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Bogotá

‘Llegué a vieja con un aviso en la frente que dice: estoy disponible'

Antonia, de 66 años, vive de vender inciensos y de lo que le den en albergues sociales. FOTOS: ABEL CÁRDENAS

Antonia, de 66 años, vive de vender inciensos y de lo que le den en albergues sociales. FOTOS: ABEL CÁRDENAS

Foto:Abel Cárdenas

Esta es la historia de la vejez de Antonia, explotada toda su vida. Especial: Abuelos. 

Carol Malaver
Antonia, hoy de 66 años, fue violada por primera vez a los siete años. Es una mujer alta, de ojos claros, tiene clase, como dirían algunos, pero sus canas y arrugas guardan una historia, se podría decir, de terror. “Mire doctora, yo he sido prostituta, mula y ladrona”, dice, como sincerándose desde un principio.
Nació en el barrio Girardot y fue bautizada en la iglesia de Belén. Siempre vivió con su madre y su hermana porque con su padre escasamente cruzaron palabras. Nunca lo quiso. Fue una figura ausente en su vida. “La vieja fue papá y mamá. Ella era la que sostenía el hogar y la que nos compraba la ropa de Navidad”.
Pero esa situación la sumió en una soledad que marcó los años de su infancia. Permanecía sola en una habitación haciendo las labores del hogar. Solo veía a su familia en la noche pues las tres dormían en la misma cama. “Al otro día se iban ambas muy temprano a lavar los pisos de las droguerías o las ferreterías”.
Antonia comía porque su mamá preparaba una olla de sopa para que le durara todo el día. Entonces, cada vez que su estómago daba gritos, ella sacaba con un cucharón una porción y se la llevaba a la boca. “Yo ni vi a mi hermana. La niñez que yo recuerdo es barriendo, trapeando y lavando la loza”.

Yo ni vi a mi hermana. La niñez que yo recuerdo es barriendo, trapeando y lavando la loza

Antonia nunca se ha valorado. Piensa que ella fue la causante de su desgracia y no una víctima más, como realmente lo es.

Antonia nunca se ha valorado. Piensa que ella fue la causante de su desgracia y no una víctima más, como realmente lo es.

Foto:Abel Cárdenas

Esa misma sopa le trae el peor recuerdo de su vida: la vez que la violaron por primera vez a los siete años. Sucedió cuando su mamá le preparó una sopa a su madrina y a su esposo Armando. “Mija, llévele eso a la comadre Tránsito”, fueron sus palabras.
Entonces,  la niña salió de su casa, caminó por las calles empinadas, y golpeó la puerta de su madrina para que le abrieran.
-¿Quién es?
-Yo, Padrino, Antonia.
-Dentre que estoy durmiendo, le respondió el hombre de la casa.
Luego, la puerta se cerró y la ultrajaron de la peor forma. Antonia le contó a su madre pero ella nunca le creyó, entonces, pensó que quizás era normal que los hombres la buscaran para abusar de su cuerpo. Así lo hicieron muchos otros del barrio sin que nadie la protegiera. “De ahí en adelante ese fue mi pan de cada día, nunca más le mencioné el tema a mi mamá. Pero mire, eso es terrible, no se lo imagina, terrible”.
Esa marca aún quema su cuerpo. “Les digo a las mamás que no sean confiadas, que incluso los hombres aparentemente más caballeros pueden llevar el morbo por dentro. Yo sigo sangrando por la herida, una violación no se olvida, es algo doloroso. Sentir a un extraño tocándote es horrible, pero yo nací para que eso me pasara”.

Yo sigo sangrando por la herida, una violación no se olvida, es algo doloroso. Sentir a un extraño tocándote es horrible, pero yo nací para que eso me pasara

A los 13 años su madre decidió internarla en un convento de monjas en el que permaneció durante cinco años. “Salí de allá a los 18 años. Todavía no me había desarrollado. Yo fui  atrasada en todo, hasta para eso, y para el estudio, peor, era cerrada. Por eso yo aplicaba eso de Dios me lleve y Dios me traiga, me tocaba aceptar todo lo que viniera”. Antonia cuenta que en ese lugar también fue explotada porque todo el tiempo trabajó como sirvienta y le pagaban con la comida y la dormida.
Poco tiempo después de haber cumplido la mayoría de edad, ya de regreso en su casa,  un ‘torcido’, o un ‘mosco el leche’, como le dice ella, se le atravesó un día cuando salía de su hogar, justo después de escuchar una conversación entre la dueña de la casa y su madre. “Ella le decía que se iba a ir para Aguazul porque su esposo estaba allá, que se tenía que ir a cuidar una finca y que le vendía la casa a cuotas cómodas. Mi mamá le respondía con la tristeza más grande que ella no tenía ni un peso, que no podía aceptar la propuesta”.
Así, con esa impotencia, navegando por esa selva de cemento que era su barrio, se le apreció el mismísimo diablo. “Era un tipo que me saludaba, me buscaba la conversación. Como siempre había sido utilizada pensé que lo que quería era sexo. Pensé: este quiere que me acueste con él”.
Pero no, esta vez no era sexo, lo que él quería era que Antonia sacara del país dos maletas con doble fondo cargadas de marihuana prensada a la ciudad de París, desde Barranquilla, a cambio de una buena suma de dólares. “Yo era tan ignorante que le dije que sí pensando en poder ayudar a mi mamá”.

Era un tipo que me saludaba, me buscaba la conversación. Como siempre había sido utilizada pensé: quiere que me acueste con él

Antonia , a sus 66 años, dice que ya no tiene sueños, todos se consumieron en la calle.

Antonia , a sus 66 años, dice que ya no tiene sueños, todos se consumieron en la calle.

Foto:Abel Cárdenas

Lo primero que le pidieron fue que ensayara imitar una firma de una mujer con el nombre de Ana Aidé Cárdenas Saavedra. Luego la emperifollaron como una vedette. “Me pusieron anillos de oro, esclavas, reloj, un abrigo de visón. Mejor dicho, doña Tremebunda se me quedaba en pañales. Quedé como la doña doña”.
Ya en el aeropuerto se le acercaron dos hombres a quienes fue presentada como una amiga. “El tipo que me llevó, y que viajaba conmigo, me dijo que tenía que observarlo y hacer todo lo que él hiciera pero ese tipo era muy enano y a mí se me perdió de vista en una cola larguísima que había”.
Sola, apenas dominando en español, fue abordada por inmigración, quienes al ver su pasaporte, decidieron deportarla. “Yo solo oía guachu, guachu, guachu sin entender nada de nada. Al final un intérprete me dijo que no tenía permiso para entrar a ese país y que me iban a devolver. Me preguntaron que a dónde quería llegar y de bruta les dije que a Barranquilla. Quería saber cómo era un carnaval”. De las maletas nunca supo más. “Hoy, ya vieja y con arrugas, entendí que habían dos mulas. Yo era la número uno, la otra coronó las maletas”.
Pero en Barranquilla otra vez aparecieron los dos hombres extraños. “A esos manes les llamaban los controladores. Me dijeron que eran del F2. Me mostraron una tarjeta con una estrella sin foto y me anunciaron que quedaba detenida por transportar marihuana. Yo, como una güeva, me puse a llorar”.

Me pusieron anillos de oro, esclavas, reloj, un abrigo de visón. Mejor dicho, doña Tremebunda se me quedaba en pañales. Quedé como la doña doña

Fuera del aeropuerto, luego de caminar unas seis cuadras, los hombres le pidieron 'arreglar' a cambio de su libertad. “Pensé entonces que querían sexo, como siempre”, pero no, le quitaron todos los dólares que le habían dado como anticipo al trato así como todas las alhajas que llevaba puestas.
Antonia quedó tirada en la calle, llorando. Un taxista, aparentemente apiadándose de ella, la llevó al Paseo Bolívar en Barranquilla. “Recuerdo que al lado quedaba un hotel con hartas banderas, se llamaba Royal. Una negra me preguntó que en dónde pasaban los buses a Zaragocilla y ahí comenzó mi desgracia”. Terminó contándole todo su drama y la lugareña llevándola a donde su supuesta hermana, con el engaño de que le iba a dar trabajo para reunir lo del pasaje de vuelta a Bogotá.
Eso nunca pasó. La mujer a donde la llevó comenzó a reírse cuando ella, haciéndose la juiciosa, le preguntó que en dónde comenzaba a hacer el oficio. “Me dijo que nada de lo que me habían ofrecido era verdad, que la mujer que me llevó tenía una deuda con ella y que yo ahora estaba obligada a pagarle con trabajo”.
Le dijeron que a las 6 de la tarde tenía que estar maquillada y vestida para atender a los clientes. “Hasta ese momento yo nunca había escuchado la palabra prostitución por eso cuando me dijeron que fuera a atender un cliente yo me puse a llorar”. Duró días sin comer y al final, doblegada por su estómago, revuelto entre el miedo y el hambre, no se pudo resistir.
Con asco cuenta que el primer hombre con el que estuvo no tenía una pierna y que el segundo fue un coreano que se quejó con la matrona porque ella no hizo más que llorar. “Pero la costumbre hace al monje. Aprendí a atender los clientes, a tomar, y muchas veces intenté cortarme las venas con una botella pero ni eso fui capaz de hacerlo bien”.
Con su cuerpo desgastado después de que le explotaron toda su juventud Antonia fue vendida a cuanto pueblo, ciudad, corregimiento, vereda llegara. Cereté, San Pues, Lorica, Chinú, Sincé, Planeta Rica, Carmen de Bolívar, fueron algunos de esos parajes. “En esa y en esta época venden a las mujeres como si fueran animales. A unas primas las cambiaron por unas vacas. Yo duré como cinco años en esas hasta que me volé. Eso pasó en Magangué”.

Pero la costumbre hace al monje. Aprendí a atender los clientes, a tomar, y muchas veces intenté cortarme las venas con una botella pero ni eso fui capaz de hacerlo bien

Durante muchos años planeó escaparse pero siempre pasaba algo que terminaba por dañar sus planes hasta que un día recordó algo muy especial de su niñez. “De niñas, éramos muy pobres. En el cuarto en donde vivíamos no teníamos cuadros ni nada de adornos. Entonces mi mamá solía cortar imágenes bonitas de los periódicos que luego pegaba en las paredes con un engrudo”.
Y fue ese engrudo la que la salvó de su prisión. “Resulta que los putiaderos en donde estaba yo, tenían muchos problemas por sanidad. Cada rato nos explicaban qué era la gonorrea y la sífilis, todas esas vainas”.
Entonces, llena de angustia, se metió en la cocina, se las arregló para preparar un engrudo con azafrán para que quedara amarillo, se lo untó en sus partes íntimas y luego, se echó Vick Vaporuv en los ojos hasta que el ardor fuera tal que la hiciera llorar como una Magdalena. “Entonces me fui a donde la niña Rosina, así le decían a la prostituta vieja y armada que lo cuidaba a uno, a la que ya no se comen ni por equivocación, haciéndome la que me moría del dolor. Ella solo me dijo: esta hijueputa está podrida”.
Otras dos mujeres se dieron cuenta del engrudo y Antonia tuvo que contarles su plan. Así fue que las tres convencieron a los dueños del lugar para que las condujeran en un jeep a un centro de salud. El plan era que apenas se diera la oportunidad, arrancaran a correr en Magangué, y así fue. “Miré, como yo siempre he sido doña bastantona, eso las tetas me llegaban hasta el ombligo, me dio bazo, y terminamos por allá metidas debajo de una cama que encontramos en un choza”.
Mientras ellas tiritaban del miedo y del dolor en sus rodillas afuera se escuchaban balazos. “Entonces apareció una vieja fumándose un tabaco y después de decirle mil mentiras nos sacó la historia real a la fuerza con la amenaza de que nos entregaba”. La mujer que tanto les inspiró temor las ayudó.
Las llevaron en un jeep a la variante, duraron dos días caminando, hasta que pudieron llegar a Cartago. “Pero como toda mi vida había estado metida entre la mierda pues seguí entre la mierda. Seguí trabajando como prostituta en la calle”. En ese momento de su vida llegó a su punto más alto de consumo de droga y alcohol y también tuvo su primer hijo. “Mejor dicho, a mí me llegaron todas las plagas de Egipto”.

Pero como toda mi vida había estado metida entre la mierda pues seguí entre la mierda. Seguí trabajando como prostituta en la calle

Hoy Antonia ni siquiera sabe quiénes son los padres. “Podría ser cualquier aparecido”, dice con nostalgia. En ese momento pide que le cambiemos de nombre. Sus hijos no tienen ni idea de todo a lo que fue sido sometida desde niña.
En Buenaventura, Buga, Cali, Medellín, Bucaramanga, Cúcuta, Ibagué, Villavicencio y Bogotá la vida de Antonia no cambió mucho. “Mi sangre estaba envenenada. Al final yo terminaba haciendo siempre lo mismo. Era adicta a las drogas. Aquí me recorría los alrededores de Telecom. Me hacía en toda la esquina del Hotel San José. Allí llamaba a los hombres para que entraran a la residencia. Andaba todo ese sector hasta la avenida Jiménez. Mi vida era como una pesadilla sin fin”.
Antonia terminó con dos hijos a quienes tampoco pudo cuidar. No sabía cómo. “Me merezco ser infeliz en la vejez. No vi a mi madre ni a mi hermana morir, no cambié un pañal, no lidié con sus dolores de muela. Lo abandoné todo”.
Cuando regresó a Bogotá el miedo a contraer Sida la hizo cambiar de actividad y a los 40 años dice que le tocó aprender a robar para subsistir. “Sacaba desodorantes, champús, medias, todo de las cadenas de supermercados. Me encarcelaron muchas veces, siempre por chichipatadas”.
Solo desde hace cinco años busca dejar su adicción al trago. Ahora bebe cada dos semanas, antes lo hacía todos los días de su vida. “Creo que yo empecé a tener un poco dignidad a los 50 años. Algunos talleres que me dieron en el Distrito y visitas al sicólogo me ayudaron mucho. Me decían que me pellizcara a ver si me dolía y sí, me di cuenta que yo sentía”.
Y tiene 66 años. Su vida transcurre de dormitorio en dormitorio de beneficencia, de comedor en comedor comunitario. Dice que dejó de robar y que lo único de lo que subsiste es de la venta de incienso. Cada tres o cuatro meses cruza palabras con sus hijos, cada vez que cumple un año más de vida, le duele más todo lo que dejó de hacer. Sabe que sus reproches todos son válidos.
También lamenta seguir viendo a mujeres de su edad en la prostitución. A pesar de sus dolencias por la edad, muchas trabajan en el centro de la ciudad, son como rostros invisibles que parecen no importarle a nadie. “Es que se llenan de hijos. Algunas lo hacen por necesidad, otras por sinvergüenzas”.
Antonia dice que la idea de desear algo ya es algo estúpido después de todo lo que ha vivido. “Qué sueños va a tener uno, sin familia, sin plata, sin amigos y viejo. Muchas veces pedí a Dios dejar de existir, le preguntaba para qué había venido yo al mundo mientras caminaba por una carretera sola con los pies ampollados. Nunca me respondió y aquí me tiene, echando barriga, llevada”.
*Nombre cambiado por solicitud de la entrevistada.
CAROL MALAVER
SUBEDITORA BOGOTÁ
Escríbanos a carmal@eltiempo.com
Carol Malaver
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