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‘Dormimos con los niños en el portal del 20 de julio’
Venezolanos en Bogotá

Las dos familias durmieron varios días en el portal de TransMilenio del 20 de julio. En la foto, tomada el viernes, sonríen de camino al cuarto que les arrendó una habitante del barrio.

Foto:

Héctor Fabio Zamora / EL TIEMPO

‘Dormimos con los niños en el portal del 20 de julio’

Pedir limosna y dormir en la calle, algunas penurias de familias venezolanas que llegan a Bogotá.

Unas colchonetas, corotos de cocina, maletas viejas y desgastadas, y bolsas con comida, todo donado, era el trasteo que dos familias y una mujer venezolanos se disponían a cargar en un camión, de carpa negra, que los llevaría al barrio 20 de julio. La temperatura superaba los 20 grados centígrados, sus cuerpos sudaban porque la sensación era como la de estar dentro de un horno, pero ellos sonreían, esa noche dormirían bajo techo.

Emilio Enrique Alcalá tiene 39 años y su esposa, Xiomara María Tabarés, 28. Ambos dejaron a sus seres queridos, desesperados por el hambre y las humillaciones que padecían en su país. “En el 2013 yo trabajaba en un Locatel como jefe de seguridad, allá fue en donde nos conocimos, ella era cajera. Un cruce de miradas terminó por unirnos”.

En esa época la escasez se incrementaba, el sueldo de Emilio alcanzaba solo para productos básicos. “Recuerdo la Venezuela de antes, la de la abundancia, las marcas y las ofertas. Todo eso terminó con Nicolás Maduro de presidente. Yo siempre supe que Venezuela iba a convertirse en una especie de Cuba o en algo peor”.

Xiomara también extraña los anaqueles atiborrados de comida. “Allá no hay ni qué comprar. El gobierno nos convirtió en seres egoístas. En Venezuela, antes, tú invitabas a gente a comer a la casa, luego uno los rechazaba pensando en que en las alacenas no había sino una harina pan”. Dicen que en ese país, esa palabra: despensa,  ya no tiene significado alguno. Por eso, Xiomara, que antes defendía al gobierno de Chávez, ahora repudia el de Maduro. “Yo confiaba en ellos por su léxico, su forma de hablar, eran seguros, tenían poder de convencimiento pero cuando nos dimos cuenta de la farsa ya era demasiado tarde”.

La guardia tenía que escoltar a Emilio en su trabajo porque la gente reclamaba por la falta de pañales y leche para sus bebés. “Lloraban, se volvían locos. Me amenazaban y me maldecían”.

Todo eso lo vivieron después en carne propia cuando nació su único hijo. “Por él tomamos la decisión. Un día desaparecieron los pañales en las tiendas”. Para suplir las necesidades las familias ponían cartones en los pisos para esperar la mañana o se escondían en los árboles para ser los primeros en la fila, pero eso tampoco servía de nada porque cuentan que la policía y los ‘bachaqueros’ tienen una mafia montaba para revender los puestos y la comida que obtienen. “Ya no podíamos vivir en un país en donde tipos en moto roban hasta canastas de huevos. Un sueldo allá son 15.000 pesos colombianos”.

Vendieron todo lo que tenían, eso sumó 500.000 bolívares, en pesos locales solo 75.000. Cruzaron la frontera a pie, con un bebé en brazos. “Llegamos a la terminal de Cúcuta, trabajé cargando maletas para recoger lo del pasaje y así llegamos a Bogotá, ¡madre mía!”.

Pero en la gran ciudad les esperaba una de las etapas más duras de sus vidas. La oficina que atiende a los migrantes en Bogotá les dijo que hasta el lunes siguiente los podían atender. “Entonces no tuvimos otra opción que dormir en la estación del 20 de julio de TransMilenio todo el fin de semana. Otros venezolanos nos dijeron que allá podíamos resguardarnos del frío”. Esa noche, mientras unos servían de centinelas, otros intentaban conciliar el sueño, eran más de 90 personas, que esa noche sintieron, entumecidos, el frío de las latas. “Y yo que en mi país vivía cerca de la playa”, recordó Xiomara.

Cuenta que esa noche hablaron con ingenieros, médicos, gente preparada de su país que lo había perdido todo pero también conocieron a buenos colombianos que les brindaron una mano. “Un señor llamado Mauricio llegó con pan y unos termos con café para todos, eso fue un alivio en medio de tanto sufrimiento. Él también nos dijo en dónde podíamos conseguir ayuda. Por eso llegamos a la Fundación Atención al Migrante”. La hermana Teresiña fue un ángel para ellos, dicen que no pueden describirla de otra manera. “En esa casa desde el portero, hasta la señora del aseo, nos trataron con dignidad. Dormimos en una cama, eso fue un alivio”.

A ese lugar llegaron también con Mancielis Lugo Somoza. Esta mujer, de 43 años, del estado de Carabobo (Venezuela), cruzó sola la frontera de la mano de sus dos hijos, una niña de 12 y un niño de 6. “Llegó aquí después de ver cómo se desmoronó mi país. Hugo Chávez regalaba subsidios para todo, las niñas de 12 y 13 años se embarazaban para recibir los beneficios. A mí, que fui funcionaria, nos obligaban a votar por él”.

Pero, como muchas madres, lo que la hizo emigrar de su país fue la escasez de leche para su hijo, no olvida el día que asfixiaron a un bebé en una de las filas para comprar alimentos, o cuando tuvo que presenciar apuñalamientos, todo por la necesidad de comer. “Ver a mi hijo llorar fue muy duro, a los tres meses le di granos, no tuve otra opción. Recuerdo que le ponía y le ponía mi pecho pero ya casi no salía nada. Así que un día tomé la determinación, a pesar del miedo”.

A finales del 2017 sus hermanos la despidieron juagados en llanto. Mancielis agarró sus maletas y como pudo llegó a Cúcuta a las 7 de la noche, rendida, con calor, con sus niños agotados. A punta de limosna reunió lo del bus a Bogotá y así, entre vómito y vómito de su bebé, que no toleró las curvas de la geografía colombiana, arribaron a la terminal. “Lo más triste es que perdí la maleta con toda la ropa de mi hijo”. Fue ella también la que se arriesgó a hablarle a una mujer que caminaba por la estación de 20 de julio, quien fue la que les ofreció unas habitaciones en arriendo en el barrio con el mismo nombre.

Otra mujer hace parte de este grupo que se acompaña como si fueran familia en Bogotá. María Aidé Moncada Peña tiene 44 años, es venezolana del estado de Barinas y hasta trabajó en las misiones de Hugo Chávez. “Recuerdo mucho cuando lo escuché el 12 de febrero de 1982. Hablaba de muy buenos ideales políticos, pero

Hoy debo aceptar que él  (Hugo Chávez) destruyó la economía del país y luego, peor aún, se lo entregó a un hombre al que le quedó grande el cargo

Ella dejó en su país a seis hijos y a muchos nietos. Su misión, echar raíces para traerlos poco a poco. “Es que es muy duro hacer una fila de horas solo para comprar una harina pan, si hacías el reclamo te herían. También debo decir que nuestro sistema de salud es fatal”. Al pisar suelo colombiano traía 10 millones de bolívares de Venezuela. “Dije, uy, tengo mucho billete, cuando los cambié me entregaron solo cuatro papelitos, sumaban solo como 80.000 pesos”. Ella también tocó suelo capitalino gracias a la caridad de la gente.

Todos ellos llegaron, montados en un camión, hasta el barrio 20 de julio. Entraron a una casa y metieron sus escasas pertenencias en una pequeña habitación, aun no sabían cómo se iban a organizar, pero, por alguna razón, a pesar de no tenerse sino el uno al otro, y nada, nada más, sonreían, después de mucho tiempo, dormirían tranquilos.

Allí la vida seguía. Una niña de 13 años pensaba en su cumpleaños, reservaban una harina para hacerle una torta. Ni ella, ni su hermano tienen ropa, juguetes o una cama para dormir, solo a su madre, la misma que lo dejó todo solo por la satisfacción de verlos comer.

Todos anhelan conseguir trabajo, que no los juzguen por los delitos que cometen unos pocos. "Los venezolanos malos ya eran malos en Venezuela, los buenos, que somos más, solo queremos trabajar, tener una oportunidad. Nosotros vamos a limpiar el nombre de nuestro país. Tengo fe de que las cosas malas no serán permanentes”, dijo Mancielis.

El dolor venezolano #ÉxodoVenezolano I EL TIEMPOTestimonio desde la frontera.

CAROL MALAVER
Subeditora Bogotá
carmal@eltiempo.com
En Twitter: @Carol Malaver

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