No hay ejercicio más alentador que sentarse una mañana a departir con vecinos de distintas edades y distintas zonas de Bogotá. Esta semana lo hice con al menos 30 de ellos por amable invitación del Club Vivamos de suscriptores de este periódico. La tertulia tenía un propósito que al comienzo sentí desgastante, pero que con el transcurrir de los minutos me fue indicando que charlas similares deberían repetirse con más frecuencia. En esta ocasión, el título era tan espontáneo como espontáneas fueron las palabras de los asistentes: Hablemos de Bogotá.
Lo primero que me sorprendió fue la variedad de regiones allí representadas: el Eje Cafetero, Antioquia, Norte de Santander, Boyacá y, por supuesto, muchos cachacos. Y por ahí se fue rompiendo el hielo, pues uno de esos cachacos –estirpe que poco a poco se va extinguiendo– habló de la ciudad con la nostalgia propia de quienes han visto pasar mejores años y ven desvanecerse eso que nos caracteriza o nos caracterizaba a los bogotanos de nacimiento: las buenas formas, el saludo atento, el uso correcto de las palabras, el amor por la ciudad… Todo eso ha sido reemplazado por comunidades venidas de fuera en masa que traen sus propias maneras de ver y actuar, normal en una ciudad diversa como la nuestra, con zonas en las que se han consolidado los espacios para los afros, los indígenas, la comunidad homosexual, para no hablar de los boyacenses, quizás la más numerosa de todas.
Por eso, uno de los vecinos de la charla atinó a decir que ahora la ciudad se había llenado de ‘bogoteños’, ante la alta presencia de personas provenientes del Caribe, y ya es común oír a hablar de ‘Cedrizuela’, en alusión a la alta presencia de venezolanos en el sector de Cedritos, norte de la ciudad. Todos bien venidos, por supuesto, y de quienes se espera adopten a Bogotá como si fuera su hogar de nacimiento.
Pero lo que más llamó mi atención de este diálogo abierto fue confirmar la ansiedad que desborda a los ciudadanos por recuperar el sentido de pertenencia por su ciudad. Quieren que los periodistas hagamos más notas positivas sobre ella, que caminemos más para encontrar historias que nos llenen de orgullo, que hablemos de sus plazas de mercado, de por qué es importante que los niños vuelvan a ellas, de su Jardín Botánico, y hasta de las orquídeas que florecen en los lugares más inesperados. Una de ellas contó el día en que vio a Bogotá tan bonita que no resistió la tentación de tomarles varias fotos a sus calles, casas y edificios, ¡con su celular y desde la ventana de un SITP!
Otra relató cómo ya algunos empiezan a ver el río Bogotá con otros ojos y se construyen conjuntos con vista al afluente cerca de la calle 80. Claro, también hubo críticas –vecino que no critique no es un buen vecino–: dijeron que el humedal Jaboque seguía sin recuperarse no obstante a los anuncios de la Administración, que la avenida Mutis sigue estancada y parece un campo de batalla, que Teusaquillo se quedó sin espacios públicos a causa de la invasión de las aceras, mientras otro relató cómo su hijo había sido asesinado en Bogotá y al hermano lo habían atracado por robarle un celular, muestra de la inseguridad que reina en Timiza.
Fueron algo más de dos horas. Una verdadera catarsis. Una invitación a salir a caminar de nuevo la calle, a escuchar más a la gente, a ver las iniciativas que promueven los jóvenes y su deseo por querer colaborar en fundaciones que ayuden a mejorar nuestro entorno y el de los demás. Hablar con el vecino, otra práctica ya olvidada en nuestros barrios que vale la pena recuperar.
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
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