La pandemia le dio la estocada final a una crisis financiera que viene desde hace varios años en el trasporte público, como consecuencia de una reducción en la demanda de pasajeros, una deficiente planeación presupuestal, demoras en frecuencias, rutas inadecuadas, y una infraestructura desactualizada según lo proyectado desde la creación del Sistema Integrado de Transporte.
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A esta realidad se suma el incremento de los costos operativos: salarios, mantenimientos, renovación de flota, combustible, entre otros.
La decisión de no subir las tarifas de transporte público es sensata, pero profundiza aún más su crisis financiera y pone en riesgo la sostenibilidad del sistema.
Básicamente porque en los últimos años la tarifa comercial nunca ha logrado cubrir los costos reales de la operación; ese diferencial lo termina asumiendo las arcas distritales a través del Fondo de Estabilización Tarifaria.
Se calcula que para el 2020 el déficit fue de 1.9 billones de pesos, pues las restricciones para evitar el contagio de covid-19 llevaron a establecer un tope máximo del 35% de pasajeros. Situación que terminó afectando aun más sus finanzas. Valga decir, que todos los sistemas de transporte público en las grandes ciudades del mundo están atravesando problemas similares.
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No obstante, en Bogotá, la reducción de usuarios se venia registrando desde antes de la pandemia. Lo peor es que dada la actual coyuntura y la narrativa negativa que se construyó alrededor del transporte público, y los hechos de inseguridad recientes, cada vez más bogotanos están optando por bajarse del Transmilenio y el SITP.
Algunos como los jóvenes prefieren la bicicleta, mientras otros han decidido comprar carro usado (basta ver las ventas de los últimos meses) o una motocicleta.
Mientras el parque automotor siga creciendo a este ritmo, fácilmente llegaremos a los 3 millones de vehículos a mediados de esta década. La congestión vehicular será la peor pesadilla cuando todo regrese a la “normalidad”. De allí la necesidad de salvar el transporte público, mejorarlo sustancialmente y hacer inversiones para que los bogotanos se desplacen en medios más sostenibles y realicen trayectos más cortos.
Esto significa también, iniciar procesos de concertación con los operadores, resolver cuanto antes el SITP provisional que tanto daño le hace al sistema, al igual que los colados, las ventas ambulantes y la inseguridad.
Y sobre todo, repensar las formas de financiación de la tarifa, más allá de la demanda de pasajeros, pues al igual que la salud o la educación, el transporte público se debe concebir como un derecho ciudadano para movilizarnos; por lo tanto, los subsidios a la población vulnerable deben mantenerse, pues ellos gastan hasta un 30% de sus ingresos para movilizarse.
Aunque hay varias alternativas para salir de la crisis, muchas requieren voluntad política. Tal es el caso de los cobros por congestión y contaminación, la destinación de recursos del parqueo en vía, la instalación de peajes urbanos, y hasta la creación de cobros de plusvalía a los predios cercanos a los corredores viales.
La opción de financiar el déficit vía deuda pública o venta de activos del distrito no resuelve el problema, al contrario, lo prolonga. La renegociación de los contratos con los operadores y la exigencia de una política de calidad del servicio debería también estar sobre la mesa.
Si quiebra el transporte público ¡perdemos todos!
ÓMAR ORÓSTEGUI
FUTUROS URBANOS
En Twitter: @omarorostegui