Las calles del barrio Santa Fe, en la localidad de Los Mártires, se convierten en una fiesta repleta de color y danza cuando los títeres y las batucadas llegan. Los niños, que van de la mano de sus padres o cargados en brazos, no pueden ignorar el ritmo de la música, ni el vaivén constante de las cintas de malabares. Los transeúntes y conductores se detienen, algunos en la mitad de la vía, para observar el curioso espectáculo. “¿Y estas?, ¿están locas o qué?”, se le escucha decir a un peatón desprevenido.
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Este circo es de barrio, ese es nuestro escenario. Si quieren buscarnos, nos encuentran en la calle. Estamos en la carrera 10.ª, en la Caracas, en el Bronx, en Cinco Huecos, en La Favorita (...).
El artífice de tamaña algarabía es un grupo de muchachas que no superan los 25 años, y que hasta hace muy poco tiempo eran como muchos de los jóvenes que hoy las admiran en el semáforo de la avenida Caracas con calle 22: personas que en sus cortas vidas han tenido que soportar una carga demasiada pesada y que, en la mayoría de los casos, no han gozado de grandes oportunidades.
Kímberly, Íngrid, Érika, Geraldine y Angélica son las artistas detrás del espectáculo callejero que acaba de provocar decenas de sonrisas en uno de los sectores con más problemáticas sociales de la capital. Las cinco hacen parte del Circo Barrial Nicoló, un proyecto cuyo propósito es utilizar las artes circenses como una herramienta de intervención y apoyo al proceso de inclusión social de niños, niñas, adolescentes y jóvenes que viven en situación de calle en la capital.
“Este circo es de barrio, ese es nuestro escenario. Si quieren buscarnos, nos encuentran en la calle. Estamos en la carrera 10.ª, en la Caracas, en el Bronx, en Cinco Huecos, en La Favorita y en las diferentes localidades de la ciudad donde nos permitan llevar esta forma de arte tan maravillosa”, le dice a EL TIEMPO César Bejarano, director del proyecto, y quien tras un corto silencio añade con orgullo: “El año pasado entregamos alegría, afecto y libertad en 49 funciones”.
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Érika Díaz, integrante del Circo Barrial Nicoló.
Camilo Castillo / EL TIEMPO
Ese orgullo se ve reflejado en el rostro de sus estudiantes, las mismas que antes de salir a escena –es decir, a la calle– se maquillan con delicadeza, guiadas por los consejos siempre oportunos de Érika Díaz, la más alegre del grupo. “Soy la maquilladora, la payasa y manejo el diábolo. Pero también, gracias a este espacio, estoy terminando mi bachillerato”, dice, antes de soltar una carcajada, que solo quienes la conocen podrían esperar.
Como Érika, muchos jóvenes que llegan a este espacio no solo buscan consolidar su pasión por el arte, también lo hacen para escapar de contextos complicados. Justamente, las dificultades que busca atacar el circo son las mismas por las que luchaba la persona que inspiró este proyecto: el sacerdote salesiano Javier de Nicoló.
Nicoló, oriundo de Bari (Italia), fue uno de los artífices de lo que hoy es el Idipron. Desde su llegada a Colombia en la década del 40, se dedicó a servir a los más vulnerables, principalmente niños y habitantes de calle, por más de 50 años.
Con estos antecedentes, este circo itinerante, que es único en su clase, nació en agosto de 2020 gracias al liderazgo del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud. Tuvo su primera función en plena pandemia, en un momento difícil para cada habitante de esta ciudad, pero especialmente crítico para aquellos que no tenían hogar.
“Definitivamente, el legado de nuestro padre Javier de Nicoló es el amor por esta ciudad, y bajo ese principio es que nace este proyecto, el cual va a cumplir un año y medio. Le cuento, por el circo han pasado 55 jóvenes beneficiarios que hacen parte de la estrategia de Cultura Ciudadana, muchachos y muchachas que hoy tienen corresponsabilidad y que hacen un enorme aporte a Bogotá”, explica Bejarano.

César Bejarano lleva 20 años ligado al sector cultural, social y artístico.
Daniel López / EL TIEMPO
Definitivamente, el legado de nuestro padre Javier de Nicoló es el amor por esta ciudad.
Kímberly Hernández, de 24 años, y quien desde hace uno hace parte de este circo, valora sobre todo la oportunidad de poder generar un cambio con lo que ama: la danza. “Creo en el poder que tiene el arte en la sociedad. Para mí es sorprendente como un simple show puede transmitir tantas sonrisas y cambiar la vida de tantas personas, por eso siempre tratamos de dejar un mensaje”, comenta.
Ella, al igual que Íngrid Pulido, ingresó al proyecto sin tener la más mínima idea sobre esta expresión artística. “Me gusta mucho dibujar, soy buena pintando en sombra con lápiz y buscando una forma de expresarme, tuve la oportunidad de vincularme al Idipron. Luego llegó el circo y mi vida cambió. Antes no hacía nada, ahora tengo algo que me ha ayudado mucho en lo personal”, cuenta Íngrid, una de las encargadas de las cintas.
Del grupo también hacen parte Angélica María Pulido, su hermana gemela, y Geraldine Fonseca, ambas malabaristas y actrices que dejan su timidez de lado cuando salen a escena. La primera serpentea las cintas, mientras que la segunda tiene quizá la misión más complicada, jugar con tres pelotas al mismo tiempo y evitar que toquen el suelo.

Javier de Nicoló, fue uno de los artífices de lo que hoy es el Idipron. Dedicó su vida a servir a los más vulnerables, principalmente niños y habitantes de calle.
Mauricio Moreno / EL TIEMPO
Nuestro objetivo es dejar una marca en las personas que nos ven. Por eso, a través de los personajes que creamos en escena, buscamos generar una reacción
“No están locas, es un circo”, le responde una mujer al peatón desprevenido. “Y si es un circo, ¿por qué no tienen carpas o acróbatas?”, replica el transeúnte.
La respuesta a esa pregunta es sencilla. Uno de los atributos que hacen de este circo un espectáculo único en su clase –más allá de una clara influencia del Circo Ciudad que lideró Antanas Mockus– es la ausencia de enormes carpas o cuerdas que sirvan de soporte para equilibristas y acróbatas.
“Nuestro objetivo es dejar una marca en las personas que nos ven. Por eso, a través de los personajes que creamos en escena, buscamos generar una reacción. (...) Lo bueno de este modelo es que nos permite llegar fácilmente a muchas localidades de la ciudad”, dice Kímberly.
Este es un aspecto que resaltan todos los integrantes del grupo, pues no limita su accionar a unas características específicas en términos de infraestructura o a un espacio físico.
Pero no todo lo que ocurre en el circo gira en torno al arte. Estas cinco jóvenes, al igual que otros que pasaron por el proyecto, dedican cuatro días a procesos de formación en danza, artes plásticas y teatro, y dos más a su educación. “Ellas tienen varias opciones, como el bachillerato o el conservatorio. Allí desarrollan varias actividades que potencias sus habilidades”, explica Bejarano.
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“En unos años me veo siendo profesora. Mi meta es estudiar artes plásticas y aplicar ese conocimiento que he adquirido no solo aquí, también en mi vida y en la de otras personas. Creo que en eso puedo ser la mejor”, dice Érika totalmente confiada.
Precisamente, uno de los objetivos de la estrategia es explotar el talento de cada niño o joven que llega para continuar el legado del ‘papá’ Nicoló.
“Es fantástico, ya estoy enamorado de lo que hago. He visto llorar de alegría a los jóvenes que me han acompañado en este recorrido, los he visto sentirse importantes, valorados y orgullosos. Los he escuchado decir con total convencimiento que ellos pueden entregar amor y paz”, concluye el director del Circo Barrial Javier de Nicoló.
CAMILO A. CASTILLO
ccastillo@eltiempo
REDACCIÓN BOGOTÁ