Cuando Pepe y Ferggie olfatearon, fijaron la mirada, movieron rápidamente sus colas y con sus patas comenzaron a rasgar el suelo con un desespero inusual, no existía duda: debajo de la tierra había restos humanos, y detrás, la historia de un asesinato.
Él y ella, o mejor, macho y hembra, no llegaron por casualidad a la Unidad Canina del CTI de Fiscalía General de la Nación. Estos perros y sus guías, Wílmer Mejía y Ernesto Martínez, cargan a cuestas una experiencia de años en uno de los oficios más peligrosos del país y del mundo: destapar fosas.
Por eso fueron llamados el día en que los muros de las paredes de las casas de la ‘L’ del ‘Bronx’ revelaron los rastros de la barbarie. La orden de trabajo era clara para el grupo de criminalística: había cuerpos humanos enterrados bajo los escombros.
Ese día de septiembre del 2016, Wílmer estaba con Pepe, un labrador retriever con ocho años de trabajo y entrenado por uno de los mejores: Isaías Rodríguez. Un funcionario de la institución lo había entregado a la unidad como donación. Era lo suficientemente juguetón, ansioso, fuerte, intenso por la búsqueda, glotón y bonito como para desempeñar la labor.
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Pero para cuando fueron los operativos en la ‘L’, los ocho años de trabajo lo había confinado al retiro y casi nunca lo llevaban de viaje, un año después tendría que estar jubilado. “Ese día asistió porque no tenía que desplazarse mucho y después del trabajo podía descansar”, contó Wílmer. El perro es cojo, tiene problemas de cadera y sufre las consecuencias de varias enfermedades que adquirió en el monte, donde los muertos de la guerra y el narcotráfico son enterrados en medio de la maraña.
Las montañas de mugre, materia fecal dispuesta por doquier, los vestigios de la desidia humana dejaron impresionados a humanos y perros; igual, tenían que continuar la labor que ya habían iniciado algunos investigadores.
Comenzaron en una casa verde de cinco pisos. La primera inspección fue en el patio. El georradar, un aparatodesondeo terrestre que se utiliza para detectar objetos y estructuras por debajo del nivel del suelo, detectó anomalías. Así se ubicaron los primeros puntos. Había unas extrañas placas de concreto de unos diez centímetros de grosor dispuestas de forma irregular.
Con picas, palas y macetas, los técnicos tenían que romper las moles con el cuidado y los equipos para no dañar la evidencia, también encontrar tierra maleable para luego abrir una especie de pozos de sondeo utilizando un barreno, un dispositivo utilizado para realizar agujeros de unos 80 centímetros de profundidad.
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La descripción del trabajo es rápida, en la realidad, estos hombres tardaron horas y días en una actividad intensa mientras que los periodistas y la ciudadanía presionaban para saber cuál había sido el macabro hallazgo.
Retomemos. Cuando los hoyos estaban abiertos, Pepe, otra vez, entró en acción. Raspaba el barro de una forma desesperada, el animal mostraba muchas alteraciones. Pronto la tierra se fue revelando: un hueso humano se dejaba ver por fuera de su entierro clandestino. “Los expertos lo ratificaron, no era fácil, porque dentro la tierra se encontraron también restos óseos de vacas. De todas formas, los perros saben diferenciar el olor”, dijo Wílmer.
Había vestigios de adipocinas, proteínas secretadas por el tejido con el mismo nombre. Era la prueba de la existencia de un cuerpo en estado de descomposición. “El olor fue terrible, tuvimos que salirnos”.
El trabajo no había terminado. Tenían que aplicar la técnica pedestal, que es extraer la parte en donde se encuentra el cadáver y sacarla en bloque para luego liberar las partes. Ahí entra la pericia de técnicos, antropólogos y arqueólogos para no poner en riesgo el hallazgo. Partes de una clavícula, un fémur, una rotula, y hasta tejido blando se fueron dejando ver, para luego ser embaladas, rotuladas y puestas en cadena de custodia para trasladarlas a Medicina Legal.
El primer cadáver fue exhumado. Las pruebas dejaban ver que la víctima había sido descuartizada, quemada y fundida en concreto. No era la única.
FerggieEl segundo perro entró en acción. Ferggie, una pitbull café, de pelaje suave y brillante, también regalada por una funcionaria, llegó al ‘Bronx’.
La traía Ernesto Martínez Espinel, el hombre que dice haber desenterrado más de 400 muertos en el país, el que tuvo que destapar la realidad de las casas de pique en Buenaventura, la de los muertos que deja la guerra entre ‘la Empresa’ y ‘los Urabeños’, el que fue mordido en una fosa por una de las serpientes más venenosas del país y sobrevivió.
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Hace ocho años entró en la especialidad de hallazgo de restos humanos y hoy enseña a otros su labor.
“Este es un trabajo de investigación, de articulación, de criminalística, de fotógrafos judiciales, de profesionales en arqueología y antropología. Son muchos los involucrados”, dijo Ernesto, quien ama su trabajo y se precia de hacer parte del grupo que llega de primeras. Ellos y sus perros tienen el olfato para encontrar pistas. Recuerda que los primeros cuerpos que exhumó fueron en el norte de Boyacá y que lloró cuando en una fosa de San José del Guaviare encontró cuerpos de niños. Paradójicamente, este hombre y su amada Ferggie pocas veces habían estado en un territorio tan urbano como el ‘Bronx’.
A pesar de toda su experiencia, lo que encontró allí lo sorprendió. Ferggie fue certera, antes y después del procedimiento con los equipos, dio señas de la existencia de más cuerpos enterrados.
Hasta taladros mecánicos tuvieron que utilizar Ernesto y su equipo para revelar que dos cuerpos más estaban debajo de los pisos de esa vivienda; incluso, tuvieron que destruir una escalera. “El primero lo encontró Pepe; los otros dos cuerpos, mi Ferggie; estaban a cinco o seis metros de distancia”.
Estos tenían las mismas características, estaban desmembrados con armas cortocontundentes, quemados y dispuestos en el concreto. El trabajo es de una minucia extrema, no se puede tocar demasiado la escena, todo puede dar pistas de lo que pasó, de cómo fueron enterrados los cuerpos, del tiempo que permanecieron allí y qué sustancias se utilizaron. Al final de la extenuante misión, estos hombres y sus perros habían conocido los horrores de lo que pasó en pleno centro de Bogotá. “Nos aterró encontrar unas 55 canecas enterradas. Presumimos que ahí torturaban a la gente, desaparecían cuerpos en ácidos o encaletaban drogas o armas”, contó Ernesto.
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Ferggie había demostrado una vez más su capacidad de rastreo, pero su pericia casi le cuesta la vida. Su pata trasera se cortó en la escena y se infectó con una bacteria casi indestructible.
La médica veterinaria que la trató dijo que había llegado con su hueso expuesto, pérdida de tejido muscular y un absceso. “Cuando se realizó un cultivo de la herida y una prueba de sangre se encontró la presencia de una bacteria demasiado agresiva, incluso se pensó en la amputación”. La había contraído en el ‘Bronx’, luego de once antibióticos, solo uno funcionó pero perdió dos dedos.
A pesar de todo pronóstico, Ferggie se recupera y podrá volver al campo de acción. No pudo estar en la condecoración en donde ella, Pepe y sus amos acompañantes fueron condecorados por el alcalde Enrique Peñalosa por su labor en el ‘Bronx’, pero, por lo menos, volverá a trabajar. Pepe tendrá su merecido descanso.
Pronto se sabrán las identidades de quienes murieron en el infierno, hoy solo se presume que se trataba de tres hombres robustos; mañana, quizás, alguien enterrará a su ser querido. “Esta labor es triste, dura, pero es reconfortante cuando una familia te abraza por haberla sacado de la incertidumbre”, dijo Ernesto.
CAROL MALAVER
Subeditora Bogotá
Escríbanos a carmal@eltiempo.com
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