Lo más lamentable del cierre definitivo de la churrasquería La Normanda, afamado restaurante del centro capitalino, es que no habrá ni siquiera una cena de despedida, porque hasta la vajilla está en liquidación.
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Y, con la vajilla, el menaje, los cubiertos, la cristalería, las poncheras y ensaladeras, las cazuelas de frijoles y mariscos, los juegos de cuchillos y cucharones, la olla a presión, el molino, la cortadora de jamón y queso, el extintor y, atérrense, hasta ¡el árbol de Navidad! con alumbrado y decoración, por el que piden 100.000 pesos. Además de neveras y refrigeradores, decorados, pinturas, las cartas del menú y el mobiliario de mesas y butacas antiguas y nichos de madera y cuero, etiquetados con su precio.
Es un mediodía brumoso de comienzos de enero, y en el amplio y solitario comedor iluminado por lámparas de presbiterio, don Olegario Carreño, oriundo de Cocuy (Boyacá), cliente de años de La Normanda, cucharea una sopa de avena al compás del tango Adiós, adiós, con la orquesta de Alfredo D’Angelis y las voces de Carlos Dante y Óscar Larroca, fúnebre salmodia de lo que se avecina en el recinto.
Al fondo, la vieja tarima con un pedestal sin micrófono, huérfana hace mucho tiempo de la cantidad de duetos, tríos, conjuntos y tunas que en años boyantes amenizaron cientos de bautizos, cumpleaños, casorios, despedidas de empresas y el ágape más concurrido de los calendarios, el de la Madre, cuando las filas de familiares para acceder a manteles eran como las del teatro México en la feliz temporada de La de la mochila azul, película taquillera que hizo célebre a Pedrito Fernández.
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El rostro de velorio de don Rafael Alfredo Cárdenas, administrador y propietario adjunto de La Normanda, concuerda con el mustio y ensombrecido escenario, que en su época dorada fue referente de la mejor comida criolla e internacional por donde desfilaron personajes de la política, la cultura, la farándula y la tauromaquia, y en cuya cafetería se incubaron letrados, periodistas, litigantes, intelectuales de disímiles prosapias, y se entablaron las primeras conversas en clave que originaron el M-19.
Las meseras, cajeras y señoras de la cocina llevan impresa en el ceño la pesadumbre de lo que ya es un anuncio irreversible: que en los próximos días, La Normanda de la calle 22 n.º 9-22 (La Normanda 3, como se la conoce), cerrará sus puertas y ellas quedarán sin empleo, en uno de los momentos más críticos y devastadores de la historia nacional.

El restaurante está rematando su vajilla. Este 20 de enero sus propietarios entregarán el local.
Nestor Gómez. EL TIEMPO
La Normanda, como reputado referente gastronómico, data del año de 1968, en la calle 23 con carrera 9.ª, su primer local, por iniciativa de don Moisés Polidoro Saavedra Vargas, vigoroso campesino de Sotaquirá (Boyacá) que antes de llegar a Bogotá se desempeñaba como mayoral de una hacienda ganadera de toros normandos en el municipio de Samacá.
El auge de ese primer restaurante –que tras el fallecimiento de su propietario, tiempo después, pasó a manos de su sobrina Luz Marina Saavedra– tuvo que ver con la fama que adquirió por la esmerada atención y las delicias de la cocina criolla: ajiaco, sobrebarriga, mondongo, churrasco (corte mariposa argentino, el más apetecido) y el menú variado del día, o corrientazo, que valía 14 pesos.
La prosperidad en marcha dio para abrir una segunda Normanda en la esquina de la calle 23 con carrera 9.ª, de ambiente familiar y con una sugestiva carta que variaba entre puchero santafereño, guiso de cola, sobrebarriga en salsa de la casa y bandeja sabanera, además de platos refinados como filet mignon, cazuela de mariscos, steak pimienta, chateaubriand y pollo a la americana.
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De ese poderoso engranaje comercial da fe don Rafael Alfredo Cárdenas, sogamoseño, que se vinculó al restaurante despuntando a la adolescencia como mensajero y que en 47 años de labores fue músculo, cerebro y vigía del brillo de la marca, igual que el sotaquireño Hernán Luis Robles, también administrador, que duró laborando 35 años de largo, hasta su retiro en 2014.
El gran atractivo de esa segunda sede de La Normanda fue la música en vivo que se ofrecía en tarima y a las mesas, y que impulsó la afición no solo de exquisitos paladares, sino de refinados taurófilos y sibaritas, en esa espléndida Bogotá nocturna de las décadas de los 70, 80, 90, inicios de 2000, cuando el centro de la ciudad no dormía, y en abundancia comedores, cafés, tascas, griles y bares eran de puertas abiertas hasta horas de la madrugada.

Después de varias décadas boyantes, este restaurante bogotano empezó a ver reducida su clientela.
Nestor Gómez. EL TIEMPO
¿Pero qué pasó entonces con La Normanda, no obstante el prestigio y la prosperidad que llegó a tener?, le preguntamos a don Rafael Cárdenas, mientras asoman comensales de más de 30 años, como doña Marcela Giraldo, don Jairo Medina y don Humberto Rivera.
“El furor de La Normanda –argumenta Cárdenas– alcanzó su tope hasta principios de 2000. De ahí en adelante comenzó su descenso. Influyeron varios factores. El centro ya no era el mismo, la inseguridad se acrecentó, y nuestra copiosa clientela fue mermando. Le estoy hablando de numerosos comensales de empresas aledañas a nuestros restaurantes, como Telecom, Caracol Radio, Sutatenza, Inravisión, RTI, Estudios Gravi, Bavaria, entre otras, que se trasladaron a distintos puntos de la ciudad”.
“Las salas de cine también se fueron borrando: el Mogador, el Faenza, el México, el Bogotá, el Cid, el Olympia, y las primeras salas de Cine Colombia de la 24. De ellas salía la gente a comer en nuestros restaurantes”.
El furor de
La Normanda alcanzó su tope hasta principios de 2000. De ahí en adelante comenzó su descenso.
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Y la vida nocturna también se fue apagando considerablemente. Este sector fue famoso por la cantidad de restaurantes, tascas y sitios de diversión, como Casa Picardías, El Balcón de Las Nieves, La Pipa de Mi Papá y, una de las más visitadas, La Barra de la 22, justo al frente de La Normanda 3, “de donde salían e ingresaban a nuestros restaurantes personalidades como don Fernando González Pacheco, don Alberto Piedrahíta, don Julio Sánchez Vanegas. Todos esos negocios cerraron puertas”.
En la época pujante, La Normanda, en sus tres establecimientos (de los cuales solo queda el de la calle 22 con 9.ª), llegó a tener un promedio de 1.500 comensales diarios. “Los remates de corrida, a reventar. Era común ver a figuras como Paquirri, El Cordobés, Ortega Cano, Roberto Domínguez, Pepe Cáceres y el mismo César Rincón compartiendo con empresarios, ganaderos y periodistas, que en medio del furor de los aficionados festejaban al ritmo de las tunas, los palos de flamenco y los duetos y tríos de la casa: Los Presidentes, Soto y Valencia, el Trío Sentimiento, entre tantos que desfilaron por tarimas”.
Don Rafael Cárdenas hace una pausa. Dice tener un nudo en la garganta, y se le nubla la mirada. Es el profundo pesar que lo embarga, porque con voz entrecortada advierte que el cierre es borrar un patrimonio de la cultura gastronómica del centro, y de una familia, la de los Saavedra: doña Carmenza Espitia y sus herederos: Claudia, Arturo y Polidoro, descendientes de ese recio campesino sotaquireño, mayoral de toros normandos.
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Acosado por la tristeza, Cárdenas pide el favor de que se registren los nombres de los trabajadores que siempre estuvieron con él, en las buenas y en las malas, como en este trance definitivo; la guarnición de cocineras, protagonistas de la mejor sazón y del realce culinario: Carmen Rosa León, Barbarita Vergara, Margarita Téllez, Blanca Méndez, don Miguel Monguí (el vigilante de quepis y sacoleva azul marino de botones dorados que murió en un atraco). Y de la última etapa: Hernán Luis Robles, Mercedes Juya, Gloria Rivera, Álix Mora, Olinda Beltrán y, por supuesto, “la gratitud inmensa a mi familia, y a la distinguida clientela de tantos años y de inolvidables recuerdos”.
¿Y cuál podría ser la tabla de salvación para evitar que La Normanda desaparezca?, le formulo.
“Está complicado, porque la pandemia nos dio la estocada final. Habría que superar un lío jurídico por una deuda acumulada de arriendo, y estamos ilíquidos. Las dueñas del inmueble nos dieron plazo para entregar el 20 de enero. Por eso estamos vendiendo hasta la vajilla”.
El 30 de mayo de 2022, don Rafael Cárdenas estaría cumpliendo 48 años de labores en los restaurantes La Normanda. Pedregosa faena la que está librando ahora, de varias que en sus 63 años de edad ha tenido que superar: un rompimiento matrimonial, un preinfarto cerebral, un cáncer de colon y, desde agosto pasado, el embrollo jurídico que no le permite conciliar el sueño.
Y don Rafa, ahí, como los curtidos lidiadores: con el toro por los cuernos.
RICARDO RONDÓN- ESPECIAL PARA EL TIEMPO*