Estas últimas semanas se ha hablado mucho sobre las ciudades y acerca de la situación actual de estas y del futuro que les espera. La conclusión es tan simple como retadora: o se hacen ciudades para la gente, o la humanidad estará condenada al caos; por lo menos las que están en el lado del mundo menos desarrollado, es decir, las nuestras.
Tanto en la cumbre de Gobiernos locales aquí en Bogotá como en el Foro Mundial Hábitat III, que concluyó en Quito, se abogó por hacer de estos entornos unos lugares más amables, seguros, sostenibles, iguales para todos. La ciudad ideal debería ser como una gran acera: el espacio donde todos conviven, sin importar la marca del traje que llevas puesto; o como una gran ciclovía, donde nadie se fija en el valor de la cicla en la que ruedas.
Lo que llama la atención de los discursos y las recomendaciones de los expertos es que no hay novedad en ellos. En Bogotá y en el país estamos sobrediagnosticados de recomendaciones como las que se acaban de hacer. Los objetivos que deberán promover las ciudades en los próximos 20 años, y que son el eje de la ‘Nueva agenda urbana’, son tan conocidos en nuestro medio que, si no fuera porque la política se ha atravesado a muchos de ellos, parecerían obvios.
Tal vez en lo que más hemos avanzado de cara a esa ‘Agenda urbana’ es en reducir la pobreza. El país y la capital disminuyeron en más de 20 % los niveles de pobreza y miseria en la última década. Algo debió hacerse bien. Pero tales logros desaparecen cuando surge el ingrediente político, que todo lo borra.
El campo es otro ejemplo. Los expertos aseguran que hay que prestarle más atención para evitar la migración hacia las ciudades. Y ahí están los resultados: después de muchos años, el sector rural es el que más empleo ha generado en el país recientemente. La producción de alimentos ha aumentado y la meta es reducir a la mitad las importaciones del sector. Falta mucho, persiste la desigualdad, es cierto, pero de vez en cuando también hay que ver el vaso medio lleno.
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Dicen los urbanistas que hay que garantizar servicios básicos a la población, y ahí están los más de 400 acueductos impulsados por el Gobierno. Que la vivienda es determinante para el futuro de los entornos urbanos, y se han regalado 100.000 viviendas y hay programas para acceder a otras 450.000. Que la educación debe ser el sello de garantía para un mejor futuro, y ahí están las bajas en analfabetismo, los pilos de pueblos perdidos que ahora van gratis a la universidad; los colegios construidos, los profesores que atravesaron medio mundo para enseñar inglés... Pero nada de eso vemos cuando se atraviesa la política malsana.
En los escenarios del mundo se insiste en sistemas de transporte masivos, en generar espacio público, en proteger los recursos naturales, en reducir las emisiones de CO2, en atender a los más vulnerables, en garantizar acceso a la educación para todos. Y adivinen qué... En eso ha venido trabajando Bogotá en los últimos 20 años. Pero, de nuevo: por culpa de los celos políticos, de la intransigencia, del afán por ponerle zancadilla al rival, por desconocer lo que el otro hace, muchas de estas políticas se frenan, se aplazan o se archivan. Porque nadie ve la ciudad de los próximos 30 años, sino la pequeñez de su propio futuro; porque no se llega a gobernar y trazar el horizonte de una ciudad, sino a anidar una causa política, y todas estas ideas de progreso, tan necesarias, tan bien estructuradas, tan bien presentadas en los discursos y con funcionarios que han tenido la mejor voluntad para sacarlas adelante, quedan allí, en medio de la maraña política, que todo lo deshace. Y entonces hay que volver a comenzar una tarea que debimos haber hecho hace rato. La exveedora Adriana Córdoba lo sabe de sobra.
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Y llegaremos a Hábitat IV. Y se volverá a hablar de las ciudades. Y aquí seguiremos lamentándonos de tener el diagnóstico tan claro como los mismos urbanistas, pero con la bendita politiquería ahí, que, cuando no lo desaparece todo, hace lo posible por retrasar lo urgente, hasta que venga una nueva cumbre y nos recuerde, por enésima vez, que hay que hacer lo que sabíamos que se tenía que hacer.
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
erncor@eltiempo.com
En Twitter: @ernestocortes28
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