“Yo a esas les tengo miedo, entonces las meto en un balde con agua para ahogarlas”. Así explica Laureano Rodríguez, uno de los vecinos del relleno sanitario Doña Juana, cómo se deshace de las ratas y ratones que a diario rondan su hogar.
Son casi las 10:00 a. m., hace sol, pero corre un viento frío que disipa los rastros del olor que emana el relleno. Tan engañoso puede resultar el ambiente que se vive en el barrio Mochuelo Alto para un visitante nuevo que, más allá de ver a los operarios fumigando, los cúmulos de basura y las moscas pegadas a una polisombra que sirvió de ‘pancarta’ durante las manifestaciones que se registraron a mediados de agosto, se puede pensar que la injerencia del relleno sanitario sobre este sector no lo hace inhabitable.
Sin embargo, basta con entrar a un lugar cerrado para darse cuenta de uno de los problemas permanentes: las moscas. Del fondo de una casa conectada con una tienda, que también funciona como restaurante, Laureano, de 78 años, sale a atender la clientela. A un lado del local están un par de mesas y una rockola; al otro, el mostrador y un par de platos amarillos adhesivos con más de una decena de moscas pegadas. Y no solo están allí; otro montón sigue volando.
“Vea, esos platos los pusimos temprano. No son ni las 12 y vea todas las (moscas) que están ahí”, dice Laureano, desesperado por los insectos. Son demasiadas e insoportables: si es molesto “pelear” con una de ellas cuando se para en el borde de un vaso, o sobre la carne, las papas o el arroz del plato, imagínese lo que es hacerlo contra una decena. La misión de tratar de comer en paz en este local es casi imposible.
Además de las trampas, utiliza cloro a lo largo del almacén para ‘marear las moscas’. “Cuando dejé de trabajar en el campo, me dediqué a esta tienda. Pero, dígame, alguien que llega y ve todas estas moscas, ¿qué va a querer almorzar acá?”, cuestiona el hombre.
El Mochuelo que recuerda Laureano era muy diferente. Según cuenta este viejo campesino, hace más de 70 años estas tierras conformaban la finca La Fiscala en las que familias enteras trabajaban cultivando cebolla, alverja, trigo, cebada y papa para vender en Bogotá.
Para taparse del frío se ponían ‘un pedacito de ruana’, unos pantalones hasta las rodillas y alpargatas, las cuales podían llegar a perder al pasar las dos quebradas que servían de fuente para regar los cultivos y que bebieran animales y personas. Pero las tierras se vendieron. Laureano ya no pudo trabajar más como campesino y la vida y los paisajes en El Mochuelo comenzaron a cambiar con la llegada del relleno sanitario en el año 1988.
Además de la disposición de los terrenos para Doña Juana, esta comunidad rural comenzó a experimentar cambios con los asentamientos ilegales que poblaban principalmente lo que se conoce hoy en día como el Mochuelo Bajo, pues en aquel entonces no había división entre ‘alto’ y ‘bajo’.
Solo eran cerca de 30 casas, lo cual resultaba favorable para la disposición del relleno sanitario, al ser una población “casi nula”. No obstante, los nuevos vecinos –muchos de ellos desplazados y recicladores– cambiaron rápidamente el panorama construyendo sus casas con latas y ladrillos. En cuestión de mal contados 40 años, hay cerca de 10.000 habitantes en el Mochuelo Bajo, según proyecciones oficiales.
Por otra parte, se estima que en el Mochuelo Alto hay cerca de 1.200 personas. Es mucho más pequeño que el otro y se recorre a pie, de punta a punta, en cuestión de minutos.
Las casas de este sector están ubicadas a lado y lado de la vía que conecta a los Mochuelos con el resto de la ciudad: hacia el lado de la cima de la montaña hay principalmente casas con grandes patios y campos en los que algunos cultivan; hacia el otro lado hay, entre otras cosas, casas que crecen montaña abajo, una iglesia, el hospital Vista Hermosa y la tienda de Laureano, llamada ‘El Rubí’.
Aquí no hay andenes, toca caminar al borde de la vía teniendo cuidado con los carros. Aunque, a decir verdad, no son muchos. El Mochuelo Alto se siente solo: el ambiente es tranquilo, silencioso, aunque durante el tiempo de protestas por el relleno sanitario en agosto se veía muy activo por la cantidad de periodistas que llegaban al sector en camionetas y por la fuerza pública que hacía presencia para evitar cualquier posible desmán en el sector.
A casi 500 metros del inicio del Mochuelo Alto comienza el relleno sanitario de Doña Juana, el dolor de cabeza para los habitantes de este lugar y que rompe con los paisajes verdes que se aprecian con las 6.500 toneladas de basura que recibe a diario. La cifra va en aumento.

Juan Diego Buitrago y César Melgarejo / ELTIEMPO
El Mochuelo pasó de una densidad poblacional “casi nula”, prevista en los estudios preliminares para la creación del relleno sanitario, a una comunidad más grande que se cansó de la abundancia de moscas y roedores en sus casas, y que el pasado 14 de agosto salió a las calles a protestar.
Durante los días de manifestaciones, los platos amarillos y unas cintas adhesivas para atrapar a los roedores tomaron significado y sirvieron para mostrarle al país las condiciones en las cuales están viviendo los habitantes de ese lugar y cómo el ser vecino de esa gran masa de residuos los está afectando.
“Uno pa’ irse a otra tierra… ¿dónde se va a ir a vivir?, sin saber qué clase de tierra, los animales… Y con estas vejeces en las que estamos ya…”, señala Laureano, que no entiende por qué los terrenos verdes y fértiles que conocía fueron utilizados para el relleno sanitario. Cuando se le plantea salir del Mochuelo, pone sobre la mesa el pesar o ‘la pena moral’ que le da abandonar sus tierras. La opción que le queda es resistir.
Para esto, en la Oficina de Relaciones con la Comunidad, la representación del Distrito en el Mochuelo Alto, le entregan gratuitamente a Laureano y a los demás habitantes las trampas que necesitan para atrapar a las moscas y ratas que lleguen a sus casas. Dependiendo de la cantidad de animales que se estén presentando, aumenta o disminuye la cantidad de ‘insumos’ que les son entregados. Por ejemplo, durante las protestas de agosto, cada persona podía recoger hasta cuatro platos amarillos al día.
Estas trampas, las mismas con las que empezaba esta historia, deben bastar para eliminar las plagas en la cocina, en el comedor, en el negocio de Laureano y, especialmente, en su habitación a la hora de dormir.
Él comenta que, además de la ‘guerra’ a la hora de comer, está la que libra antes de apagar la luz de su cuarto: que no haya una decena de moscas sobrevolando su cara y fastidiando durante la noche. A veces son tantas que debe complementar las trampas con un trapo para espantarlas.
El relleno sanitario de Doña Juana no se puede cerrar ni trasladar, al menos por el momento.
Bogotá no tiene más terreno para crear un nuevo relleno sanitario. Su única opción está en Cundinamarca. Mondoñedo, el relleno sanitario más grande del departamento, recibe en un día tan solo la tercera parte de lo que recibe Doña Juana.
Actualmente, el modelo que se maneja “es del siglo XIX”, como lo señala el urbanista Mario Noriega, consultado anteriormente por EL TIEMPO. Por eso es necesario que se pase del enterramiento de basura al reciclaje y aprovechamiento de la misma, como lo señala Néstor Franco, director de la CAR.
Hasta el momento hay en la mesa dos actores: Doña Juana y la población vecina, pero se debería incluir uno más. Como cerrar y trasladar el relleno no está entre las posibilidades, pero tampoco está el traslado de población que cada vez crece más, todos los contribuyentes de las casi 6.500 toneladas diarias de basura deberíamos pensar en cómo reducir al máximo los desechos y comenzar por reciclar y reutilizar lo que esté a nuestro alcance. Ahí entra el tercer actor en acción.
Si no se da este paso, la vida útil del relleno podría ir hasta el 2022, según las estimaciones de la CAR.
Con el reciclaje no se soluciona el problema de moscas o roedores, pero es un aporte significativo para intentar mitigar el impacto ambiental y social que tienen las basuras en el relleno sanitario. Entre tanto, este vertedero está siendo fumigado con ayuda de drones, con el fin de reducir el número de ratones e insectos.
NICOLÁS CORTÉS MEJÍA
Redactor ELTIEMPO.COM
En Twitter: @Nicortes_m