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Bogotá

El hombre que se dedica a recoger abuelos en su moto

Carlos dedica su vida a ayudar ancianos sin casa o enfermos. Tiene cupos limitados porque saca de sus recursos para mantener la casa en donde se recuperan.

Carlos dedica su vida a ayudar ancianos sin casa o enfermos. Tiene cupos limitados porque saca de sus recursos para mantener la casa en donde se recuperan.

Foto:César Melgarejo.

Carlos Tobón trabaja para ayudar a ancianos sin casa o enfermos.

Carol Malaver
Lo suelen ver con el casco puesto en las calles del centro de Bogotá, subido en su moto, merodeando por cada cuadra y, de pronto, con un parrillero de pelo blanco y arrugas marcadas que se aferra a su cuerpo. Carlos Enrique Tobón Tamayo decidió dedicar su vida a recoger abuelos abandonados o en condiciones inimaginables de salud.
Este hombre nació en Entrerríos (Antioquia), un municipio cercano a Medellín. Desde muy joven le llamó la atención la vida misionera. “Yo no quería ser un sacerdote de parroquia y andar pintoso por aquí y por allá. Más bien, ir a esos lugares donde no llegaba el evangelio”.
Cuenta que estudió su bachillerato con los padres diocesanos de Santa Rosa de Osos y que luego entró al seminario con los padres montfortianos, en donde sus estudios transcurrían en la Universidad Santo Tomás. “Con ellos terminé Filosofía y Ciencias Religiosas y a la par hacía mi trabajo como misionero”. Entre líneas contó que en 1994 se fue al departamento del Vaupés para internarse en sus territorios durante la Navidad. “Fue una experiencia gratificante”.
Para 1997 ya estaba en Bogotá. Solía visitar el barrio Diana Turbay, de la localidad Rafael Uribe Uribe, un sector muy pobre en donde se albergaban muchos desplazados por la violencia. “Vi cómo sufrían muchas poblaciones, pero, en especial, los abuelos”.
Carlos sintió que mientras los jóvenes y los niños tenían oportunidades, los adultos mayores estaban prácticamente en el olvido, que solo los que gozaban de alguna pensión podían pensar en una etapa digna, pero el que no, estaba confinado a la calle. “Ahí surgió la idea de montar una fundación”.
Por eso, durante años ha estado vinculado a la Unidad Social San Luis María de Montfort, que opera en Choachí, Cundinamarca, ayudando a los abuelos con diligencias, medicamentos, entre otras cosas. De ellos nació también la inspiración para erigir su proyecto misional.
Carlos mantiene las puertas de su fundación abiertas.No quiere que los abuelos se sientas encerrados.

Carlos mantiene las puertas de su fundación abiertas.No quiere que los abuelos se sientas encerrados.

Foto:César Melgarejo.

Así fue cómo surgió la Fundación Social Abran a Jesucristo desde hace tres años, que se consolidó en una casa en el barrio Lourdes de Bogotá. El trabajo fue maratónico, porque Carlos tuvo que sacar de sus propios ahorros para habilitar un segundo piso, adecuar un patio, cambiar las tejas para que entrara la luz del sol, instalar rampas y pasamanos y, por supuesto, construir más habitaciones.
Y cuando esta pequeña casa estuvo adecuada, Carlos no tuvo problema en ‘cabalgar’ su moto para buscar, calle por calle, a los abuelos desvalidos. En esa búsqueda se ha encontrado con historias que pasan de lo conmovedor a lo inexplicable. “Yo me la paso para arriba y para abajo en mi moto y ahí es cuando más abuelos veo en la calle. Le puedo decir que de 100 que hay, solo 4 o 5 quieren estar institucionalizados”. ¿Por qué? La razón es la limosna.
Recuerda que uno de los abuelos a los que quiso ayudar le pedía permiso para salir de la fundación. “Luego de sus paseos llegaba a la casa lleno de monedas. Un día, por curiosidad, conté la plata, tenía como 72.000 pesos, pero lo más chistoso es que, al otro día, se volvía a ir”.
Preocupado por su situación de salud, decidió seguirlo y, ¡oh sorpresa!, el señor se iba a sitios de lenocinio. “Las trabajadoras sexuales le cobraban entre 5.000 y 15.000 pesos por la pieza y lo demás, pero cuando estaba aquí se mostraba como de muerte. Le daban picadas, de todo; sin embargo, le mandé a hacer exámenes, electrocardiogramas, y salió bien. Ahora solo va a rutinas médicas normales. Le restringimos las salidas para que no corriera riesgos”.

Yo me la paso para arriba y para abajo en mi moto y ahí es cuando más abuelos veo en la calle. Le puedo decir que de 100 que hay, solo 4 o 5 quieren estar institucionalizados

Otras jornadas lo han dejado atónito, como cuando se encontró a Libardo, un anciano que cumplió los 86 años en la fundación. A él se lo encontró muy cerca de la plaza de Las Cruces tratando de subir un andén con dificultad. “Recuerdo que iba en mi moto y paré. Me di cuenta de que era ciego, le pregunté a dónde iba. Me respondió que qué me importaba, que si lo iba a robar, que a él solo lo paraban para robarlo”.
Luego de varios minutos para ganar su confianza le contó que iba para el centro comunitario de Lourdes a sacar su cédula, porque se le había perdido. Tardó en dejar que el hombre de la moto lo ayudara. Entonces, Carlos lo subió, lo llevó a la fundación, le dio almuerzo, y esa misma tarde tramitaron todo. Pero, como en muchos casos, le ha tocado lidiar con la terquedad de los abuelos.
Libardo le dijo que quería irse a la pieza donde vivía. “Obvio, lo llevé porque tiene derecho, pero cuando llegamos era un inquilinato en el barrio Las Cruces, en donde vivían unas 67 personas en un espacio muy reducido. Le pagaban 8.000 pesos diarios a un costeño, pero las condiciones eran terribles”. El anciano vendía peluches, revistas o cosas viejas que le regalaban para poder subsistir.

Cuando llegamos era un inquilinato en el barrio Las Cruces. Allí vivían unas 67 personas en un espacio muy reducido. Le pagaban 8.000 pesos diarios a un costeño

Cuando Carlos entró al rincón en donde dormía el abuelo, todo olía a orines, pues había un balde con el líquido debajo de una cama atestada de pulgas. Allí también encontró su cédula perdida. “Yo le empaqué las pocas cosas buenas que tenía. Ese día me tocó matar ratones. Todo era un asco”.
Hoy, a pesar de su mal genio, es uno de los más consentidos del hogar. “Es un señor muy agradecido, ha mejorado muchísimo. Se logró una dilatación de sus pupilas y ya ve unas sombritas. Le estamos tramitando una operación”.
También ha sido testigo de cómo las malas acciones de algunas personas terminan por confinarlos al olvido. “Recuerdo el caso del abuelo Pedro. Me lo entregaron en el hospital de La Perseverancia. Le faltaba un ojo, estaba lleno de materia. Era muy malgeniado. Supe que se había casado con una señora, que un día borracho llegó a pegarle a su esposa y que uno de sus hijos rompió una botella y se la estampó en el ojo”.

Recuerdo el caso del abuelo Pedro. Me lo entregaron en el hospital de La Perseverancia. Le faltaba un ojo, estaba lleno de materia

Pero Carlos deja esos malos comportamientos a un lado y solo ve al anciano que tiene al frente, así este lo haya atacado con el mismo bastón que le regaló. Pedro se volvió un paciente psiquiátrico y no tuvo otra opción que devolverlo al hospital.
En la casa también hay unas cinco mujeres. A una de ellas la llevó una patrulla de la policía, con todo y maletas, porque la habían sacado a la calle porque no tenía cómo pagar la pieza en donde vivía. “Es una mujer muy activa, ayuda en todo. Es chistosa. Ella dice que tuvo como ocho maridos. Yo le escucho sus cuentos, sean verdades o mentiras”.
La otra es Soyla, una mujer de 57 años con un retraso mental causado por los golpes que le propinaba su madre cuando era una niña. “Luego de que me explicaron que nadie la podía cuidar, a ella también la subí en la moto y me la llevé para la fundación. Hoy busco ayuda para que le operen los ojos porque está muy mal de la vista”.
Carlos saca de sus propios recursos para sacar adelante a su fundación. No le gusta que los abuelos se vuelvan vegetales. Trata siempre de  que se sientan útiles.

Carlos saca de sus propios recursos para sacar adelante a su fundación. No le gusta que los abuelos se vuelvan vegetales. Trata siempre de que se sientan útiles.

Foto:César Melgarejo.

Carlos voltea a mirar. Rosa Albina lo mira, y en seguida él cuenta que tuvo que sacarla de en medio de una ratonera. Vivía con su esposo, de quien recibió toda clase de golpes y a quien también ayudó. “Recuerdo que cuando me la traje lloraba todo el tiempo. Al esposo, un día le dije que se bañara o lo bañaba, y ese sí se rebeló y se fue de la fundación. Igual, si algún día necesita ayuda lo ayudaré, la única condición es nada de violencia. Sé que está durmiendo en un colchón en el piso”.
Carlos dice que su paga es ver a los abuelos felices. Por eso permitió que Lucía, de 78 años, a quien conoció en el hospital Santa Clara con una diarrea crónica, se fuera a vivir a la fundación con su pareja. “La idea era que el señor de 88 se fuera a vivir a una pieza en el barrio Santa Fe. Yo le dije: tengo un problema, me los llevo a los dos o a ninguno. Les vi las caras de alegría, me los cargué y aquí los tengo”.
Eso sí, en el hogar hay reglas claras. Carlos no quiere confinar a los abuelos a que se conviertan en vegetales. Allí todos tienen obligaciones en la medida de sus posibilidades. “El mercado lo hago en la plaza de Las Cruces, el jueves, entre 9 y 11 de la noche, porque es más barato; y el viernes los que físicamente pueden deben ayudar a arreglar el mercado. Unos la cebolla, otros la papa”, dijo Carlos.

El mercado lo hago en la plaza de Las Cruces, el jueves, entre 9 y 11 de la noche, porque es más barato; y el viernes los que físicamente pueden deben ayudar a arreglarlo

Tenerlos en continua actividad les devuelve la dignidad porque se sienten útiles. “Es muy bonito que ellos se levanten y pregunten: ‘¿Qué hay que hacer?’. La fundación solo tiene recursos para una empleada; entonces, la ayuda de los abuelos que pueden es muy importante. Incluso, Libardo, que es ciego, se las arregla para desgranar la arveja. Otra cosa innovadora es que los abuelos que están más fuertes y sanos tienen un compañero a cargo, se convierten en una especie de lazarillos que avisan si algo extraordinario ocurre, así como si se hayan bañado, cambiado y comido. Así aprenden a cuidarse como una familia”.
La mejor paga para este hombre es un simple gracias. Aunque a algunos abuelos se les olvidan las normas de urbanidad, este hombre tiene su método para recordarles que no importa la edad. “Yo les digo: ‘Con mucho gusto’, y ellos todos lindos se devuelven y agradecen”.
Carlos se las ingenia para conseguir mercado barato para llevarles a sus abuelos.

Carlos se las ingenia para conseguir mercado barato para llevarles a sus abuelos.

Foto:Carlos Tobón

Carlos saca de su presupuesto para surtir la fundación de las cosas que necesita. Toallas, sábanas, cobijas, ropa, implementos de aseo y alimentos son solo algunas de las cosas que los abuelos requieren. “Alimentar a 21 personas cada día con los cinco golpes diarios no es fácil, y pagar los recibos de los servicios que consumen, mucho menos. Esto es amor”.
En este hogar nadie está encerrado. Sus puertas se abren desde las 8:30 de la mañana y se cierran a las 10 de noche. “Los que se sienten bien pueden salir de 8 a 5, sin problema”.
Después de la entrevista, Carlos se las arregla para que no le corten el gas. Entonces sale pitado en su moto a pagar el recibo. Lo angustia no tener cómo cocinarles a sus abuelos. “Ese es así, le gusta ayudar, así no tenga”, dice una de las abuelas que lo mira con cariño mientras se aleja.

Especial 'Abuelos'

*Las personas con 65 años y más representan el 6,7 % de los habitantes de Bogotá. La ciudad tiene una tendencia hacia el envejecimiento. Este especial llamado ‘Abuelos’ da cuenta, a través de datos y varias historias, cómo se vive esta etapa de la vida en la capital. Una reflexión que sin duda, nos servirá a todos.
CAROL MALAVER
Subeditora de Bogotá
Escríbanos a carmal@el tiempo.com
Carol Malaver
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