“Sádico, asesino en serie”, así le han dicho al matador de toros Moreno Muñoz, en los escasos escenarios en donde ha sido llamado para hablar de la polémica entre taurinos y animalistas, sobre todo después de que la Sala Plena de la Corte Constitucional exhortó al Congreso a que legisle en un plazo de dos años sobre las corridas de toros y espectáculos similares.
Él, que vive con su mamá, su abuela y un hermano con problemas de salud, rodeado de 9 gatos y 3 perros adoptados de la calle en Kennedy, que quería estudiar zootecnia, no entiende de cuándo acá pasó de ser el querido torero a convertirse en un ‘torturador’ y, además, terminar con un molar fracturado y hematomas en piernas y brazos, solo por ir a trabajar, el 22 de enero, cuando la Santamaría abrió, después de cinco años de no recibir público.
Él, como 55 matadores de toros, 28 novilleros profesionales, 104 aspirantes, 12 toreros cómicos y 21 principiantes en Colombia y un sinnúmero de personas que han trabajado alrededor de la fiesta taurina, están de acuerdo en una cosa: “desde que los políticos se apropiaron del debate, el escenario es violento e intolerante. Respetamos la discusión, pero no que hagan show a cambio de votos. Aquí no hay solo élites, hay personas de todos los estratos perjudicadas. Esta fiesta no es de izquierda, ni derecha, tampoco de ricos, ni pobres”. A este joven bogotano de 27 años, matador de toros, la tradición taurina le corre por las venas. “Mi mamá, Miriam Moreno, fue torera; también mi padre, Abelardo Muñoz, y hasta mi tío, quien murió por la embestida de un animal en el Tolima”.
Su madre no quería verlo en la arena, pero desde chico, él cogía las carpetas de la casa y pegaba lances al aire. A los 9 años, en medio de un espectáculo con los enanitos toreros, el matador Nelson Segura le preguntó: ¿qué tal está el chaval de valor? Y así fue que hizo su primera presentación desafiando la bravura de un becerro.
Entonces, Miriam le dio el aval con la condición de que terminara el bachillerato, y así lo hizo a los 14 años, cuando ya era reconocido entre la afición bogotana. A los 15 viajó a España, sufrió la vida en un país extraño, debutó con toros que nadie quería hasta que logró torear en la primera plaza del mundo: Las Ventas de Madrid. “Logré la proeza de cortar una oreja y luego volver a mi país, seis años después”.
Pero aquí ya los ánimos comenzaban a caldearse, hasta que un día, tras una trifulca entre políticos, la plaza la Santamaría cerró sus puertas durante cinco años. ¿Y qué hizo durante todo ese tiempo?, pregunté, ver que mi sueño se iba al piso mientras rodaban imágenes explicitas de la sangre, que no tienen nada que ver con el amor que tenemos por ese animal, respondió.
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Para él, el toro de lidia es un ser al que aman y respetan, pero que no pondrían nunca por encima de un ser humano. “Si nosotros disfrutáramos de la sangre, mejor nos íbamos a un matadero. Muchos toros son indultados y terminan su vida en un pastizal, rodeado de vacas”. La vida de Moreno Muñoz dio un vuelco total, le tocó ver cómo su hogar se llenaba de necesidades, su hermano empezaba a demandar atención médica, el mercado se acababa y el sueño se le escapaba. “En el camino encontré gente maravillosa, trabajé feliz como coordinador de teatros; fue un tiempo muy duro, en el que yo sentía que no tenía identidad, eso me costó lágrimas”.
Los otros taurinosHistorias sobran, recuerdos también. El conocido banderillero Jaime Alberto Devia supo a los 10 años qué era la responsabilidad. “Mi padre me dijo que ese era el precio si yo quería ser un matador”. Él se graduó en el colegio San Bartolomé de la Merced, en el centro de Bogotá, y luego le dijo a sus padres: “Lo mío son los toros, esa será mi profesión”. Nunca olvida cómo la Santamaría se llenaba de estudiantes de colegios públicos para ver gratis a matadores de la talla de Pepe Cáceres.
Después de haber triunfado como torero ha sido reconocido como banderillero en las plazas de todo el país. “Así fue hasta que cerraron la plaza, el trabajo con el que saqué adelante a mi hijo. Yo vivía bien de mi profesión y durante el cierre me tocó comenzar de nuevo”.
Son muchos más los protagonistas anónimos de este debate, como Guillermo Escobedo Rodríguez, cuya familia ha estado vinculada a la banda taurina hace varias generaciones. “Mi padre lleva más de 50 años vinculado al espectáculo taurino interpretando el pasodoble, amenizando la fiesta”. Con él, entre 20 y 40 músicos, que ganaban dinero por presentación, se quedaron, durante cinco años, sin la posibilidad de tocar en la Santamaría, el mismo tiempo en los que dejaron de sonar el clarinete, el bombo, los platillos, las trompetas, el saxofón y los trombones, todos los pasodobles que hacían vibrar al público. “Las generaciones cambian, lo entendemos, pero esta tradición se acabará por sí sola, no en medio de tanta discriminación”.
Eso mismo cuentan los monosabios Carlos José Rodríguez y Alfredo Rodríguez, 2 hombres que hasta hace poco podían salir a la calle con su uniforme rojo y blanco, del sindicato de trabajadores de la Santamaría, la plaza que pisaron, por primera vez de niños, colándose por un muro. “Recuerdo que cuando los policías nos cogían, nos ponían a lavar los baños”, dijo Carlos. Luego se hicieron célebres por ayudarles a cargar las maletas a los matadores hasta que su trabajo se hizo tan indispensable que ya hacen parte de las memorias del lugar. “Para nosotros esto es algo tan bonito, que no entendemos por qué nos lo quieren quitar. Además, estos centavitos nos ayudaron mucho en la vida”. En la crisis vivieron de rebusque o comenzaron a tramitar sus papeles para la pensión, pero sintieron que una parte de la vida se les iba por anticipado. “Y no solo a nosotros, a la gente que llenaba de manzanilla las botas, los que vendían papitas, llaveros, helados, los cojines, las ruanas de plástico, esa gente que de élite no tiene nada”, dijo Alfredo.
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Ellos, que han vivido del público, dicen sin miedo que la fiesta brava es para todo el mundo. “La gente pobre hacía fila desde las 7 de la mañana para ver el espectáculo. Es mito que esto solo les gusta a los ricos”.
Al final, nadie mejor que Julio César Galindo Martínez, o ‘Juliaquito’, para hablar de la historia de la plaza, uno de los hombres más queridos y quien vio desfilar a artistas de la talla de Pedro Infante, Celia Cruz o Mario Moreno ‘Cantinflas’ por el lugar. “El que no quiera venir, que no venga; a mí me parece más violento el fútbol, allá se matan entre humanos, pero nosotros no les decimos nada”.
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CAROL MALAVER
Subeditora Bogotá EL TIEMPO