En el último año, los hermanos Cristian y Heison Díaz han estado siempre sujetos a seguir estrictas medidas de seguridad, sin opción de cometer el más mínimo error. Pero, ahora, con la alerta por el virus que causa el covid-19, tienen tal vez una de las tareas de mayor responsabilidad que han hecho en su trabajo y en su vida.
Ellos son los encargados de recoger los residuos producidos por los colombianos que fueron repatriados desde Wuhan (China) y transportarlos como si se tratara de un tesoro hasta el lugar donde se produce su destrucción.
Desde la noche del jueves 27 de febrero, cuando aterrizó en Catam el avión de la FAC con el grupo de connacionales, esa ha sido su labor. Todos los días, a las 10 p. m. en punto, ingresan a la villa deportiva del Salitre en un furgón para recibir las bolsas con los desechos.
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A ese lugar llegan vestidos con trajes que parecen de astronautas. Van cubiertos de pies a cabeza, sus rostros escasamente se alcanzan a ver a través del vidrio de sus máscaras. Sus manos están protegidas por tres tipos de guantes, uno sobre otro, que les llegan casi hasta los codos.
“Somos conscientes de que si no utilizamos todos los elementos, nos puede entrar algún tipo de sustancia o algo infeccioso”, dice Heison, un joven de pocas palabras, mientras se pone la máscara para poder ingresar a la villa deportiva.
Cristian, de 26 años, y Heison, de 20, hacen parte de la legión de 150 personas que recogen y transportan residuos biológicos o peligrosos que se producen en la ciudad, incluida la zona rural. Por eso, ya están acostumbrados a darles un manejo cuidadoso a las bolsas rojas, donde estos son dispuestos en droguerías, centros de estética y de tatuajes, morgues y hospitales, para diferenciarlos de los demás.
Somos conscientes de que si no utilizamos todos los elementos nos puede entrar algún tipo de sustancia o algo infeccioso
Todas esas medidas, de acuerdo con Cristian, son para que no exista “ninguna posibilidad de riesgo, ni para ellos, ni sus familias, ni compañeros ni otros ciudadanos”. Pero son todavía más extremas en el caso de los residuos y del material biológico producidos por los 41 colombianos alojados en la villa, quienes están cumpliendo ocho de los 14 días que deben pasar aislados, para descartar que estén contagiados con el virus.
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Cristian es el conductor y Heison, el ayudante y el encargado de bajarse del vehículo, abrir la compuerta para que una persona que sale del edificio donde están los colombianos junto con sus familias, la tripulación del avión y el cuerpo médico que los atiende deposite ese material empacado en doble bolsa. Pueden ser entre 50 y 60 kilos cada noche. Hay desde bajalenguas, jeringas, cuchillas de afeitar, pañuelos húmedos, pañales, desechos de aseo, utensilios de mesa y cocina, guantes, batas, ropa... en fin, todos los elementos que pudieron haber tenido contacto con fluidos y secreciones corporales.

Cristian y Heison Díaz, los dos hermanos encargados de recoger y transportar cuidadosamente los residuos.
Néstor Gómez. EL TIEMPO
Una vez Heison cierra la compuerta y el vehículo atraviesa de nuevo las rejas de la unidad deportiva, comienza otra operación, que puede demorar entre 40 minutos y una hora, dependiendo del tráfico que encuentren en el camino. Delante del automotor, con capacidad para tres toneladas, va en una moto Alexánder Calderón, la persona que Ecocapital (operador de los residuos de riesgo biológico en la ciudad) designó como supervisor.
Este bogotano, que no lleva un traje especial, pero sí la máscara, no puede en ningún momento tener contacto con los hermanos Díaz, quienes van en la cabina, con las ventanas cerradas durante todo el recorrido, que los conduce hasta la vereda Los Puentes, en Mosquera, Cundinamarca, donde se encuentra el horno de gas en el que son incinerados a temperaturas de más de 1.000 grados centígrados todos esos residuos que salen de la villa.
De la misma forma, los dos hermanos regresan a Bogotá. Se trata de nuevo de un viaje sin paradas hasta que arriban al centro de operaciones de Ecocapital, en la localidad de Fontibón. Allí, entregan el traje blanco, las botas amarillas y los guantes verdes para que sean incinerados y las máscaras para su debida disposición. Y mientras el furgón es lavado y desinfectado, ellos se duchan con jabones antisépticos.
Son más de las 3 de la madrugada y apenas están empezando a ver de cerca la hora de regreso a casa; los esperan con expectativa para saber cómo les fue en la jornada. Ellos deben esperar otra vez la noche, para volver a iniciar la ruta que los llevará a la villa para cumplir la cuidadosa tarea de recoger los desechos que producen los connacionales en cuarentena y llevarlos de manera segura hasta Mosquera, donde terminan convertidos en ceniza.
GUILLERMO REINOSO RODRÍGUEZ
Editor de Bogotá
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