Con azadón en mano y sombrero, el de trabajo, el mayor muisca Rubén Orobajo sale de su casa en el sector La Paz, en Bosa, a su huerta, la misma que lo recibe con unos tallos de más de dos metros de caña brava que están ahí para “llamar el agua”.
Tiene 87 años y desde que nació, el 26 de noviembre de 1933, ha vivido al lado del río Tunjuelo, el mismo que lo vio crecer y al que él vio pasar de ser un sitio para pescar a convertirse en un canal de agua contaminada y turbia.
Rubén Orobajo es un indígena muisca, sabio, como todos los abuelos, y amante de la música. Desde su casa, que años atrás era de adobe, vio cómo el urbanismo y las grandes construcciones consumieron rápidamente las huertas, los jardines y los prados, pero contra viento y marea él pudo salvar un espacio que hoy es la fuente de alimentos para toda su familia.
En una huerta de no más de diez metros por tres metros, entre dos paredes de las casas vecinas, con el río Tunjuelo corriendo a un lado y una calle de cemento al otro, Rubén siembra desde calabazas, cilantro y perejíl, hasta uchuva y ciruelas y, por su puesto, maíz, la planta sagrada de los muiscas.
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Hay que decir que por estos días, en que una pandemia ha cambiado la normalidad como la conocíamos, tener una huerta en casa podría equivaler a ser el dueño de una fortuna.
“No tenemos que salir para nada, todo lo tenemos aquí, nuestros alimentos están a veinte pasos”, dice Orobajo.
Y si ya de por sí la huerta es valiosa, tiene algo aún más particular, “todas las semillas que sembramos aquí tienen un proceso de limpieza de seis siembras, esto hace que sea absolutamente orgánico, además están encomendadas a nuestros dioses: el sol y la luna”, dice Marta Orobajo, sobrina de Rubén.
En la huerta, además de las plantas, hacen lombricultura, porque, como muy bien dice Rubén, “la tierra nos alimenta, pero no hay que intoxicarla con químicos”.
Allí, en lo que se siente como un pulmón de aire limpio en medio de la ciudad, también hay plantas sagradas, hierbas que utilizan para curar a los enfermos y alejar las malas energías, todo esto custodiado por enormes piedras que fueron talladas hace más de cien años por los ancestros muiscas de este mayor.
Pero Rubén no solo fue testigo del crecimiento de la ciudad, entre risas y con absoluta lucidez recuerda los hitos más importantes de Bogotá en los últimos sesenta años, “era un niño y el día del ‘Bogotazo’, a la una y media de la tarde, desde aquí vi cómo salía humo del centro, de las casas y la gente corría”, cuenta.
Y no solo eso, a él también le tocó la llegada del aeropuerto de Techo, el primer puerto aéreo de la capital, en donde incluso trabajó. “Yo limpiaba las llantas de los aviones, siempre estaba en la pista alistando todo para que despegaran, para que aterrizaran”, dice mientras que con orgullo muestra el que en ese entonces era su carné.
El mayor muisca vive en una casa en el último rincón de Bosa, para llegar hay que atravesar media ciudad, y luego de su casa solo hay campo. En su habitación tiene un armario viejo y allí guarda las fotos de juventud.

En compañía de su nieto, de trece años, cuida su huerta; los dos cosechan todos los alimentos que esta produce.
Néstor Gómez. EL TIEMPO
Su rutina diaria empieza a las cuatro de la mañana, y como todo buen melómano inicia el día con música, entre sus reliquias más preciadas está una radiola japonesa JVC Nivico de los años sesenta que funciona a la perfección y que solo él puede manejar; también tiene una grabadora para escuchar noticias y otro equipo para la emisora.
A esa hora se pone su sombrero elegante, porque el del trabajo es otro, y sale a ‘cacharrear’ sus cosas, y a darle una revisada a su camioneta Lada Nivia, color rojo, modelo 1979 que cuida como un tesoro.
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Y es que en su juventud Rubén fue transportador. “Empecé a manejar en la época de los trolis, compramos un bus con mi hermano y nos la pasábamos en eso”, recuerda.
Por supuesto, su pasión por el volante no ha desaparecido. Con orgullo prende su Lada Nivia, hace sonar el motor y sonríe. Con 87 años, Rubén todavía maneja a la perfección, y aunque su familia vive preocupada porque le pueda pasar algo, se convirtió en el instructor de conducción de su nieto de trece años, Andrés Orobajo, que es su compañía fiel y su mejor amigo.
A Andrés le brillan los ojos al escuchar la historia de su abuelo, su mejor recuerdo fue el de una madrugada en la que Rubén le contó sus aventuras de niño, “le aprendí que siempre hay que salir adelante, que por más dura que sea la vida nunca hay que rendirse”, dice con una sonrisa.
Además, cuenta que años atrás, cuando la edad de su abuelo no asustaba a su familia, la hora del día que más esperaba era la salida del colegio, pues Rubén, con su ruana y su sombrero, lo esperaba en la puerta, “yo salía y él siempre me invitaba a comer pollo, para muchos puede ser cualquier cosa, pero esa era mi mayor felicidad”, asegura.
Rubén tiene cinco hijos y quince nietos, pero Andrés es el heredero de lo que para él es lo más importante, la sabiduría y la cultura.
A este niño de trece años no le afana ni la conexión a internet, ni los videojuegos, y las carreras las hace en bicicleta con su abuelo, porque sí, don Rubén todavía monta bicicleta con toda habilidad.
Los dos cuidan la huerta, la cultivan y la cosechan, Andrés tiene claro que viene de los muiscas y con la mirada en alto dice que “aprender de mi cultura, saber que mis dioses son el sol y la luna, y que nuestras plantas sagradas ahuyentan todos los males es muy importante porque sé que no debo dejar perder las tradiciones”, afirma.
El mayor Rubén dice que no le tiene miedo al virus, pues dice que “alimentado con chicha, mazamorra y envueltos de maíz lo que hay es defensas”.
Y mientras la pandemia detiene a la ciudad y nos acostumbra a una nueva cotidianidad en donde todo lo que llevemos a casa debe ser desinfectado, lavado y limpiado, Rubén y Andrés no van a supermercados, pues su tienda es la huerta, su cosecha es orgánica, limpia y bendita.
Para ellos, lo único que ha cambiado es que ahora, además del azadón, tienen que llevar tapabocas, y por lo menos por un par de meses más las salidas en bicicleta quedaron suspendidas, pero eso sí, sus abrazos se mantienen.
ANA MARÍA MONTOYA
EL TIEMPO
Twitter: @Lacrespaana
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