La fundación de Santafé de Bogotá va más allá de la historia romántica, ligera y sesgada que nos han contado: la ciudad tuvo dos fundaciones. Gonzalo Jiménez de Quesada era un mediocre abogado que no sabía fundar ciudades y no gustaba de las mujeres. Tisquesusa, un gobernante indígena que había usurpado el trono, cobarde y preocupado solamente por su harem de 400 tiguyes. Nuestra ciudad es un caso único en la historia, pues en ella se toparon tres conquistadores que estuvieron a punto de irse a las armas para dirimir sus derechos sobre el territorio.
Jiménez de Quesada fue el primero. Llegó, varios meses antes del 6 de agosto de 1538, con menos de 160 sobrevivientes y una jauría de perros adiestrados para destrozar los testículos y la yugular de los indios. Se dedicó a buscar oro, asesinar y someter a cuanto cacique se le atravesara. El mando de la expedición lo recibió del gobernador de Santa Marta, Pedro Fernández de Lugo, quien, acosado por deudas impagables –debido a que su propio hijo le robó el oro encontrado–, no tuvo más alternativa que enviarlo al frente de una gran expedición en dirección al Perú para buscar fortuna, pero Quesada se quedó haciendo las cosas a su antojo y sin ganas de regresar a rendirle cuentas.
Tenía problemas el fundador. Además de los fuertes quebrantos de salud por el viaje, los religiosos, pues varios de sus hombres lo acusaban de ‘marrano’ –judío convertido en católico para no ser expulsado de España–, y razones no faltaban: había bautizado un sitio del recorrido como La Torá, y al hacer el asentamiento construyó doce chozas, según sus detractores, en homenaje a las tribus de Israel.
De manera simultánea, a fines de 1538, arriban Sebastián de Benalcázar y Nicolás de Federmán. El primero venía del Perú, huyendo de su jefe Francisco Pizarro, conquistador de los incas, a quien había traicionado. De niño fue cuidador de cerdos en España, y por matar a palos el jumento que cargaba la lavaza debió huir a América, pues era una deuda muy grande para un infeliz como él.
Al enterarse Jiménez de su arribo, lo hizo detener a regañadientes en Tibacuy. Venía precedido de una gran comitiva, que incluía a Francisca Inga y su hermano Pedro, descendientes directos de Atahualpa, emperador de los incas, muerto por Pizarro. A la hora de dirimir diferencias usaría el abolengo de los dos para impresionar a sus contrincantes.
Federmán era un contabilista metido a conquistador, contratado por la Casa Welser, empresa prestamista que recibió a Venezuela como regalo por facilitarle dinero al emperador Carlos V, para comprar la corona de Alemania, que le era disputada por Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia. No sabía utilizar una espada y era ridículo verlo colocarse su escudo para defenderse. Tan cruel como los dos anteriores. No dudó en despedazar a espadazos a un indígena que ató a un árbol, por creer que los llevaba por el camino equivocado. Al saber de su llegada, Jiménez le envió emisarios y lo hizo acampar en Pasca.
A su llegada, encontraron casi un millón de aborígenes que se asentaban en la Sabana, en todo el territorio de Cundinamarca, gran parte de Boyacá y los Santanderes, que vivían en permanente guerra por las traiciones y las deslealtades mutuas de los caciques.
En Bogotá gobernaba Tisquesusa, impuesto como zipa por su antecesor Nemequene. Muchos de sus gobernados lo señalaban de usurpador, sobre todo la poderosa familia Cana, del cercado de Chía, que decía tener derecho legítimo al trono. Era cruel con sus súbditos, amigo de los altos impuestos, de la buena vida, y alérgico a estar en el frente de batalla.
En Hunza, Tunja, gobernaba Quemuenchatocha, un hombre grande y feo. Por más de una cabeza superaba al más alto de los ibéricos. Se creía un dios, y consideraba que los hijos del sol serían incapaces de ponerle sus manos encima. Más cruel que Tisquesusa: cuando Jiménez de Quesada y sus hombres iban hacia él para someterlo, sintieron un gran escalofrío. Desde kilómetros antes de su cercado empezaron a ver, sobre las cimas de las montañas, los cuerpos empalados de sus enemigos. Los de Hunza no aceptaban que, muchos años atrás, un capitán de sus ejércitos se hubiera emancipado para crear el reino de los zipas, y entre los dos gobernantes mantenían una guerra constante.
En ella los encontró Jiménez de Quesada cuando pudo dejar atrás el río de La Magdalena, los pantanos, los caimanes, las serpientes venenosas y los cadáveres de más de seiscientos de sus hombres.
Jiménez de Quesada y sus huestes arribaron a Vélez después de una dura travesía en la que tuvieron que izar, sobre los peñascos, los pocos caballos que quedaban. Venían destrozados. Para calmar el hambre, se habían tenido que comer las correas de los aperos y hasta practicar antropofagia, lo que inquietó demasiado a Jiménez y a sus capitanes. Los aborígenes los recibieron inclinándose ante ellos por considerarlos los divinos hijos del sol, de los que alguien les había hablado, quizá el dios Bochica. Mayor fue su asombro cuando algunos de ellos se dividieron en dos, (desmontaron de los caballos), y entonces, sumisos, les ofrecieron viandas y comida.
Las indias fueron las primeras en acercárseles para ayudarlos: con los soles de Santander, los atacaron las niguas y desesperados se rascaban los pies contra las piedras, hasta casi destrozarse los dedos, pero ellas, con las agujitas de oro con que se entretejían los cabellos, vinieron a sacárselas. Ahí, quizá, se dio el primer roce entre hombres ávidos de sexo y mujeres que necesitaban mejores amantes que los indios, habituados a impedirles expresar su sexualidad plenamente. El español les enseñó el sabor europeo de la cama y ellas se convirtieron en su mejor apoyo en esta América difícil. El gran ejemplo del amor apasionado y fatal entre india y europeo fue el de Lázaro Fonte y la princesa Zoratama, del que hablan varios cronistas.
Los espías, que eran muchos, le advirtieron a Tisquesusa de la llegada de los hombres de pelos en la cara, y el soberano quedó confundido. Pero cuando Jiménez cometió el error de ejecutar a Juan Gordo por una falta cometida, entendió el zipa que no eran de origen divino y se preparó para hacerles frente. La hecatombe durante los meses siguientes fue grande. Unos caciques fueron exterminados gracias a la fiereza de los españoles y la jauría de perros, y otros, sometidos y convertidos en aliados para reforzar un ejército de miserables, dueños únicamente de su capa, su espada y su pobreza. Hasta el mismo Tisquesusa se convirtió en su víctima una noche de luna, cuando en su huida, un tiro de ballesta lo alcanzó sobre sus andas.
Con Benalcázar en Tibacuy y Federmán en Pasca, Jiménez de Quesada no las tenía claras. Emisarios iban y venían. Promesas por aquí y por allá, algunas por debajo de la mesa. Pedro de Limpias, capitán de Jiménez, le mandó a decir a Benalcázar que cediera en sus pretensiones, que él le ayudaría a echar a los otros dos en un barco, río Magdalena abajo, para, así, quedarse con todo. El perulero, (venido del Perú), aceptó, mientras Jiménez de Quesada y Federmán se comprometían a unirse y estar listos para lo que pudiera pasar.
Logrado un acuerdo, Benalcázar, iletrado pero experto en fundar ciudades, le dijo al abogado que allí no había fundación alguna. Que no pasaba de ser un asentamiento, porque el 6 de agosto no se nombró Justicia Mayor, ni se repartieron solares y tampoco se trazaron calles. Que era necesario fundar la ciudad de verdad para que, mientras ellos dirimían en España sus derechos, ningún avivato fuera a apoderarse de lo que les pertenecía.
La nueva fundación, la que bajo la jurisprudencia de la época era válida, se fijó para el 27 de abril de 1539. Federmán, arribó al sitio con sus huestes lo mejor vestidas y ordenadas que pudo. Como los otros dos, ya tenía indios aliados. Jiménez lo recibió con afecto. Benalcázar, curtido, se hizo esperar, y al borde de la exasperación general apareció con gran pompa: Francisca del Perú, en andas, y con sus sirvientes arrojando flores al paso de los cargueros, a la usanza de nobles en el reino inca. Otro tanto hicieron con su hermano Pedro, quien se quedó a vivir en la ciudad hasta su muerte, a los ciento seis años.
Traían músicos, mercadería y un ejército fresco, reforzado por muchos indios recogidos en las fundaciones Quito, Pasto, Cali, Popayán y Timaná. Federmán y Jiménez juntos no le hubieran ganado una escaramuza. Don Gonzalo, que se había reservado el derecho, como seguramente lo hizo el 6 de agosto, arrancó un puñado de pasto, desenvainó su espada y fundó la ciudad en nombre de sus majestades de España, retando a quien quisiera impedirlo. Benalcázar sabía que si lo hiciera, el jurista no le daría un brinco. Sabía que el teatro también es válido y, paciente, espera que el capitán De Limpias actúe.
La celebración dura casi tres días. Ya hay mujeres de juego (prostitutas) traídas por Benalcázar, entre ellas Beatriz, que daría mucho que hablar. Sobre el río de La Magdalena, la traición de De Limpias no se dio por la llegada fortuita de un grupo de soldados que vinieron a traer un oro que Quesada había olvidado.
En España, Benalcázar es recompensado con las gobernaciones de Cali y Popayán. A Federmán, sus patrones no le reconocen sus derechos plenamente y queda desempleado. Jiménez es sometido a juicio, por no haber regresado a Santa Marta y salir por Cartagena. Por la cruel muerte de Sagipa, el último gobernante chibcha, y por no entregar todo el oro que le correspondía a la Corona. Al final, fue exonerado, recompensado con una merced y el título de Adelantado, y regresó para morir de lepra a los 70 años en Mariquita, Tolima, sin haber tenido jamás mujer, mientras la ciudad se quedaba caminando en el tiempo.
GILBERTO CASTILLO
Escritor y periodista
Especial para EL TIEMPO