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Relato de una madre que vio a su hijo transformado por la droga

Revela los errores que cometió en la crianza, ya que según ella lo ha 'amado muy mal'.

CAROL MALAVER
Camila* ha dejado a un lado la vanidad, las ínfulas de mamá todopoderosa y ha llorado los errores de su pasado. Ella, una niña bien de Bogotá, estudiante de un colegio femenino, tuvo a su primer hijo en grado once. “Fue terrible porque toda mi familia es católica y yo estaba en una institución muy tradicional. Me dejaron graduar, pero me tocó estar como escondida”.
Siempre contó con el apoyo de su familia. Su mamá y sus tres hermanas llenaron de amor a David, un niño que trajo alegría a su hogar y no tardó mucho en ser el centro de atención. “Fue y es muy consentido. Mientras él crecía yo me gradué de psicóloga y luego continué mis estudios. Todo gracias a mis padres”.
Cuando consiguió trabajo, primero en el área de la política y luego en la red de hospitales públicos de Bogotá, en buenos cargos, ella quiso independizarse. Pronto madre e hijo estaban viviendo solos. Fue una época de sacrificios, de trasladarse a una zona diferente a la que habitaban, pero la experiencia era necesaria.
“Yo empecé a llegar tarde al trabajo, entonces contraté a una empleada para que se quedara con David. De 8 años me llamaba y me decía: ‘¿Te demoras mamá?’. Yo pensaba que lo acompañaba llamándolo, lo mismo su papá, pero no era así”.
De esta manera transcurrió parte de la vida de David. Sacó adelante su primaria y luego su bachillerato. “Yo era sobreprotectora, lo llevaba, lo recogía, yo lo dominaba todo, o creía que lo hacía. Casi pierde quinto de primaria y yo hice que el rector lo pasara así fuera con matrícula condicional; en noveno hice lo mismo. Yo le construía la vida, no lo dejaba enfrentar sus errores”. Siendo una mujer joven y bonita, conoció a quien es hoy su esposo cuando David tenía 16 años. “Me casé y quedé embarazada. Viajé a Estados Unidos porque mi hija nació allá y a David le tocó quedarse en Bogotá. No dejé de pensarlo”.
Luego, radicados en Bogotá, Camila recibió la primera alerta cuando su hijo cursaba grado once. “Me llamó el rector para decirme que le habían encontrado marihuana. Yo lo defendí, le creí todo lo que me dijo, que la droga no era de él, que era de un amigo, yo terminaba diciendo ‘pobrecito, lo van a echar’. Y como trabajaba en un ente de control, me armaba de toda la ley para no dejar que le pasara nada. Ahora entiendo cuán atados de manos están los colegios para poner orden, pero en ese momento yo actuaba como mamá loca”.
Camila, incluso, enfrentó a todos los padres de familia del colegio; se habían quejado del comportamiento de su hijo. Lo defendía, se negaba la verdad. “Yo detecté cosas que me llenaron de angustia. En el estuche de las gafas, en las camisas y en las medias encontraba droga, pero como estaba recién casada me tocó vivir el dolor sola. No quería desestabilizar mi matrimonio, le tapaba todo. Luego, hablando con el papá de él decidimos que no estaba preparado para ir a la universidad”.
David terminó en Los Ángeles (Estados Unidos) estudiando inglés. “Allá vivió con una tía que residía en una zona muy exclusiva. Saltó de TransMilenio a que los amigos lo recogieran y lo llevaran al 'college' en carros último modelo. En poco tiempo me estaban llamando para devolvérmelo. Él consumía marihuana. Cuando le pregunté, él me dijo que era algo medicinal, que allá era de buena calidad, mejor dicho, casi le digo: tráigame un poquito”.
De vuelta en Colombia, Camila solo pensaba en complacer el deseo de su hijo de estudiar Derecho. “Moví todas mis influencias para que entrara a una buena universidad, aun cuando ya se habían cerrado inscripciones, y cuando ya tenía cupo, mi hijo me dijo que no quería estudiar allá. Estallé en furia y tuve problemas con mi esposo. Él no entendía por qué trataba a mi hijo de esa forma tan desequilibrada”.
Con un solo llamado David ya tenía a otros miembros de su familia buscándole cupo en otra universidad. “Al final, acepté su decisión, le ayudaba a hacer trabajos y solo le exigía que había unos días en los que no podía salir. Por eso se fue de la casa en noviembre del 2015”. A pesar de pedirle a su familia que no le alcahuetearan, su abuela le abrió las puertas. “Eso generó una discusión”.
El joven cambió su apariencia, se vestía raro. Camila iba hasta la universidad a pedir las notas de su hijo. “Perdí el contacto con él, no me hablaba, era como un extraño”. Cuando se metía en problemas la llamaba. “Un día me dijo que estaba en un camión de la policía. Yo moví todas mis influencias y lo saqué. Ese día se despidió de un tipo: ‘Chao, mi sangre’. Fue horrible. Él había cambiado”.
La pesadilla
El teléfono sonó a las 3 de la mañana. Ambulancias, radioteléfonos, voces extrañas. “¿Usted conoce a un muchacho, usted conoce a un muchacho, señora, véngase, es de carácter urgente”. Camila salió de su casa hacia el sitio, sin celular, sin papeles. Cuando llegó solo buscaba a su hijo debajo de una sábana, se imaginaba lo peor, luego todo quedó en blanco y cuando despertó, encima de un escritorio, una policía le dijo que se había desmayado. “Casi me enloquezco, luego llegó el papá, él lloraba desesperado”.
Había varios policías untados de sangre, ella escuchaba los gritos de David a lo lejos. “Mamá, vete, esto es tráfico de órganos, no confíes en nadie”, así deliraba, esposado. De un momento a otro le dijeron a la pareja que el joven se había entrado a robar a un apartamento en el norte de Bogotá y que había agredido a una persona. “Me dijeron que si conocía una dirección y yo les dije que claro, que yo había vivido allí. Así que me fui a la clínica donde me dijeron que estaba el señor. Eso fue a las 3 de la mañana”.
Cuando llegó, vio a un hombre deformado a golpes, que no podía ni hablar. “Señora, yo soy Juan, el portero, yo solo quería ayudar a su hijo”. Durante una hora ella logró reconstruir en su mente el relato de aquel hombre. David había llegado a las 2 de la mañana gritando: “¡Juan, ábrame, me van a atracar!”. El portero, como lo conocía, lo ayudó, pero después el joven comenzó a gritar y a timbrar en todos los apartamentos. “Cuando el señor se dio cuenta de que lo tenía que sacar porque estaba asustando a la gente, mi hijo lo comenzó a golpear y a gritarle que él lo quería matar, él no estaba en sus cabales, no era él, le lesionó su oreja, los pómulos. Luego llegó la Policía y tuvieron que calmarlo a la fuerza”. Juan tuvo 18 meses de incapacidad y diez cirugías.
Luego de un trámite tortuoso en las URI, de ver a su hijo sufrir, los padres de David se enteraron de lo ocurrido: “Él sentía que lo perseguían, veía lobos negros, miraba desorientado, le salían babas. Ese no era mi David y también quedó muy golpeado”.
¿Qué le había pasado? Todo cobró sentido cuando sus padres se enteraron de que su hijo, que estaba en tratamiento con roacután, para su piel, había ido a una casa de fiestas electrónicas privadas, en el norte de Bogotá, y allí, instigado por quienes manejan el negocio, tomó ron, inhaló 'popper', fumó marihuana y LSD. La mezcla fue una bomba que lo transformó en alguien que no era. “Yo he cometido muchos errores, mi hijo también, pero él nunca hubiera actuado así. Estaba envenenado, incluso me alcanzó a decir que allá embrujaban la droga para que hiciera más daño. Él se alcanzó a dar cuenta, escapó del sitio que le había cerrado las puertas y luego perdió el control”.
Hoy, esta madre afronta una demanda, pero lo peor, las secuelas que las drogas, proporcionadas por delincuentes, le ocasionaron a la salud de su hijo. Además de las lesiones, no ha podido recuperar su tranquilidad, pero está luchando cada día de su vida. “Veo todo como una oportunidad. Mi hijo no murió, pudo haber sido atropellado. Hoy sé que he amado mal a mi hijo. Debo dejar que sea responsable de sus acciones. Yo quise armarle una vida a mi acomodo y terminé por hacerle daño a la persona que más amo. Quería negarme a mí misma que él era un consumidor”.
Hoy David recibe ayuda en una fundación, trata de recuperar la salud de sus órganos, pero también trabaja y ayuda a otros jóvenes que como él viven o vivieron las consecuencias de la droga. “Su cambio espiritual es sorprendente, es un luchador que está venciendo sus miedos”.
Camila solo quiere contar su parte de la historia, su hijo decidirá cuándo cuenta la de él. “Este es un mensaje para todos los padres. No estamos llamados a ser solo amigos, somos, ante todo, padres. Yo anulé a mi hijo en vez de corregirlo y orientarlo. Hoy le digo que lo amo y que toda su familia confía en él”.
CAROL MALAVER
Redactora de EL TIEMPO
*Escríbanos a carmal@eltiempo.com
CAROL MALAVER
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