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Limonada de Coco: La jungla y los zapatos viejos
Ilustración Columna Limonada de Coco La jungla y los zapatos viejos

"Si usted todavía vive en un barrio vital donde se conserva el calor humano, disfrútelo antes de que los invasores lo conviertan en un híbrido de bazar con pasarela".

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Miguel Yein

Limonada de Coco: La jungla y los zapatos viejos

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Miguel Yein

Los barrios gentrificados venden una idea perversa: el progreso es un asunto meramente ornamental.

“Almacenes coloridos a los que llamás ciudad”, canta el Indio Solari. La tonada viene a la memoria al toparnos con esos barrios suntuosos promovidos hoy como sitios de moda. La primera vez que los vemos nos parecen atractivos, pero después pierden la gracia porque descubrimos que no son espacios vivos ni originales, sino escenografías calcadas aquí y allá por los jerarcas del mercado.

Todos exhiben el mismo trazado: una vereda peatonal con faroles barrocos, varias calles adoquinadas repletas de almacenes sofisticados, tres hoteles boutique, una taberna reciente disfrazada de salón art déco, cuatro tiendas de antigüedades, dos restaurantes afamados, una marquetería, varios cafés con mesas externas, un callejoncito de estaderos para bohemios, una librería-bar. Pura utilería de plató para vender una imagen de asepsia y bienestar a la medida de los turistas.

Lo malo no es la fachada artificiosa en sí misma, sino el trasfondo oscuro. Por lo general, esa apariencia de parque temático surge después del desplazamiento forzoso al que son sometidos los pobladores originales. El fenómeno es conocido con el nombre de “gentrificación”, porque procede de la voz inglesa gentry (“alta burguesía”).

Algunas personas pudientes arriban a un barrio desvalorizado y empiezan a comprar viviendas baratas para convertirlas en edificaciones costosas. Así van surgiendo posibilidades de negocio que atraen a nuevos compradores. La suntuosidad coloniza todo el sector. Se encarecen los predios, aumentan los impuestos. Los últimos nativos ya no pueden con la carga y se ven obligados a retirarse.

Entonces “solo el tiburón sigue buscando, solo el tiburón sigue asechando”. La tonada de Rubén Blades sirve para establecer una analogía oportuna: mientras a los tiburones se les permita adueñarse del mar, las sardinas nunca tendrán oportunidades.

A través de los barrios gentrificados se vende una idea perversa: el progreso es un asunto meramente ornamental y la exclusión es tan solo un paso necesario para alcanzarlo. Sigamos, pues, desterrando a los pobres y maquillando la piedra. Así tendremos más construcciones ostentosas para que la maquinaria del consumismo no se detenga.

El poeta Joseph Brodsky pensaba que los altos edificios de la Civilización fueron producto de “la nostalgia del simio por su selva perdida”. Esa metáfora también es oportuna. Nos recuerda que, por mucho que nos estilicemos, seguimos siendo una jungla donde solo sobreviven los más fuertes.

En el futuro habrá más zonas urbanas sin identidad. Si usted todavía vive en un barrio vital donde se conserva el calor humano, disfrútelo antes de que los invasores lo conviertan en un híbrido de bazar con pasarela. Y ya que ha venido hoy a este sector elegante, compre mucho o desaparezca rápido, caballero, que la fila es larga. No pierda el tiempo buscando a esa gente que usted conoció cuando esto todavía era un sector popular. Mire que aquella tienda entrañable donde a veces le fiaban fue reemplazada, precisamente, por la taberna disfrazada de salón art déco.

Ah, y para seguir en su onda de evocar a cantantes y poetas, permítame parafrasear al ‘Tuerto’ López: Olvídese “del ahumado candil y las pajuelas”, pues “ya no viene el aceite en botijuelas”. Estos espacios, mi querido amigo, carecen “de rancio desaliño” y siempre estarán en manos de “una caterva de vencejos”. Por tanto, nunca más lograrán “inspirar ese cariño que uno les tiene a sus zapatos viejos”.

ALBERTO SALCEDO RAMOS

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