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¿Qué se siente despertar de un coma? | Serie '¿Milagro o azar?'Stephany Echavarría, de 26 años, sufrió una insuficiencia respiratoria y pasó seis días al borde de la muerte. Esta es su historia.

En esta historia de la serie '¿Milagro o azar?' Stephany Echavarría narra la experiencia que tuvo al borde de la muerte. Video y foto: Marcela Han Acero

¿Cómo se siente estar en coma?

Por una insuficiencia respiratoria, Stephany Echavarría pasó seis días al borde de la muerte.


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05 de diciembre 2020, 12:42 A. M.
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María Eugenia Lombrado 05 de diciembre 2020, 12:42 A. M.
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Stephany, de 26 años, creció con asma aunque ella dice que fue al revés y que el asma creció con ella. A los tres años le diagnosticaron esta enfermedad y desde los 12 su condición empeoró. Pasó parte de la adolescencia entre crisis asmáticas y salas de espera de médicos homeópatas y bioenergéticos. "Fuimos a todo lo popular, lo ancestral, lo caro", dice.

Intentó apagarla con acupuntura y sesiones de programación neurolingüística en las que aprendió a meditar en un tanque oscuro lleno de agua salada. Bebió aceite de tiburón, sangre de armadillo, embriones de pato en jugo y yagé, pero nada logró controlar su asma más de una semana. Las crisis siempre volvieron, cada vez con más exigencias.

Fue así que comenzaron las alergias. Si bien tuvo que buscarle otro hogar a su perro y dejó de comer pollo y brócoli, asumió cada renuncia con dignidad. Aprendió a ceder sin resignarse nunca, a no entregarle todo al asma. Desde siempre ha dado la pelea con cada respiro y con la alegría con la que vive su vida.

Tampoco conoce la pereza. Incluso con inhalador en mano, hacía ejercicio mínimo tres veces por semana, iba a ciclovía y no se perdía un buen concierto ni una feria. Sus amigos la describen como alguien que lee, que sabe mucho de música y que ama viajar.

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En 2012, se fue de intercambio a Buenos Aires, Argentina. Ese invierno -que recuerda por haber sido especialmente frío- tuvo una crisis asmática tan intensa que tuvo que ser hospitalizada una semana completa. La doctora que la trató le regaló un inhalador morado con un medicamento llamado Seretide y con la promesa de que le iba a cambiar la vida, pero Stephany nunca lo usó.

Sentía un profundo rechazo por esa medicina que prometía borrar su asma como por arte de magia. "Puede que me aliviara pero quién sabe cómo estaría hoy mi hígado o mi corazón", dice. Creía que su enfermedad era más emocional que física, y que si aprendía a controlar sus emociones podría luego hacer lo mismo con el asma.

"Si yo estaba muy triste me daba una crisis asmática, si yo estaba muy feliz y me reía muy fuerte también me daba", dice Stephany.

Regresó a Colombia en el 2013. Se graduó y empezó a trabajar como periodista en Bogotá. Mientras lo hacía sacó adelante una maestría en Estudios Políticos Internacionales. Tuvo algunas crisis pasajeras, sustos menores y comunes para su familia, hasta el miércoles 15 de noviembre de 2017, fecha en la que sus pulmones colapsaron. Pasó varios días en coma y al sexto despertó.

Cuando lo hizo estaba conectada a una máquina que respiraba por ella, pues había olvidado hacerlo por sí misma. No podía comer, hablar, muchos menos caminar, pero estaba viva.

¿Cómo logró sobrevivir? ¿Por qué? ¿Dios o el azar? Los médicos que la atendieron le reconocieron a su familia que había sido un milagro, que era poco probable que se salvara y que si lo hacía quedaría con secuelas. Hoy no solo está viva, sino que respira mejor. Esta es su historia.

El día de la crisis

Esa noche Stephany se acostó antes que de costumbre. Había tenido un día difícil en la oficina y había discutido con su jefe. Sentía mucho frío pero como estaba algo agripada no le dio importancia. Alistó la ropa del día siguiente y ya en la cama se puso a mirar las fotos que guarda en su celular. Para que el día acabara pronto resolvió intentar dormir. Eran alrededor de las 10 p.m. del martes 14 de noviembre del 2017.

Se despertó en la madrugada sintiéndose ahogada. "Estar acostado es la peor posición para un asmático", explica, "yo me acostumbré a arrodillarme y a inclinarme hacia adelante para liberar presión". Como intentó respirar por sí misma y no pudo, agarró el inhalador de Salbutamol -el de rescate- del que no se despegaba en los últimos días, se lo aplicó y esperó. Seguía ahogándose. Salió entonces a la habitación donde dormían sus papás.

"Vámonos a la Clínica", les dijo casi sin voz, "yo no tengo tiempo, vámonos ya". Aunque las crisis asmáticas de Stephany no eran inusuales, sus padres, Helena Niño y Óscar Echavarría, nunca se acostumbraron. Ese día se arreglaron en cinco minutos. Antes de salir, Stephany agarró un libro por si se demoraban: 'Tiempo muerto' de Margarita García Robayo, y salió de la casa en pantalón de pijama.

Siempre iban a la Clínica Santa Fe en Bogotá que queda a una hora larga desde su casa de entonces en Ciudad Alsacia. Sin razón aparente Stephany insistió en que fueran a la Clínica del Country, en la 82. Fue tan persistente que en 20 minutos ya estaban ahí. Lo último que recuerda de esa madrugada fue ver el letrero rojo que dice Urgencias. Estaba consciente pero para blindarse del dolor del cuerpo su mente decidió borrar algunos recuerdos. Lo que siguió lo reconstruimos con ayuda de su familia.

Lo de Stephany es de vida o muerte, si no la trasladamos ya se puede morir en una hora

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El protocolo que siguen desde que le dan estas crisis a Stephany es siempre el mismo: entran por Urgencias y esperan turno para el Triage. Le toman la tensión, le miden la saturación de oxígeno en la sangre y la remiten. Luego el neumólogo de turno le aplica tres micronebulizaciones, una cada 20 minutos. Siempre se lograba estabilizar con la primera dosis, pero esperaba las otras dos para estar segura. A veces llegaron a aplicarle hidrocortisona intravenosa, algo que le daba mareo pero que siempre lograba aliviarla. "Me dejaban en observación dos horas y listo, eran crisis muy ambulatorias", recuerda.

Pero ese día no fue así. Con la primera nebulización no pasó nada. La doctora que la recibió esa madrugada no esperó ni un minuto para darle la segunda dosis, y la tercera. Entonces le inyectaron hidrocortisona pero aún así no reaccionó. Llamaron a otro médico.

"¿A Stephany la han intubado antes?", fue lo primero que le preguntó este doctor a Helena. Le explicó que su hija ya no estaba respondiendo y que eso significaba que sus pulmones estaban colapsando. "Ella va a entrar en paro respiratorio", le dijo.

“Yo me quedé cerca a la puerta y veía cómo entraban y salían los médicos, los estudiantes, venían uno tras otro”, dice Helena, “era angustiante no saber qué estaba pasando”.

Eran casi las 6 de la mañana del miércoles 15 de noviembre. Para ese momento Helena estaba sola, pues habían decidido que su papá, Óscar, -quien es profesor en la Universidad del Rosario- las dejara en la Clínica y saliera a trabajar. Creían que esta, como muchas antes, iba a ser una crisis más y que esa misma noche estarían todos en casa.

Hacia las siete de la mañana se abrió la puerta de la sala y Helena vio a su hija acostada en una camilla sin ropa y con un tubo grueso entrando por su boca. Al otro extremo, una enfermera bombeaba aire con sus manos cada cierto tiempo.

"La van a trasladar", le dijo otro de los médicos a Helena. Para ese momento el problema no era la falta de oxígeno, sino el exceso de dióxido de carbono en los pulmones de su hija. "El aparato que ella necesita solo lo tienen tres clínicas en Bogotá, el de la Cardioinfantil está dañado y el de la Santa Fe lo están usando, hay que trasladarla a la Clínica de La Sabana", le dijo el médico.

"¿Hasta Chía?", preguntó Helena con cierta angustia.

"Lo de Stephany es de vida o muerte", le respondió el médico, "si no la trasladamos ya, ella se puede morir en una hora".

La subieron a una ambulancia nivel 4."Ese día me enteré que había niveles de ambulancias", dice Stephany. Su tío, el hermano de su papá, llamó de casualidad. Helena le contó la situación y decidieron encontrarse allá.

“Hablé con Óscar y cuando llegó ya la ambulancia arrancaba”, recuerda Helena, “entonces él nos siguió en el carro como pudo”. Llovía cuando la ambulancia salió y tomó la Autopista Norte de Bogotá. Estos vehículos pueden usar el carril de TransMilenio cuando el de los vehículos particulares no avanza, por lo que pronto lo dejaron atrás.

Cuando llegaron a la UCI de la Clínica de La Sabana ya había llegado el tío, el abuelo y el primo de Stephany. El papá alcanzó a verla despierta. "Él me cuenta que en un momento yo le peleaba y le hacía señas de que me pasara el celular", dice Stephany.

Con el tiempo fue complicándose, no evolucionó como ellos esperaban

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Estuvo a punto de morir dos veces el mismo día. ¿Se salvó de milagro?

Le cambiaron el tubo grueso de la bomba manual por un Respirador de Presión Positiva, una máquina más moderna que por medio de un tubo pequeño se conecta a los pulmones. Ese día los médicos dijeron que solo debían esperar unas horas para retirar la máquina. Nadie sospechó que el cuerpo de Stephany no lo iba a tolerar.

Cuando los médicos intentaron desconectar la máquina, sus pulmones respondieron con broncoespasmos. Entonces le dijeron a Helena y a Óscar que iban a darle un calmante suave para intentar relajarla, pero tampoco surtió efecto. De tanto ajetreo su condición empezó a deteriorarse y la parte derecha de su cuerpo dejó de responder. Su corazón estaba desbocado y corría peligro de sucumbir. Tomaron la decisión de sedarla por completo.

"Yo creo que los médicos juegan mucho con la gente", dice Stephany, "no le pueden decir a una familia que le van a hacer esto a su hija y que no saben cómo pueda reaccionar porque nadie estaría tranquilo”. Pero para este momento ya se había agotado todo el protocolo y los médicos sabían que entre más tiempo pasara, mayor sería el riesgo de que muriera. La sedación profunda fue su última opción.

Le dieron un medicamento llamado Ketamina y Stephany se apagó. No se movía, ni reaccionaba. El único ruido en esa habitación era el de la máquina conectada a sus pulmones inhalando y exhalando por ella, a pesar de ella.

Helena recuerda que los médicos le dijeron que en este estado su hija se repondría más rápido. “Pero en el transcurso del tiempo ella fue complicándose, no evolucionó como ellos esperaban, sino todo lo contrario”, dice.

No hay certeza del momento preciso en el que Stephany cayó en estado de coma.

El coma desde afuera

En la Unidad de Cuidados Intensivos, la UCI, de la Sabana, el horario de visitas es de una sola hora, dos veces al día. Las puertas se abrían a partir de las 11 a.m. pero Helena y Óscar llegaban casi tres horas antes y se quedaban allí todo el día. “Así no nos dieran informe ni nos dejaran entrar la angustia de quedarnos en la casa no nos dejaba”, dice Helena.

Cuando llegaron a la Clínica en la mañana del jueves, el médico Hugo Ramírez les dijo que Stephany no había respondido. Les contó que en ese estado cualquier contacto con una bacteria podía ser mortal para su hija por lo que habían decidido aislarla por completo.

La habitación en la que pusieron a Stephany era un cubículo de vidrio que la separaba de los demás pacientes de la UCI. Hasta allí solo podía llegar el papá o la mamá, en bata, con tapabocas y uno a la vez, una sola vez al día. Las demás visitas la podían ver pero solo a través del vidrio.

“Quizás por toda la situación a Óscar le dio gripa y no pudo entrar unos días”, recuerda Helena. Entonces era ella quien entraba a las 11 a.m. al cubículo y Alejandro, el hermano menor de Stephany, de 5 p.m. a 6 p.m.

¿Sabías que ya pasó una semana entera de tu vida?

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El doctor Ramírez les encomendó que le hablara al oído cuando estuvieran con ella, que le transmitieran tranquilidad y que le contaran quién la había ido a visitar, pues era probable que ella los pudiera escuchar. También les dijo que médicamente habían hecho lo posible por preservar su vida, pero que dependía de ella regresar.

“Me acuerdo mucho de cómo se veía cuando fuimos a visitarla”, cuenta Alberto Mario Suárez, amigo de Stephany desde hace cuatro años, “salimos de la oficina con otros dos amigos muy a las 3:30 p.m. y volamos hasta Chía para llegar a la hora de visita”.

Cuando entraron la alcanzaron a ver a través del vidrio. “Fue impresionante, pensé que en verdad se podía morir”, dice Cristian Ávila, otro amigo, “antes de ir no creí que fuera posible que esto le pasara a alguien de 26 años”.

Estaba irreconocible. De la parte superior derecha de su pecho, cerca de una de las venas más importantes en el cuerpo humano, se desprendían una docena de cables. Enterradas en sus muñecas y antebrazos, otro sinfín de agujas y en su boca, el tubo del respirador.

Así vencí a la muerte y me convertí en un extraño caso médico

Podemos devolvernos más o podemos salir ya de esto

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En la tarde entraba Alejandro, de 22 años, y le hacía masajes con crema en las piernas y en los brazos para hidratarle la piel a su hermana. Seguía las instrucciones de la enfermera Blanca al pie de la letra. ‘Blanquita’, como terminaron por llamarla, también les aconsejó llevar cojines rellenos de bolas de icopor para evitar las llagas.

En esos primeros tres días Stephany no se movió ni un ápice.

Hacia el viernes la acechaba una insuficiencia renal. Cuando una persona entra en coma es como si su cuerpo estuviera apagado. Todo deja de funcionar. De no estar bajo un control constante los demás órganos pueden verse afectados.

Tuvieron que reaccionar rápido. El sábado, el médico de fin de semana, el Doctor Caviedes, les explicó que iba a cambiar los medicamentos para provocar una reacción. “Podemos devolvernos más o podemos salir ya de esto”, advirtió. Y cuando volvieron al cubículo esa misma tarde se encontraron con que Stephany tenía la cara cubierta por una sábana blanca. Casi les da algo. Tuvieron que serenarse y esperar hasta el otro día para que les dieran noticias de ella.

En la mañana, el doctor Caviedes les explicó que algo en el cambio de medicamentos le había provocado fiebre a Stephany y que aquello era señal de que estaba reaccionando. La sábana empapada en agua fría era para bajar la fiebre. Los golpearon dos emociones contradictorias: no supieron si alegrarse o llorar.

A partir de entonces el semblante de Stephany cambió. De vez en cuando movía un pie o fruncía el ceño como si estuviera de mal genio, en especial cuando su mamá se acercaba a hablarle. “A veces también ponía cara como si fuera a llorar”, recuerda Helena, “y le salían lágrimas de sus ojitos, pero no los abría”.

Volver a la vida

Cuando abrió los ojos Stephany, tenía las manos atadas. Lo primero que pensó fue que estaba en un manicomio. Se sentía desorientada y no recordaba cómo había llegado hasta allí. Prefiere decir que ese día abrió los ojos, mas no que ese día despertó. Habían pasado seis días desde la insuficiencia respiratoria

Ese lunes, Helena, Alejandro y la abuela materna, Rosa, llegaron a la hora habitual para la visita matutina. Se estaban lavando las manos antes de entrar al cubículo cuando la enfermera ‘Blanquita’ se les acercó y les dijo que ‘la muñeca’ -como le decían Stephany en la Clínica por lo linda que les parecía- había despertado. “¡La muñeca se despertó, mamá!”, fue lo que Helena recuerda que dijo.

La primera en entrar esa mañana fue su abuela materna, con quien Stephany tiene una conexión especial. “Me contaron que cuando la vi me emocioné mucho pero solo movía mis pies”, le contaron porque no se acuerda de ese primer encuentro.

Casualmente ese día mucha gente había ido a verla. Todos los que Stephany se acuerda de haber visto tenían algo en común que no olvidó: estaban sonrientes, ninguno parecía triste a pesar de que su condición aún era delicada. “Yo no entendía nada, pero pensaba: bueno, están felices, yo debo estar bien”, recuerda.

Nadie puede saber si lo que yo vi fue real o no, solo yo puedo estar segura

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Tiempo después le contaron que el psicólogo de la Clínica dio una charla a familiares y amigos de cómo hablarle. Les advirtió que no lloraran delante de ella ni que le transmitieran sus angustias. “Su recuperación depende de ustedes también”, les dijo.

Más tarde ese día, el médico internista, el doctor Abdul Patiño, le avisó a sus padres que iban a intentar retirar el tubo otra vez.

En la cama del hospital, Stephany recuerda haber visto una luz que la encandelillaba, también recuerda ver rostros borrosos de tapabocas que se daban instrucciones entre sí. La enfermera Lili, jefe de terapia respiratoria, estuvo todo el tiempo al lado izquierdo de la cama, cerca a ella.

“No llames el vómito”, “tranquila”, “ya va a salir el tubo”, “ayúdame a abrir la garganta”, le repetía la enfermera Lili. Poco a poco fue saliendo el tubo de la máquina que durante seis días funcionó como una parte de su cuerpo. Stephany recuerda que era de color negro.

“¡Felicitaciones, muñeca!”, le dijo el doctor Patiño cuando salió el tubo, “Volviste a la vida”. Sintió cuando el médico le puso una manilla en su muñeca y escuchó cuando le preguntó: “¿Sabías que ya pasó una semana de tu vida?”.

Al poco tiempo recuperó la visión, pues antes veía solo sombras y luces distorsionadas. Stephany había logrado despertar de un coma, pero esta segunda oportunidad traería consigo un doloroso reto: volver a aprender a comer, a caminar y a respirar sin ayuda.


La recuperación

La pasaron a una habitación de 15 camas en la UCI, la suya era la última de la fila. Stephany estaba entre los pacientes más jóvenes: “estar en la UCI es duro porque entra gente muy mal y uno ve todo eso”, dice.

De esa primera noche recuerda haber sentido cómo cientos de bichos se subían a su cama y se paseaban por encima suyo. No los podía ver pero sí sentir. Varias veces intentó quitarlos con patadas y manotazos, hasta que los enfermeros de turno alarmados por el ruido llegaban a tranquilizarla. También recuerda haber visto niños y dice que tuvo sueños en los que veía bebés que no conocía.

Los médicos les advirtieron a Helena y a Óscar que por el medicamento era muy probable que Stephany alucinara, que creyera que había visto cosas que no eran reales. “Tocaba decirle: no, amor, eso no sucedió”, cuenta su mamá, “y ella a veces trataba de enojarse”.

El reto máximo es poder ir al baño sola

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“Yo siento que todas esas cosas no son mentira”, dice Stephany. Las visiones siempre sucedían de noche y en ellas recuerda haber conversado largo rato con un exnovio y con su mejor amiga de quien hacía años no sabía nada. “Nadie puede saber si lo que yo vi fue real o no”, reconoce, “solo yo puedo estar segura”. Sea lo que fuere, su voz refleja la tranquilidad de quien no carga asuntos pendientes.

El miércoles 22 de noviembre, una semana después del episodio que casi acaba con su vida, los médicos decidieron trasladarla a la Unidad de Cuidados Intermedios: un paso más antes de salir. Le asignaron la habitación número 10 en la que pasaría una sola noche.

Sus músculos, atrofiados desde el coma, lentamente comenzaron a despertar y a suscitar el dolor más agudo que ha sentido en su vida. “Yo sí sé cuántos músculos hay en el cuerpo humano porque recuerdo ese dolor tan tremendo”, dice.

Los médicos la consolaban diciéndole que al cabo de unos días iba a olvidarlo todo y más de una vez le explicaron que cuando el cuerpo humano supera el límite del dolor, la mente se defiende con periodos de amnesia.

“Pero yo en cambio lloraba siempre que me decían eso”, dice Stephany, “porque yo quería recordar”. Tuvo que hacer un esfuerzo que los médicos calificaron de ‘sobrehumano’ para hacerlo. Pero no solo lo bueno, lo bonito, sobre todo del dolor se acuerda vívidamente.

La velocidad con la que Stephany se estaba recuperando asombró hasta a los médicos. No había pasado un día en Cuidados Intermedios cuando volvió a hablar, aunque al principio lo hizo suave, despacio.

Esa misma tarde intentó comer sola. En medio del dolor y de la debilidad fue una proeza llevar los alimentos desde la bandeja hasta su boca, más aún masticarlos. Su primera cena fue un huevo cocido, galletas Saltín, una gelatina y avena. Ella misma descascaró el huevo mientras se enfriaba la avena.

“El reto máximo”, le decía Stephany a uno de los enfermeros, “es ir al baño sola”. Llevaba una semana en pañales y la desesperaba sentirse como una bebé.

En la tarde entró el Dr. Patiño a la habitación para decirle que si era capaz de pasar la noche sin la ayuda de la bala de oxígeno él mismo le daría de alta al día siguiente.

A Stephany siempre le dio mal genio que en plenas crisis asmáticas hubiera quienes le dijeran que respirara, así sin más. “Uno dice: pues, yo quisiera pero no puedo”, cuenta, “me da rabia que la gente crea que es fácil cuando no lo es”.

Fue una lección para todos

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Esa última noche en el hospital se jugó todas sus cartas. Tuvo que echar mano de lo aprendido años atrás en las sesiones de programación neurolingüística y de la meditación. Se decía a sí misma: “tengo que respirar”, “no hay problema”, “yo puedo”. También invocó en su mente la frase que su mamá le repite desde que era pequeña: “La mente es superpoderosa. Stephany, tú la puedes manejar”. Helena se la decía también mientras estuvo en coma.

En un par de ocasiones escuchó a los enfermeros decir que no creían que fuera a lograrlo. Pero lo hizo.

Las ansias de vivir y de probarse a sí misma que efectivamente la mente, su mente, podía superar esta prueba se impusieron a su miedo más antiguo, más instintivo: el miedo a no poder respirar, que es, a la larga, el miedo a morir. En la tarde del día siguiente se incorporó en la cama, puso ambos pies descalzos en las baldosas frías y caminó hasta el baño sin ayuda. Había recuperado el dominio de su cuerpo. Un privilegio, reconoce, del que no todos gozan. Se sentía profundamente afortunada.

Tal como lo prometió el doctor Patiño esa tarde le dieron salida. Eran cerca de las 5 p.m. del jueves 23 de noviembre cuando Óscar cruzó las puertas de la Clínica La Sabana en Chía. Helena iba en el asiento de atrás y Stephany de copiloto. Al anochecer -no sin muchas dificultades- estaban por fin de regreso en su casa de Ciudad Alsacia.

Lo aprendido

No han pasado más de seis meses pero de la joven que por poco muere solo quedan las diminutas cicatrices de las agujas en sus brazos y en la parte superior de su pecho, cerca al hombro derecho. Hoy Stephany cree que Dios, Buda, Krishna, el Universo, o como lo quieran llamar, le dio la oportunidad de escoger si quedarse o regresar y que ella eligió vivir.

Tampoco cree que lo hubiera podido lograr sola. ¿De quién era la voz que le habló en la oscuridad? “De mi ángel guardián”, responde sin vacilar. ¿Y de quién, la energía que sintió? “De la gente que rezó o pidió que me despertara, independientemente de su religión o sus creencias”. Stephany no discrimina, al contrario, agradece todo el apoyo que recibió.

Cree, eso sí, en la Vírgen María, en los ángeles y también en la reencarnación. No se considera a sí misma devota de ninguna religión, pero cada vez que se encuentra a alguien que le dice que rezó por ella, le da las gracias. Incluso acompañó a su abuela materna, Rosa, a ver a la Vírgen de Chiquinquirá y al entrar a la Iglesia lo primero que notó fueron los vitrales. Luego cuando vio el cuadro de la Virgen sin razón rompió a llorar.

Aunque los médicos dicen que no era para que volviera a la vida, Stephany cree que uno tiene que poner de su parte para hacer el milagro. “Quizás si no hiciera ejercicio o si no estuviera bien espiritualmente no hubiera podido volver”, dice.

Curiosamente el medicamento que el neumólogo le formuló luego de la insuficiencia se llama Seretide, el mismo que seis años antes le había regalado la doctora en Buenos Aires y que tanto se había rehusado a utilizar. “¡La vida siempre me estuvo hablando!”, dice con una sonrisa, “fue una lección para todos”.

La sensación constante de ahogo también la abandonó. Aún carga el Salbutamol por si acaso, pero con un solo puf de Seretide cada 12 horas y una pastilla en la mañana, Stephany hoy puede reír sin contenerse y llorar sin miedo. Y aunque hoy vive sin pelear por cada respiro, lo vive como si fuera el último que le queda.

MARCELA HAN ACERO
Twitter: @Han_Acero

Esta historia hace parte de la serie '¿Milagros o azar?'.

05 de diciembre 2020, 12:42 A. M.
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María Eugenia Lombrado 05 de diciembre 2020, 12:42 A. M.
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