Admiro a las personas que ejercen su derecho a decir "no", y que además lo hacen sin rodeos. Las admiro porque sé cuán difícil es expresar ese monosílabo que puede granjearnos fama de antipáticos. Por algo García Márquez solía repetir esta frase: “Lo más importante que aprendí, después de los cuarenta años, fue a decir no cuando es no”.
Cualquiera sabe “cuándo es no”. Lo difícil es decirlo. Nos preocupa que la negativa sea interpretada por nuestros interlocutores como un desaire, y entonces decimos “sí” aunque quedemos empeñados hasta el tuétano. En cuanto nos comprometemos, empezamos a padecer: se nos resienten los proyectos propios por andar colaborando en los ajenos, generamos una angustia donde debería existir un gozo. Quien se deja arrebatar el tiempo, termina hipotecando la vida.
En cambio quienes saben decir “no” son dueños absolutos de sí mismos. Como nunca se echan a la espalda un bulto que no les corresponda, andan siempre liberados de cargas innecesarias, es decir, la pasan mejor. A ellos les tiene sin cuidado que los demás los consideren presumidos, así que jamás aceptan un compromiso por mera cortesía. Son personas libres del modo en que lo planteó Jules Renard: pueden rechazar una invitación a cenar sin necesidad de ofrecer una excusa.
Sobre todo, saben rechazar ciertas propuestas descaradas. Si los llama por teléfono un vecino del tío Pedro para encargarles un vademécum veterinario “que se consigue allá en Bogotá, por la zona de Paloquemao”, le responden que están muy ocupados jugando damas chinas. Si les escribe un Fulano desconocido para pedirles que, por favor, lean y corrijan su primera novela (“solo tiene ciento cincuenta paginitas”), lo mandan a freír espárragos. Si los contacta un decano universitario para invitarlos a dictar una conferencia o un taller “a cambio de gastos de alimentación y transporte”, le contestan con un gruñido: “en Colombia las universidades son mejor negocio que los moteles. ¿A usted le pagan su trabajo con comida y pasajes?”.
En marzo de 2014 le oí decir a Mario Vargas Llosa que cuando descubre a un escritor talentoso lo primero que hace es averiguar si ya aprendió a decir “no”. Si no ha aprendido –añadió– hay muchas posibilidades de que deje de ser un autor prometedor y se convierta en uno fallido. Al decirle que sí a todo lo que se le atraviese –invitaciones, encargos, viajes, conferencias– pone en riesgo nada menos que su obra.
A Ernest Hemingway le preguntaron si los miedosos tenían la posibilidad de rechazar ciertas invitaciones engorrosas sin pasar por la pena de decir “no”.
─Sí, claro –respondió, sonriente–: diciendo mentiras. Prometes ir mañana a las ocho y no llegas. Después dices que amaneciste enfermo. Y si cometes el error de contar dónde vives, múdate a los cinco minutos.
Confieso que, al igual que ustedes, he aplicado la primera parte del consejo de Hemingway. Pero la gracia es decir “no” sin titubeos y sin sentirse culpable. Mientras sigo intentándolo, le he pedido a mi amigo Camilo Rozo que me haga una fotografía. La colgaré afuera de mi apartamento con estos versos memorables de Pablo Neruda:
"Adiós porque vengo llegando.
Buenos días, me voy de prisa.
Cuando quieran verme ya saben:
búsquenme donde no estoy
y si les sobra tiempo y boca
pueden hablar con mi retrato".
ALBERTO SALCEDO RAMOS
Para CARRUSEL
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