Los alcaldes locales de Bogotá van camino de convertirse –si es que ya no lo son– en esos elefantes blancos que abundan en la ciudad: objetos que nacieron con un propósito pero que terminaron convertidos en figuras abandonadas y obsoletas.
Estos mandatarios, que deberían ser la primera aproximación directa de los ciudadanos con las decisiones que se toman desde la Alcaldía Mayor, son hoy personajes que no generan un ápice de admiración por parte de la comunidad. Son vistos, en el peor de los casos, como entrometidos cuando tienen que adelantar una de las 150 tareas que en promedio les asignó el Estatuto de Bogotá. Y ellos hacen lo que pueden con lo que tienen y cuando los dejan.
Aun así, nadie tiene claro para qué sirve un alcalde local ni en qué puede ayudar, en qué momento debemos acudir a él, qué calidades posee, con qué equipo cuenta o qué tan idóneos son sus colaboradores. Mucho me temo que suelen pasárselos por la faja y, como se ha evidenciado a lo largo de los años, varios han terminado enredados judicialmente, bien por falta de experiencia y malas decisiones o porque se prestaron para hechos de corrupción.
Tal vez estoy siendo duro. Conozco mandatarios como el de Candelaria, Santa Fe o Usaquén, cuyas acciones tienen reconocimiento e impacto. Admito que no es fácil ser alcalde de una comunidad con la que muchas veces ni siquiera se tiene arraigo ni conocimiento. Y eso pesa.
La Cámara de Comercio de Bogotá y la Universidad del Rosario vienen trabajando desde hace diez meses en un diagnóstico –que ya va en propuesta– sobre el desempeño y las condiciones en que se desenvuelven estos mandatarios, a los que antes conocíamos como alcaldes menores. Y aunque mucho ya se sabía, la claridad de la evaluación no deja de sorprender: estos señores tienen dispersión de labores, colisión de competencias, desbordamiento de tareas. No se sabe exactamente dónde están sus énfasis, dónde chocan con la secretaría de turno, qué papel quedan cumpliendo ahora con inspectores de policía y cómo los afecta el nuevo Código de Policía.
Pero son poderes. Y tienen recursos. Y buenos recursos: 700.000 millones de pesos este año. Pero, de cada 100 pesos que manejan, ejecutan 96, y de estos logran hacer efectivos 46, dado lo compleja que resulta la contratación local. Pese a ello, el problema más serio que enfrentan es el de la falta de capacidad técnica; dependen en demasía de la Secretaría de Gobierno, son objeto de presiones políticas –llegan al cargo de ternas que proponen los partidos vía sus ediles– y deben aguantar la presión social.
Lo bueno de todo es que el diagnóstico está hecho. Y se suma a otra serie de iniciativas que se vienen moviendo en el Congreso de la República para modernizar –si es que cabe el término– este tipo de estamentos que surgieron con el Estatuto de Bogotá, pero que a la luz de la realidad, con una ciudad que no se parece en nada a la de hace casi tres décadas y una ciudadanía cada vez más empoderada, merecen ser revisados. Y porque es evidente el desgaste de la figura.
Lo ratifican las casi 400 indagaciones que hay contra estos mandatarios en la Personería desde hace más de un lustro, la forma como son elegidos y el desconecte que esto produce con el Alcalde Mayor. Desde la Administración se ha hablado, en privado, de cambiar esa figura por la de un gerente local o algo parecido.
La propuesta de la Cámara y de la Universidad del Rosario, en aras de una reforma para hacer de los alcaldes locales personas capaces y efectivas, ya está lista y en evaluación. Y el término que emplea la Cámara de Comercio es preciso: se necesita que estos estamentos se conviertan en “alcaldías de proximidad”.
A estos mandatarios hay que concentrarlos en los asuntos locales, para que su relación con los vecinos esté mediada por los desafíos puntuales que los aquejan, para que sirvan de generadores de campañas de prevención de todo orden, para que promuevan espacios de convivencia, de defensa de los bienes públicos locales; faros de información y orientación precisas al ciudadano o para que atiendan los temas ambientales que más impacto generan en el entorno. Que tengan autonomía administrativa y financiera y se promueva la carrera administrativa.
No hay que soltarles el chicharrón de los ambulantes, el combate al microtráfico, la reparación de la malla vial, los asentamientos ilegales, pues, a juicio de los promotores del estudio, la complejidad de estas tareas muchas veces los desborda, los induce a errores o los lleva a adoptar prácticas poco transparentes, entre otras consecuencias. O, si se hace, que se les brinde el apoyo técnico necesario para acometer semejantes tareas.
Hay que mirar con seriedad y atención estas recomendaciones. Llegó la hora de evaluar con lupa la función de los alcaldes locales, aprovechar sus fortalezas y construir una institucionalidad que permita mejorar la relación con la Administración central y tener un papel mucho más relevante de cara a los verdaderos requerimientos de la gente en sus localidades.
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
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