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¡Es la cultura, estúpido! / Voy y vuelvo
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¡Es la cultura, estúpido! / Voy y vuelvo

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Más que con multas y sanciones, es con cultura como debemos combatir el mal comportamiento.

Después de un largo parto, el Congreso de la República dejó a las puertas de su aprobación el nuevo Código de Policía que regirá en el país. Solo falta la conciliación entre las cámaras para que los 244 artículos que lo componen entren en vigencia. Muchos fueron los intentos para que el Código consiguiera ajustarse a los nuevos tiempos y se enfocara, sobre todo, en atender los requerimientos ciudadanos que más los atormentan hoy.

Yo debería ser uno de los más felices con la expedición de la nueva norma. En este espacio no he hecho otra cosa que reclamar por la forma ramplona, desobligante y temeraria con que los ciudadanos solemos comportarnos tanto en la calle como en los espacios privados. Desde aquí hemos advertido de la vocación suicida que acompaña a los colados de TransMilenio, a los taxistas que convirtieron los humedales en su baño particular, a los amigos de la rumba que se divierten a costa de la tranquilidad de los demás.

Varias veces he insistido en que acciones tan elementales como recoger el popó del perro, más que vergonzantes, son clave para la sana convivencia entre vecinos o que botar papeles a la calle o sacar la basura en horarios no permitidos habla de lo pésimos que somos a la hora de demostrar nuestra cultura ciudadana.

Pues bien, con el flamante Código de Policía a punto de ver la luz, todo esto será tenido en cuenta y será sancionado. Habrá multa para todo y más allá: la policía podrá ingresar a los establecimientos comerciales y apagar el equipo de sonido por ruidoso, verificar que en las salas de cine no se estén promoviendo películas no aptas para menores e, incluso, podrá retener armas de fuego aparentemente inofensivas.

Y todo se arregla con multas: de 367.000 pesos por envenenar mascotas, de 736.000 pesos por lavar el carro en el espacio público, de 367.000 pesos por hacer ruido, de 184.000 pesos por colarse en el sistema de transporte público, y una orinada en la calle le costará la módica sanción de 736.000 pesos.

Y, a pesar de todo, no me siento tranquilo. Si algo trae de bueno el nuevo Código es que incluye nuevas conductas que no existían en el viejo reglamento, pero deja el sinsabor de que todo se arregla con multas, sanciones, allanamientos que pueden terminar siendo un atropello para los ciudadanos.

Lo de las multas, por ejemplo, no deja de ser un pasatiempo. Y no lo digo en tono despectivo. Si hubiera capacidad de reacción de las autoridades, disposición de los ciudadanos a denunciar y controles efectivos por parte de las entidades distritales, seguramente al Código le esperarían buenos tiempos. Pero mucho me temo que, además de conseguir algo de persuasión o de inspirar a los caricaturistas de los periódicos, el cúmulo de normas y sanciones están hechos a la medida para ser violados.

Si de verdad existiera la capacidad institucional para controlar y sancionar este tipo de conductas, créanme, solo con multas a los taxistas y particulares que a diario se orinan en el humedal Córdoba, por ejemplo, daría para pagar la nómina de los policías del cuadrante. Lo mismo sucede con los colados de TransMilenio. Como bien lo expresaba el caricaturista Jota en su reflexión de este sábado, una multa de 184.000 pesos a quien se quiere ahorrar 2.000 es ridículo.

Y si por cosas de la vida la autoridad funciona y se les echa mano a los infractores, vaya y cóbreles al taxista, al colado, al que no recogió el popó o al que maltrata a una mascota a ver cómo le va.

No quiero decir con esto que el Código sea un chorro de babas o que no haya existido voluntad política para ponerlo a tono o que no se deba sancionar a aquellos que pervierten la sana convivencia. Por supuesto que se merecen su castigo. El problema es que se trata de comportamientos –al menos los aquí citados– que van más allá de una sanción económica. ¡Es la cultura, estúpido! De eso se trata.

Pueden expedirse todos los códigos que se quieran e imponerse las sanciones más extravagantes que se nos ocurran. Y los resultados serán mínimos, porque el gen del mal comportamiento hacia los bienes públicos, hacia las mascotas, hacia los demás, se enquista desde el hogar, la escuela, el vecindario. No hay nada que hacer si desde casa no se enseña al niño a respetar su ciudad, a no botar el papel de la colombina en la calle, a no arriesgar la vida colándose en un bus articulado, a no dejar expuestos los excrementos de la mascota para que después otro vecino, en venganza, la envenene.

La encuesta del programa ‘Bogotá, cómo vamos’ suele recordárnoslo todos los años: los bogotanos no les tememos a las normas ni a la sanción. Nos da igual dejar de pagar impuestos o violar el pico y placa o pasarse el semáforo en rojo o no usar la cebra por una sencilla razón: porque no creen capaz al Estado de castigar con contundencia. El día en que las secretarias o los estudiantes que se cuelan en TransMilenio sean notificados por sus jefes o rectores o padres de familia de que fueron pillados en esas andanzas, ese día las cosas empezarán a cambiar.

El día en que se ponga en evidencia al vecino que maltrata o no recoge las heces de su mascota, ese día las cosas empezarán a cambiar. El día en que la policía inmovilice al taxista que sorprendió orinándose en la calle, ese día las cosas empezarán a cambiar. Porque es esa sanción, la sanción social, la que realmente nos duele, la que más nos avergüenza.

Bien por el Código, ¡pero es la cultura, estúpido!

ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
erncor@eltiempo.com
En Twitter: @ernestocortes28

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