Son las tres y media de la madrugada, y Wilson Guzmán Pérez se levanta con la alarma del celular que con tanto esfuerzo compró hace unos meses. Se baña y se arregla en 40 minutos porque, por tarde, debe salir a las cuatro y diez de la mañana para no llegar a deshora a su trabajo.
Vive en Patio Bonito, en el suroccidente de Bogotá, pero se dirige a Usaquén, a la calle 120 con carrera 6.ª, al otro extremo de la ciudad. Allí queda el Cementerio Parroquial Santa Bárbara de Usaquén, el lugar en donde Wilson trabaja desde hace siete años. Siete de los 25 que lleva siendo sepulturero.
Guzmán, quien acostumbra a vestir un uniforme azul y una gorra para el sol, describe su oficio como algo muy duro y que requiere ser fuerte, pero al ver hacia atrás en su vida, recuerda todo lo que ha conseguido gracias a esta labor.
Y es que tener una casa propia y la posibilidad darles estudio a sus tres hijos no ha sido fortuito. También entiende que vivir tantos años de este oficio fue una lección, porque dejó pasar su juventud entre parrandas y no quiso estudiar.
Por eso, Wilson aprendió a ver su vida, sin rencor, entre los largos y silenciosos callejones de este cementerio de principios del siglo XX, uno de los más antiguos de Bogotá, en donde hoy reposan cerca de 400 difuntos.
En un día normal, lo primero que él hace es anotar en un cuaderno las exhumaciones, inhumaciones y arreglos que tiene pendientes. El lunes 17 de septiembre tuvo tres, por ejemplo.
Además, debe estar pendiente de las llamadas del sacerdote que verifica cómo van las cosas en el cementerio. “Gracias a Dios, he tenido suerte, padre. Me han salido puros huesitos estos días”, responde con emoción, ya que había tenido que hacer un par de exhumaciones esa semana.
Pero, no siempre el trabajo es así. Cuenta que lo más duro es cuando hay cuerpos que salen con tejido. “Los olores... Usted no se los puede imaginar”, dice mientras recuerda que antes era más difícil porque no existían los hornos crematorios.
Incluso, en algún momento Wilson tuvo que desmembrar cadáveres que llevaban muchos años sin descomponerse. El proceso de exhumación, a veces, para él es más complicado que el de sepultar a alguien. “Pero se tiene que hacer porque la mayoría de bóvedas son alquiladas, y se necesita sacar al huésped que la ocupa para darle prioridad a otra persona que llegue”, explica.
Para poder destapar una bóveda, Wilson debe usar un overol impermeable, careta, gafas protectoras, un casco y guantes largos. Después, todos los implementos se lavan y se desinfectan en un lugar especial. Él también se baña y se cambia para no enfermarse.
Desde su natal Acacías, Meta, Wilson llegó a Bogotá después de prestar el servicio militar. Su primer trabajo lo consiguió en el cementerio de Fontibón, y de allí llegó a Usaquén, en febrero de 2010.
Para su oficio requiere tener todas las vacunas completas, su control médico al día y hasta necesita un curso de manipulación de alimentos vigente, en donde le enseñaron la importancia de la higiene en su oficio.
Este llanero afirma que cree que ahora las cremaciones han desplazado el uso de bóvedas, pues mientras que antes él sepultaba entre cinco y seis cadáveres diarios, ahora lo hace con tres o cuatro al mes.
“Cada cinco años las bóvedas tienen que ser exhumadas por la familia, y es un dolor que se evitan con la cremación”, afirma.
Ese es precisamente uno de los temas que más lo ponen a reflexionar, pues muchas familias abandonan cadáveres que van a parar a fosas comunes. “Yo trato de poner avisos. Primero pongo el letrero ‘Para fosa común’, a ver si su familia pregunta. Luego le quito la lápida, y si en ese mes y medio nadie viene, tengo que sacar el cuerpo”, lamenta.
Con el paso de los años, Wilson cree que se ha vuelto más fuerte, aunque aún no supera la muerte de los bebés y mucho menos las lágrimas de unos padres que veían en ese pequeño “el inicio de una vida que se fue”. Mariachis, llanto y hasta peleas ha presenciado en el cementerio. Golpea la mesa de madera, se santigua y dice que “no están ni saliendo del entierro, cuando ya se están peleando por la herencia”.
Son más o menos las once de la mañana y está haciendo sol. La presencia de mosquitos, aunque es alta, no distrae a Wilson, porque aprendió a vivir con esas particularidades de la muerte.
Se despide y, en tono de rezo, dice: “Ojalá estos días solo me toquen huesos”, pues ya ha tenido suerte la última semana.
CAROLINA PAVA GARCÍA
Redacción EL TIEMPO ZONA
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