La protesta social es un derecho constitucional que en algunas ocasiones tiene expresiones de violencia, pero el vandalismo es una acción deliberada contra los bienes públicos y la propiedad privada.
No es posible que cada vez que hay una marcha, la ciudad sea testigo de saqueos y robos a supermercados, droguerías y comercio. Al final, el sistema de transporte termina siendo el más perjudicado y los usuarios siempre pagan los platos rotos. Estos hechos opacan el sentido de la manifestación social.
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Como resultado, 16 estaciones del sistema no pueden operar normalmente. De los 174 buses afectados de Transmilenio, 59 tuvieron que quedarse en los talleres mientras les reparan los daños. Situación similar afrontan los buses zonales, pues de los 60 que fueron vandalizados, 32 tuvieron que salir de las calles por daños graves.
El malestar ciudadano frente a las políticas de gobierno necesita medios para expresarse. Los paros, marchas y cacerolazos son formas legítimas de hacerlo, pero la violencia desmedida y los atentados contra la vida, que realizan unos pocos, definitivamente requiere atención y sanción por parte de las autoridades, los organizadores de las marchas y los mismos ciudadanos que protestan de manera pacífica.
La participación social ha venido tomando fuerza, en virtud de la crisis de representación de los partidos tradicionales y la poca eficiencia de los mecanismos institucionales para atender las nuevas demandas ciudadanas. La reforma tributaria es un buen ejemplo de esa desconexión con la realidad del país y el drama humano que viven hoy muchas familias como consecuencia de la pandemia.

Ómar Oróstegui
Ómar Oróstegui
En medio de todo esto, no faltan los políticos oportunistas que se aprovechan de la coyuntura para obtener beneficios electorales y nunca presentan alternativas sensatas para encontrar soluciones a los problemas que hoy tenemos.
Tenemos que entender que las marchas sociales están evolucionando y son muy diferentes a las de una década atrás.
Para empezar, ya no se concentran en un solo punto geográfico, sino que se distribuyen en los lugares neurálgicos de la ciudad, donde hay aglomeración de personas (portales, estaciones, comercio, universidades). Todos estos sitios tienen un valor simbólico para las ciudades.
Gracias a las redes sociales, son eventos cada vez más planificados y con una amplia participación de sectores y colectivos ciudadanos, donde las expresiones culturales se suman a las arengas tradicionales. Lástima que, en algunas ocasiones, por culpa de unos pocos, terminen en violencia y enfrentamientos con la policía, a tal punto que ya se han registrado víctimas fatales.
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Sin embargo, tampoco se puede desconocer que el ejercicio de la violencia y el vandalismo es cada vez mayor, en especial, por parte de grupos reducidos que, poco a poco, se han especializado en generar caos en medio de manifestaciones pacíficas. De allí que la autorregulación de las organizaciones que convocan resulta cada vez más necesaria.
Ahora, con la coyuntura del covid-19, ha aumentado el malestar ciudadano en las calles, problema que no debe entenderse exclusivamente desde la perspectiva de salud pública, al fin y al cabo, el covid tiene impactos sociales y económicos. Por ejemplo: hoy, el 30% del comercio ha cerrado definitivamente en Bogotá y la tasa de desempleo es cercana al 20%: es decir, 900 mil bogotanos están desocupados, sin contar los que están en la informalidad laboral.
Todo esto tiene efectos en la pobreza y en las estrategias de subsistencia de muchos hogares bogotanos, que aunque no salieron a marchar, si están descontentos con las respuestas financieras del gobierno nacional para superar el impacto económico de la pandemia.
Es creciente la inconformidad social; los jóvenes, cada vez están más insatisfechos; el desempleo no para de crecer, al igual que la violencia e inseguridad en las calles, todo esto en un escenario urbano mediado por una crisis sanitaria. Vienen tiempos difíciles.
Tampoco se puede pasar por alto, que los intentos de los gobiernos por controlar la pandemia a través de cuarentenas, toques de queda y todas las medidas para garantizar el distanciamiento social y el control a futuros brotes, pueden llegar a ser contraproducentes a largo plazo si no reciben la adecuada deliberación publica, ya que pueden acabar siendo las herramientas para justificar medidas en contra de las libertades civiles, la libre movilidad y la protesta social.
Todo lo anterior va a dar origen a mayores protestas y al surgimiento de nuevos movimientos sociales y colectivos ciudadanos con alta capacidad de convocatoria y presión a los gobiernos. Si la insatisfacción ciudadana es recurrente, puede terminar desembocando en más marchas y manifestaciones cada vez más violentas.
Hay que tener cuidado de los discursos populistas y de extremos, que se alimentan de la ansiedad colectiva y los sentimientos de discriminación y marginalidad social. Para evitar llegar a estos escenarios, será necesario construir confianza y empoderar más a los ciudadanos y sus comunidades. Se trata de dejar atrás las narrativas que dividen por aquellas que promuevan la unión, a partir de la diferencia, y que entienden que la demanda de cambios sociales va a requerir nuevas estructuras de gobierno, políticas públicas innovadoras y mucha concertación. La gobernanza será la clave.
OMAR ORÓSTEGUI
En Twitter: @OmarOrostegui