Son las tres de la mañana. ‘Carolina’ se despide de ‘Niño’, un gato negro que le ayuda a alejar las malas energías. Sale de su taller de costura en uno de los bares del barrio Santa Fe. Entrega algunos vestidos que usarán sus clientas en la siguiente jornada y vuelve a casa.
‘Carolina la grande’, con ese seudónimo llegó Margarita Rosa Zapata a los prostíbulos del Santa Fe hace dieciocho años, pero no todo el tiempo ha sido costurera.
Salió de Cali, su ciudad natal, cuando tenía 32 años, con tres hijos escapó del calor, del hambre y de las necesidades. “Llegué buscando una mejor suerte”, cuenta mientras arregla las telas, los encajes y los cauchos para empezar a coser.
La capital la recibió con un trabajo que apenas le alcanzaba para alimentar a sus hijos. Durante unos meses lavó ropa en casas ajenas, hasta que apareció Fernando, el dueño de El Gran Delfín.
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“Era un bar feo, viejo y sucio, pero esa fue mi primera oportunidad, lo que me ganaba lavando ropa un día lo hacía en quince minutos”, dice, mientras que con voz fuerte asegura que todo el mundo cree que es el camino fácil: “eso es mentira, es lo más difícil, pero hay que sacar a los hijos adelante”.
En El Gran Delfín pasó apenas un par de semanas hasta que un cliente la llevó a La Piscina, sitio en el cual comenzó siendo trabajadora sexual. Cuenta que “todas eran niñas, ellas tenían entre 18 y 20 años, yo era la mayor, ya tenía 33”.
Margarita llegó a Bogotá siendo instructora de natación, y aunque eso no le ayudó a conseguir trabajo sí la convirtió en la estrella de La Piscina, montó el show ‘Acuamán’, un espectáculo que fue una de las principales atracciones del lugar.
Ese fue el comienzo de ‘Carolina la grande’, porque para entrar al Santa Fe el primer paso es cambiarse el nombre.
Duró poco más de un año haciendo shows. Y mientras en la noche era la reina de uno de los prostíbulos más famosos de Bogotá, en el día empezó a explorar un talento oculto: ser costurera.

"Nunca pensé que me fuera a convertir en lo que soy" Margarita Rosa Zapata.
Milton Díaz - EL TIEMPO
“En La Piscina me diseñaba mis vestidos, los trajes que necesitaba para los shows los hacía yo misma, ahí también comencé a hacer tangas”, afirma con orgullo. En la costura comenzó con una máquina marca Paf que heredó de su mamá. Por la mañana, cuando dejaba de ser ‘Carolina la grande’ iba hasta La Alquería a seleccionar las mejores telas, las más llamativas.
“Ahí comenzó todo, mis compañeras me preguntaban: ¿Dónde compraste ese vestido? Y cuando les contaba que lo había hecho yo, me pedían uno para ellas”.
Pero un día se cansó. La estrella del show pasó a trabajar en la seguridad del prostíbulo, dice que “ese fue el primer paso para dejar de ser trabajadora sexual”.
Las jornadas comenzaban a las seis de la tarde y terminaban a las cuatro de la mañana.
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A Margarita le dio apendicitis, faltó una semana a trabajar y si hay una regla en el Santa Fe es no abandonar los puestos, por eso dejó La Piscina y se fue a Paisas.
Lo primero que hizo fue vender ropa interior en la entrada del lugar, poco a poco se ganó la confianza del administrador y se convirtió en la ‘mánager’.
La gente dice que es el camino fácil, eso es mentira, es lo más difícil, pero hay que sacar a los hijos adelante
“Empecé a ayudar con toda la logística, estaba pendiente de las chicas, que estuvieran arregladas, que llegaran a tiempo y también montaba shows, ella misma diseñaba y confeccionaba todos los trajes para los espectáculos, y le pagaban por eso.
Pero de nuevo la vida parecía decirle que no era el camino. Tuvo que salir de Paisas por problemas económicos, y pasó a vender sus vestidos en la calle.
“Traía todo en una maleta y comenzaba a caminar; las chicas ya me conocían y me pedían vestidos, tangas y trajes para shows”. Así pasó un tiempo, hasta que consiguió trabajo como parte del equipo de seguridad en Troya, otro bar del Santa Fe. “Yo trabajaba ahí, pero seguía vendiendo mis vestidos, ya podía entrar a todos los negocios, me conocían en todas partes”, cuenta.
En ese lugar duró un buen tiempo, hasta que apareció una socia que le ofreció montar una tienda de ropa a una cuadra del corazón de esta zona: “Me traje el taller de mi casa, me iba superbién; sin embargo, tuve problemas con ella y me tuve que salir de ahí”.
Una vez más había una interrupción, pero esta vez sería la última. El 31 de octubre del 2018, la administradora de Troya le ofreció montar su taller de costura en una de las habitaciones del bar.
Una pieza de dos metros por dos metros con un baño pequeño. Dos armarios en los que Margarita guarda hilos, cauchos, telas, recortes y encajes. Al respaldo de la puerta hay un espejo para que sus clientas puedan ver cómo les quedó el vestido. Un sofá. Dos mesas, una para la máquina y otra para la fileteadora. Y por ahí, entre las cuatro paredes, ‘Niño’, su gato, del que dicen que está rezado para que no entren las malas energías.
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Margarita trabaja de lunes a sábado, de 3 de la tarde a 3 de la mañana. Su horario es estricto. Entra a la hora que empieza el turno de las trabajadoras de Troya y sale cuando ellas terminan para entregarles lo que se van a poner al otro día.
Los lunes y los martes hace arreglos pequeños, y el resto de la semana confecciona vestidos.
“Yo miro el cuerpo de la chica, no tomo medidas, ni nada de eso. Cuando las veo, ya sé cómo y cuánta tela tengo que cortar”.
Hace un vestido en menos de cuarenta minutos y un arreglo en menos de diez. Durante una hora recibe más de quince clientes; unas llegan con la foto del diseño que quieren: otras, con cinco vestidos para arreglar; y otras, a ver qué telas hay para mandar a hacer una nueva confección.

“Yo miro el cuerpo de la chica, no tomo medidas, ni nada de eso. Cuando las veo, ya sé cómo y cuánta tela tengo que cortar”.
Milton Díaz - EL TIEMPO
En el taller de Margarita un vestido cuesta treinta mil pesos, las camisetas y las faltas son a veinticinco mil y los arreglos, a cinco mil pesos.
Su rutina termina a las cuatro de la mañana, cuando llega a su casa, en el suroriente de Bogotá; duerme toda la mañana, y en la tarde, antes de llegar a su taller, pasa por La Alquería a comprar telas.
Para sus clientes solo tiene agradecimiento, “todas son amables, cariñosas y tiernas; son buenas mujeres y me quieren mucho”.
Margarita sacó a sus hijos adelante. Uno ya está estudiando una carrera técnica, el otro es jefe de seguridad en uno de los prostíbulos del Santa Fe y Carolina, la inspiración de su seudónimo, vive en Sudáfrica, y es la mamá de sus dos nietos.
Ella trazó un plan de vida desde que empezó a ser costurera. En dos años terminará de pagar su casa y ya tiene un carro que sacó financiado. “Mi sueño ahora es sacar una línea de bodis, con diseños únicos, de todas las formas; quiero tener mi propia marca y venderlos aquí y en otras partes”.
Ana María Montoya Z.
@Lacrespaana
REDACCIÓN BOGOTÁ
EL TIEMPO
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