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Bogotá

'Por un descuido me contagié de covid-19'

Mujer narra los difíciles momentos que pasó mientras padecía el momento más duro del contagio.

Mujer narra los difíciles momentos que pasó mientras padecía el momento más duro del contagio.

Foto:Archivo particular

Una mujer les dice a las familias no dejar que por la  desesperación se baje la guardia.

Carol Malaver
Este es el relato en primera persona de una mujer que le contó a EL TIEMPO cómo, a pesar de todos los cuidados que tuvo, una mala decisión la llevó a contagiarse de Covid: 
Me guardé en mi casa el 13 de marzo. Desde ese día no sé lo que es ir a un supermercado, a un cajero, y mucho menos a una tienda o almacén. Todo, absolutamente todo, llega a domicilio y de manera algo obsesiva, es lavado y desinfectado.
Trabajo desde mi casa, no volví ni siquiera a mi planta de producción. Cuido y acompaño a mis papás de 75 y 80 años, quienes viven con mi hermana (especial) de 35. Mis otros tres hermanos viven fuera del país, por lo que acá sólo me tienen a mí.
Para aliviar  un poco la carga, a mi mamá especialmente,  que no quiere correr el riesgo de que la persona que le ayuda en la casa vuelva a trabajar,   y pueda ser fuente de contagio para ellos, todos los días, a través de una reja que separa los conjuntos en donde vivimos, les paso unas cocas con el almuerzo. Los fines de semana voy y los acompaño un rato para que la soledad y el encierro no los mate, como lo puede hacer el covid.
Con mi novio me veo muy poco; tengo miedo de la enfermedad, no por mí, sino por la posibilidad de contagiar a mis papás. Él a diferencia mía, es un poco más tranquilo. Va a hacer mercado, al cajero, a recoger drogas en la EPS para llevárselas a su mamá, a la oficina. Para él es suficiente con saber que toma las precauciones recomendadas, sin embargo, no suficientes para mí.
Su frase favorita cuando le hago un reclamo por alguna salida que a mí me parece innecesaria es “cada uno maneja sus miedos”; me reitera que él cumple con los protocolos de manera responsable, y con eso debe bastar. Sus hijos se ven con algunos pocos  amigos, con la excusa de, “en la casa de fulanito se están cuidando”; estos permisos, en teoría para mucha gente “razonables”, a mí me ponen nerviosa.

El martes 30 de junio vamos a la casa nueva a hacer aseo y a preparar todo para el día siguiente, que será el día oficial de la mudanza

Por temas asociados a la pandemia, mi novio decide trastearse y, aunque él no me lo pide, me ofrezco a ayudarlo. ¿Pero cómo no, cuando se trata de una tarea tan engorrosa como la de hacer un trasteo? El martes 30 de junio vamos a la casa nueva a hacer aseo y a preparar todo para el día siguiente, que será el día oficial de la mudanza. Teniendo en cuenta mis miedos, ese día en la mañana, lo llamo, y a una de sus hijas, a reiterarles que ese día el tema de bioseguridad es muy importante (tapabocas, lavado de manos, antibacterial, etc.).
Yo llego por la tarde a la casa nueva, con mi hija y la persona que me ayuda en mi casa y lo que veo hace que se enciendan todas mis alarmas: hay tres señores de la empresa contratada, los tres hijos de mi novio, cada uno con un amigo que también se ofreció generosamente a ayudar. En total: ¡13 personas! En época de pandemia, podría considerarse un ejército de posible contagio. Ni modos, ya estoy ahí, así que guardo mi angustia en el bolsillo, y manos a la obra.
Entran cajas, muebles, cada hijo con su amigo organiza reguero en su cuarto, mi novio “dirige la orquesta”, mi hija, la persona que me ayuda en mi casa y yo, en la cocina desocupamos cajas, lavamos y acomodamos todo. De pronto, arranca a llover, es verdaderamente un caos.
Veo a uno de los señores del trasteo con el tapabocas en el cuello, le pido que por favor se lo ponga correctamente, y con cara de furia me responde que no se lo va a poner porque está desesperado con él. Aunque le reitero que debe ponérselo, con algo de ligereza, volteo los ojos, acomodo el mío y sigo. El día termina a las 10: p.m, que salgo agotada para mi casa, en la mitad de un diluvio.
En la tarde del día siguiente, vuelvo a seguirles ayudando con la organización de la casa; nuevamente hay un amigo por hijo (no necesariamente el mismo del día anterior), porque ellos “también se han estado cuidando”.
El día sábado, es decir a los cuatro días del trasteo, amanezco con tos y dolor de cabeza, lo que me alerta un poco, pero pienso que no puedo ser tan exagerada y tan de malas de tener Covid, podría ser una gripa.
Así mismo, la persona que trabaja en mi casa amanece con algo de dolor de cabeza. Vamos las dos a almorzar a donde mis papás, con mi novio, pero como las dos tenemos algún síntoma de malestar leve, decidimos utilizar doble tapabocas, al igual que mis papás, y almorzar en la cocina para no quitarnos el tapabocas frente a ellos en ningún momento.
Mi novio, que se siente perfecto, si bien usa tapabocas, almuerza con ellos en el comedor (como es obvio, sin tapabocas). De ahí, mi novio y yo nos vamos para la casa de él, a seguir organizando. Con el pasar de las horas a mí se me incrementa el malestar, siento ardor en los ojos, y el dolor de cabeza y la tos seca con que había amanecido no se van.
Me quedo a dormir en la casa de él, y al día siguiente, que continúo sintiéndome mal, decido llamar a mi empresa de medicina prepagada para pedir que un médico domiciliario vaya y me chequee. El médico asignado se comunica conmigo y me dice que va a llenar la información telefónicamente y que luego va y me revisa. Le cuento mis síntomas, y al rato llega a atenderme en la casa de mi novio.
Llega únicamente con un tapabocas, cosa que me llama la atención, pues yo asumo, que con esos síntomas deberían pensar que podría ser covid, hasta que se demuestre lo contrario, y asistir con el equipo completo de bioseguridad.
Me toma la tensión, revisa temperatura, saturación y concluye que tengo gripa. Me entrega una receta médica que lleva hecha, en donde me indica que tome cetirizina, acetaminofén y Pedialyte. Yo insisto en preguntarle si no es mejor solicitar una prueba, y me reitera que lo que yo tengo es gripa, que no es necesario.
Cuando el médico se va, un poco apenada con mi novio y sus hijos por ser tan exagerada de pensar que podría tener la enfermedad, les digo que no hay de qué preocuparse, que el médico dice que tengo gripa. Me relajo. Pasamos la tarde juntos, incluso arrunchados todos en la cama, y no hacemos sino burlarnos del virus que me inventé.
Durante todo el día me sentí mal. Cuando llegué a mi casa por la noche volví a encontrarme con mis hijas que habían estado el fin de semana en donde su papá; preferí no dejar que se me acercaran por el malestar que sentía. Desde ese momento empezó mi aislamiento total en un espacio de mi casa. Al día siguiente, se me han sumado dos síntomas más: he perdido el olfato y el gusto.
Llamo nuevamente a la empresa de mi medicina prepagada y les solicito que me hagan la prueba de Covid. Me asignan una cita médica virtual para el día siguiente. Ya con esos síntomas, me mandan la prueba, que debo ir a hacerme en el carro esa tarde, en el parqueadero de un centro médico. Ese mismo día, mi novio me dice que se está sintiendo como agripado.

Para ese momento, la persona que trabaja en mi casa, también sigue sintiéndose mal, por lo que llamo a su EPS, para que vengan a hacerle también su prueba

Teniendo en cuenta mis síntomas, también llama a la empresa de su medicina prepagada, va un médico domiciliario y le mandan a hacer la prueba dos días después. A su vez, yo llamo para tramitar las pruebas de mis hijas, que les practican el domingo 12, es decir cinco días después de haberlas solicitado, y los resultados los recibo hasta el 21 de Julio (es decir, nueve días después), gracias a Dios, ambos negativos.
Para ese momento, la persona que trabaja en mi casa, también sigue sintiéndose mal, por lo que llamo a su EPS, para que vengan a hacerle también su prueba. Allá me dicen que se comunican entre 24 y 48 horas hábiles con nosotras, para programar la toma de la prueba y que después de eso, los resultados se demorarán diez días.
Aunque acepto lo que me informa la EPS, al día siguiente, jueves 9 de julio, decido llevarla a un laboratorio particular (como es obvio, yo no me bajé del carro), y pago la prueba PCR. Ese fue el primer resultado que recibimos, dos días después. Estaba negativa.
Aunque la protagonista de este relato se mejoró en casa su pareja sí tuvo que vivir su enfermedad en un hospital.

Aunque la protagonista de este relato se mejoró en casa su pareja sí tuvo que vivir su enfermedad en un hospital.

Foto:César Melgarejo.

Regresando al capítulo de la EPS, hoy, después de 15 días de haber solicitado la prueba, y de cuatro llamadas averiguando por qué no han venido, seguimos sin la prueba ofrecida. Anécdota: en una de las llamadas que les hice, en donde les recordé que me habían dicho que me estarían llamando entre 24 y 48 horas hábiles, me aclararon que como ellos sólo trabajaban 8 horas al día, 48 horas hábiles no son dos días como uno supone, sino seis. ¡Parece un chiste!
Independientemente de lo absurdo que me parece el diagnóstico del primer médico que me visitó, de la situación en que se encuentra el sistema de salud con la ineficiencia en la toma de muestras, y de los exagerados tiempos de entrega de los resultados, me centraré ahora en lo que significó para mí la enfermedad, que es finalmente lo que me lleva a escribir este largo y si siguen leyéndome en este punto, imagino que, entretenido relato.
Me sentí mal físicamente, más unos días que otros, acompañada virtualmente por mis papás, mis hijas, mis hermanos, mi cuñado, mi novio, sobrinas, hijastros, tíos, primos, y grandes amigos que no pararon de preocuparse por mí.
Como gerente de la empresa de mi familia, saqué alientos todos los días un ratico para ponerme al día en lo urgente y poder cumplir con lo fundamental de mi responsabilidad laboral, lo demás tuvo que esperar. El resto del día lo pasaba acostada porque esta enfermedad, en mi caso, me hacía sentir muy cansada, con mucho dolor de cabeza, malestar general y con el ánimo bajito.
Pero el malestar físico no es lo peor de esta enfermedad, es el miedo. Mis compañeros inseparables durante esos días fueron el acetaminofén, el ibuprofeno, el oxímetro y el termómetro. No sé si algo pasa con mi oxímetro, pero en algunos momentos no sentía que funcionaba bien. Añorar ver un 90 o más de oxigenación, que por algunos segundos se turnaba con un 89, llevaba a mi cabeza a imaginarse lo peor: una UCI, un tubo por la garganta.
Soy una exagerada, sé que lo soy, porque soy ansiosa, obsesiva, cómo negarlo ante los que me conocen y aceptarlo ante los que no. Estoy segura de que a otro tipo de temperamento no se le pasa algo así por la cabeza, pero a mí sí, y no lo podía evitar.
Adicionalmente pensaba en la cantidad de personas a las que podría haber contagiado, incluidos mis papás, por un descuido que no medí. Por la noche prendía el noticiero, no podía dejar de verlo, mucha masoquista. Y llegaban las cifras, para ese momento, 160.000 contagiados en Colombia. Y pensaba: ¿cómo así? ¿Un país de 50 millones de habitantes tiene 160.000 infectados de Covid y yo que me cuidé obsesivamente (hasta el trasteo) soy una de ellas? Personalmente creo que son muchos más.
El sistema de salud está colapsado, no hay pruebas suficientes, los resultados se demoran demasiado. ¿Cuántos no tienen EPS (aunque nunca lleguen a hacerles la prueba), mucho menos medicina prepagada? ¿Cuánta gente hay en la calle contagiada (sin cuidarse muchas, pero seguramente cuidándose otras)? ¡Qué impotencia!
Pero pasaron los días y mientras yo poco a poco mejoraba, mi novio empeoraba. No podía casi ni levantarse de la cama, cansado, con mucho malestar, mucho sueño, inapetente y con fiebres de 39°C que no fueron fáciles de bajar. Llamo a la empresa de su medicina prepagada y le pido un médico domiciliario que llega a verlo a la media noche del jueves 16 de julio.

Su hijo lo lleva a la clínica y cuando mi novio se va a bajar del carro, no puede ni dar un paso, lo sacan en silla de ruedas

Revisa sus pulmones y no los siente bien, le manda un inhalador y le advierte sobre la posibilidad de una hospitalización. A la mañana siguiente lo convenzo de que se vaya para la clínica, que no esperemos más. Su hijo lo lleva a la clínica y cuando mi novio se va a bajar del carro, no puede ni dar un paso, lo sacan en silla de ruedas. Pasa al triage, y luego lo ve un médico que le manda varios exámenes de sangre, entre ellos uno que, según entiendo, mide la concentración de gases en la sangre, que dicen es muy doloroso.
Cuando se lo están haciendo, se le baja la tensión y se desmaya. Al reponerse, viene la placa de tórax, y más tarde, la tomografía que muestra una neumonía por Covid que afecta los dos pulmones. Hay que hospitalizarlo. Y al lado de todo esto, el miedo más horrible que pueda uno sentir. ¿Ahora qué sigue? ¡Esto es una película de terror! Entre la ingenuidad, la ignorancia y a la vez la esperanza, uno pregunta: “Dr.: ¿cuál es el tratamiento, le van a dar antibióticos?” “No señora, esto es un virus. Vendrá el oxígeno, la dexametasona, e iremos viendo cómo evoluciona”.

Flexibilizar las precauciones por pensar que todos nos cuidamos, es un gran error. La cadena es interminable

Llega ese sábado 18 de julio, y tengo una conversación por Facetime con mi novio, quien en la tristeza y depresión más horrible, empieza a darme instrucciones, temiendo un desenlace fatal. La primera: “si me agravo, no quiero que me intuben”. Le dije que esa orden la recibiría en el momento en que un médico nos aclarara qué significaba la intubación y qué consecuencias tendría hacerlo, no hacerlo eran las obvias.
Luego, hablamos de sus hijos, del miedo que le producía dejarlos en esas edades (16, 18 y 21), ya grandes pero a la vez chiquitos. De las frustraciones que se llevaría y de lo que le había faltado por hacer, a él, a nosotros... Lloramos un rato y decidimos que esa página se abriría nuevamente dependiendo de cómo estuviera el día siguiente.
Vino la oxigenación por debajo de 90, luego el oxígeno, la dexametasona y después de cinco días, gracias a Dios de evolución positiva de su enfermedad, hoy, 23 de julio que me siento a escribir mi relato, le dan salida de la clínica y regresa a su casa a reencontrarse con sus hijos. Qué felicidad no tener que abrir nuevamente, “esa página” de la que hablamos. Ahora, ¿habrá rezagos, daños permanentes en sus pulmones? Ni idea… lo importante es que hoy está bien.
Hace unos 10 minutos, entro a la página de la empresa de medicina prepagada de mi novio a ver si finalmente, después de más de una semana de haberle hecho el examen a sus hijos, encuentro resultados. ¡Por fin! Un positivo y dos negativos. No sé si reírme o llorar. Ellos llevan arrunchados toda esta semana mientras su papá está en la clínica. ¿Hoy serán todos positivos? ¿El positivo ya se recuperaría? Y la conclusión: ¡deje así! Que sigan en cuarentena y punto. Los tres se sienten bien.
Anécdota: llamo a mi EPS a solicitar mi incapacidad, y me dan una cita virtual para 10 días después, es decir, el día de ayer. La médica que me atiende me pregunta que qué cargo tengo en la empresa y cuáles son mis funciones. Le respondo que soy la gerente y que manejo toda la parte administrativa, financiera y comercial. Le digo que quiero solicitar mi incapacidad, teniendo en cuenta que tuve Covid, pues para ese momento ya han pasado 16 días desde el primer síntoma, por lo tanto, asumo que estoy recuperada.
Me responde que esa EPS no da incapacidades por Covid, que lo que debo es solicitar a mi empleador que me reubique para que pueda trabajar desde la casa, pues esa enfermedad no es incapacitante. Le respondo que asumo que ella no ha tenido Covid, y que no tiene ni idea de lo incapacitante que es. Me dice que si me siento tan enferma lo que debo hacer es ir a un centro médico y que allá me den la incapacidad.
Como se imaginarán, sin ser grosera, mi volumen de voz aumentó unos cuantos decibeles. Le respondo que obviamente ya no estoy enferma y que hasta donde entiendo tenía una orden de cuarentena obligatoria que no me permite salir de la casa, menos a pelear por una incapacidad. Me responde (asumo por el volumen de mi voz), que se acaba de romper la relación médico – paciente y me cuelga. La ira que sentí, no les cuento. Llamé a poner la queja en la línea de mi EPS (45 minutos en el teléfono), y cuando estoy haciendo el reclamo, me llega la incapacidad a mi correo, mandada por la médica que me colgó el teléfono. Nunca entendí, si me iba a dar la incapacidad, por qué no evitó la conversación cero empática que tuvo minutos antes conmigo.
Otra anécdota: pasan los 14 días después de mis primeros síntomas, y me dicen en mi empresa de medicina prepagada que debo pedir una cita virtual para que el médico me mande una nueva prueba. Hablo con el médico y me dice que el Ministerio de Salud decidió que ya no van a hacer segundas pruebas, que después de 14 días, se da por hecho que el paciente está libre de Covid y acaba la cuarentena.
Yo le digo que a mi esa medida del Ministerio no me deja tranquila, porque yo cuido a mis papás y no es suficiente con asumir que ya estoy negativa. Muy querido, accede a mandarme la prueba. Llamo a pedir la cita para ver si pueden tomármela entre el carro en el parqueadero del centro médico, como me hicieron la primera.
Me dicen que no se puede, que debo ir al laboratorio. Llego al laboratorio de ese centro médico, donde en ese momento sólo hay dos personas antes que yo, pero para llamarme, pasan 40 minutos. Mientras eso, poco a poco va llegando gente, alrededor de 15 a 20 personas más.
Pasan otros 40 minutos y finalmente me llaman y me sacan al parqueadero a hacerme la prueba, en el mismo lugar donde metí el carro la primera vez, pero sin carro. ¿No entendí para qué me exponían, o exponían a toda esa gente, si finalmente la prueba la iban a hacer en el mismo lugar que me la hubieran podido hacer, sin bajarme del carro? Hoy, han pasado dos días desde que me hicieron esa prueba, vamos a ver cuánto tiempo pasará para tener resultados, con este sistema de salud en crisis.
Mientras tanto, mis papás siguen solos en su casa desde hace 19 días, planeando su almuerzo diario, y esperando el día que alguien (yo), pueda ir a acompañarlos un ratico y sacarlos de la rutina y la soledad del encierro. Esto dependerá de la agilidad que tenga el laboratorio en procesar mi prueba, que obviamente, anhelo y espero que sea negativa.
Hoy, después de casi 20 días desde que esto empezó, sólo puedo decirles que no permitan que el cansancio y la desesperación les haga bajar la guardia.
Esta enfermedad es impredecible. Si uno tuviera la certeza de que serán unos días de malestar y punto, listo. Pero nadie sabe cómo va a actuar en el cuerpo, todos somos diferentes. Y queda la pregunta: ¿quién me contagió? No lo sé, y nunca lo sabré. Creo que flexibilizar las precauciones por pensar que todos nos cuidamos, es un gran error. La cadena es interminable.
En este punto ya estarán más que cansados de leerme, así que concluyo: soy una privilegiada, tengo trabajo (afectado de alguna manera por la pandemia, pero lo tengo), puedo decidir quedarme haciéndolo desde mi casa, tengo cámaras en mi empresa, salario, reuniones por zoom, transferencias electrónicas, medicina prepagada.
Y me pregunto: ¿cómo sería una crónica de esa persona que se monta en Transmilenio para ir a su trabajo, o la que necesita seguir saliendo a pedir ayuda en un semáforo, porque no tiene qué comer ese día? ¿Alguien le hará una prueba, así el resultado llegue tarde? “Todos estamos en la misma tormenta, pero no en el mismo barco”.
No le deseo a nadie vivir este infierno, que aunque para mí lo fue, es el cielo comparado con el sufrimiento de la gente que ha despedido a sus seres queridos, o que vive su día a día con la incertidumbre del mañana. Sí, viví un infierno, pero fui muy afortunada, y hoy lo soy más, porque llegó a su fin. Sólo me queda agradecer a Dios y a la vida por esto

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REDACCIÓN BOGOTÁ 
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