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Bogotá

Las lecciones del metro / Voy y vuelvo

Foto:metrodebogota.gov

Un proceso cruzado por una gama de intereses dejó ver lo más oscuro de la condición humana.

Ernesto Cortes
Ya decantadas las aguas después de casi cuatro años tratando de estructurar la primera línea del metro para Bogotá, vale la pena hacer algunas reflexiones sobre lo que significa este proyecto para la ciudad, para sus habitantes, para el país… Pero sobre todo, para aprender de las lecciones que arroja un proceso cruzado por una gama de intereses que dejó ver, incluso, lo más oscuro de nuestra condición humana. Y todo por una obra.
Empecemos por lo bueno. Bogotá dejará de ser el patito feo por no tener metro. Alguna vez alguien dijo –con razón o sin ella– que entre las características que le hacían falta a nuestra ciudad para ser una urbe de talla mundial estaban, cómo no, tener metro y que los Rolling Stones hicieran un concierto. Lo segundo ya se cumplió, faltaba el metro. Y ahora solo hay que esperar cuatro o cinco años para que empiece a rodar (ojalá los Stones sigan entre nosotros para entonces).
Tener la posibilidad cierta de que este sistema hará parte de la estrategia de movilidad de la capital es algo que debe hacernos sentir orgullosos. Los metros les dan identidad a las ciudades. Las ponen en otro nivel. De alguna manera significan un salto hacia el progreso.
La obra –si se hace bien– generará empleos, una nueva estética de la ciudad, empujará la economía, atraerá la inversión y estimulará el voto de confianza en Bogotá. Si no fuera así, no llevaríamos hablando de él, soñando con él, anunciándolo a los cuatro vientos más de 70 años. Si no fuera así, los políticos no lo habrían convertido en materia de campaña ni los paisas hubieran decidido exhibirlo como su mayor orgullo pese a que tardaron diez años haciéndolo y aún lo seguimos pagando.
Así que hay que regocijarse con la noticia y tratar de superar las divisiones que se generaron en torno a una iniciativa cuyo único fin es apostarle a una forma de movilidad que ayude a aliviar el caos que hoy tenemos. Al metro de Bogotá hay que convertirlo en una causa común de ciudad y no en el símbolo que siga alimentando nuestros odios. ¿Qué es lo censurable de todo este proceso?
Primero, no haber tenido una visión de futuro para que el metro hubiera sido realidad hace mucho tiempo. No importaba si era aéreo o subterráneo. Perdimos tiempo valioso y hoy pagamos las consecuencias. Muchos vecinos nos tomaron ventaja.
Segundo, haber dejado que el metro se convirtiera en tema electoral, porque allí se perdió su sentido social y se convirtió en un campo de batalla al que fuimos llevados como borregos.
La última vez que se notó algo de solidaridad en torno a un evento que alteró el normal desarrollo de la capital fue el día en que nos convocaron para recibir al Papa. Todos queríamos que Bogotá se fajara con el recibimiento. Y se fajó. Y tercero, que es para mí quizás lo más desafortunado: haber comprobado cómo este proyecto en particular sacó el peor de los resentimientos de muchas personas.

Tener la desfachatez de decir que este metro tiene problemas de corrupción más serios que los de Odebrecht sin aportar pruebas es tener el alma enferma

Tener la desfachatez de decir que este metro tiene problemas de corrupción más serios que los de Odebrecht sin aportar pruebas es tener el alma enferma. Y que secunden una idea similar los partidos que apoyaron a mandatarios que se robaron a Bogotá hace apenas una década, es tener demasiado cuero duro para no sonrojarse ante la ciudadanía.
Este metro demostró nuestra incapacidad de hacer acuerdos mínimos frente a un deseo común; nuestra ligereza a la hora de opinar y juzgar, y nuestro afán desmedido por hacer de una megaobra un generador de mentiras y calificativos que hubieran hecho levantar de sus tumbas hasta a quienes se inventaron este modelo de transporte hace más de 160 años.
Claro que se trata de una obra multimillonaria. Por supuesto que se necesita la crítica. Sin duda que debe haber debate público y abierto, control extremo. Pero hacerlo sin argumentos sensatos, como lo hicieron varios urbanistas reconocidos a quienes los medios pocas bolas les paramos, o a base de mentiras distribuidas en las redes o bajo el angustiante afán de querer sacarse clavos para cobrar deudas políticas, hizo que hasta en esto los bogotanos nos hubiéramos dividido. Por fortuna, hoy una amplia mayoría apoya el metro elevado que acaba de adjudicarse. Y esa es la voz que, al final de cuentas, vale.
Y la última lección que tendremos que aprender en el camino y que el nuevo alcalde o alcaldesa deberán afrontar con decisión es la obra y lo que ella generará en términos de impacto ambiental, movilidad, incomodidad, de zonas afectadas por los trabajos y de los sinsabores que un megaproyecto de estos suele traer durante la etapa de ejecución.
Ello requerirá de una infinita dosis de comprensión por parte de nosotros, los bogotanos. Comunicar es la palabra clave, informar y anticiparse a las molestias de la gente será una tarea titánica para quien asuma los destinos de nuestra ciudad el primero de enero. Es lo que se conoce como gestión social, tan importante como la misma obra.
El llamado final es a que, como ciudadanos, demos ejemplo y demostremos que, más allá de las consejas políticas, es el turno de contribuir con nuestra actitud a sacar el metro adelante, lo cual incluye, por supuesto, la crítica cuando las cosas no marchen bien, siempre y cuando esta no venga atada a una sed de venganza.
¿Es mi impresión o… los candidatos han cumplido a más no poder con las decenas de debates de toda índole a los que han sido, inmisericordemente, convocados?
Ernesto Cortés Fierro 
Editor Jefe EL TIEMPO
erncor@eltiempo.com
Ernesto Cortes
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