que le gusta el whisky sin soda y el sexo sin boda. Hasta luego.
ESTHER BALAC
Especial para CARRUSEL