El plan estaba listo. Ese día, los guerrilleros dinamitaron la carretera que va desde Puerto Leguízamo hacia La Tagua (Putumayo). El grupo de infantes fue atacado al paso, todo el camino había sido aprovisionado de explosivos. Pocos quedaron con vida, los acabaron a tiros, los descuartizaron, reunieron sus cuerpos, los rociaron con gasolina y los quemaron. De Samuel Quintero no quedó nada, ni su rostro para que sus padres lo reconocieran, solo el recuerdo de un joven de 21 años que comenzaba a vivir. Todo eso pasó el 23 de marzo del 2005.
Ese es el crudo relato que aún lacera el corazón de Gentil Quintero, su padre, todavía se estremece al recordar el día que le dijeron que su hijo y diez personas más habían muerto, porque ese día también se acabó la felicidad de su familia. “Ningún padre espera tener que enterrar a su descendencia. Lo único que puedo decir es que lo apoyamos cuando quiso prestar el servicio y luego hacer carrera en la Armada y ahora no sabemos ni siquiera en qué sitio exacto lo mataron, la vida de él no valió nada para esa gente”.
Se quedaron con la ganas de volverlo a abrazar. Para esta familia no hay reparación que valga. Han pasado once años de un vacío absoluto, eso dijo su familia el día de la entrevista. “Su mamá sufrió mucho, estaba desesperada, tuvo que ir al médico, al psiquiatra, aún no ha podido mejorarse. Golpean a la puerta y ella va a mirar si es él”, contó Gentil, recordando la época en la que vivían en un barrio llamado Nueva York.
Luz Mery, la madre, quedó con problemas del corazón, tiene un marcapasos y en los picos de depresión sufre de unas alergias incontrolables. La soledad es su refugio, viven desconectados de todo, solo ahora, dicen, tienen la fuerza de hablar con las familias de las otras víctimas, y quizás, preguntarles qué más se sabe de ese día, reconstruir paso a paso el último día de su hijo.
La vida militar de Samuel Quintero no siempre fue tristeza, él vivía enamorado de las Fuerzas Militares, su paso por Leticia fue bueno cuando prestó servicio. “Él me llamaba y me decía que estaba viviendo lo más hermoso, que eso era lo que quería para su vida. Amaba los ríos, los buques, esa era su afición y se embelesó más cuando conoció el mar”, contó Luz Mery.
Eso también lo sabe Dayana, su hermana. Le sobran las palabras bonitas para describirlo. “Él era mi mejor amigo, mi compinche, era tierno, tenía estrella, magia. También recuerdo que era muy apegado a mi mami. Le ayudaba en la cocina, a mí a hacer las tareas, ese era mi hermano”.
Samuel nació el 26 de agosto de 1984. “Cuando mi hijo mayor tenía dos años, él llegó a la familia. Yo anhelaba mucho verlo. Cuando fue más grande recuerdo mucho que hacía respetar a su hermano en el colegio, le decía: ‘yo lo voy a proteger’ ”, contó Gentil.
Desde muy niño comenzó a escribir y solía repletar de detalles a su madre. Hacía figuras de papel y se las pegaba en la estufa a Luz Mery. “Él me decía: madre cuando yo crezca no te voy a dejar trabajar, yo te voy a comprar muchas cosas, te voy a dar un paseo por todo el mundo”.
Los hombres de la casa estudiaron en el colegio Alfonso López Pumarejo, en el barrio Argelia, pero Samuel siempre fue el más activo. “Él veía los vasos ahí y los recogía y los lavaba; me veía ocupado, por ejemplo, echando basura entre una lona, y me abría el costal. Si su mamá llegaba cansada, él ya tenía el tinto listo”, dijo Gentil. Todos esos recuerdos son los que carcomen a esta familia.
El joven no aguantaba la pasividad, siempre tenía que estar estudiando algo para luego ponerlo en práctica. “Si no estaba en el colegio, estaba en el Sena, iba a la iglesia, trabajaba en una panadería o en un taller de mecánica”, recordó su madre.
Luz Mery trabajaba en un hogar geriátrico como enfermera. El día anterior, Samuel la había estado llamando con mucha insistencia, a pesar de que el miércoles siguiente visitaría a su familia. “Me decía: ‘madre, recuerda que te amo mucho’”. Ese día, colgaba el teléfono y volvía a marcar.
La última vez que sonó el teléfono fue a las seis de la tarde, pero como su madre no estaba, le dieron la razón. “Su hijo llamó y dijo que saludos, que la ama mucho, y que él llega a las dos de la tarde. Me dijo que buscara quién la reemplazara porque él se la iba a llevar un mes completo”. Siempre salía con un comentario de ese estilo.
El día siguiente era laboral pero algo inquietó a Luz Mery. “Yo estaba colgando una ropa cuando sentí como un golpe en el pecho duro. Fui a colgar un pantalón y lo vi, pero sin piernas. Me decía madre ayúdeme madre. Me puse a llorar y cuando me preguntaron qué me pasaba yo les dije: ‘a mi hijo le pasó algo’”.
La noticia no tardó mucho en conocerse. A las 12:30 Luz Mery la escuchó por primera vez: “Once militares muertos”. Segundos después esta mujer recibió la llamada de su esposo: “Véngase, gorda, que nos pasó algo, véngase. Yo solté el teléfono y salí corriendo”. Ese día a la casa de esta familia arribó un vehículo negro, de este se bajó un cura y dos hombres con uniforme militar. “Señor, murieron once personas y entre ellas estaba su hijo”, a Gentil tuvieron que repetirle esa frase dos veces para que la entendiera, luego solo pudo llorar.

Samuel Quintero vivía orgulloso de hacer parte de la Armada.
Cortesía de la familia
Luz Mery fue llegando poco a poco a su casa, caminando por la acera de enfrente, sabía qué había pasado pero se resistía a escuchar la noticia. “Sentí un hueco negro, el sacerdote me abrazó, subí al tercer piso a buscar a mi hijo, no estaba. El religioso tenía un papel en la mano, me dijo que mi hijo estaba en el hospital de Puerto Leguízamo. Le dije: ‘¿él está enfermo?’, me apretó duro y dijo: ‘no, él está muerto’ ”.
A Samuel lo enterraron un Viernes Santo. Su madre nunca pudo verlo, no la dejaron,
su cuerpo estaba irreconocible. Ella solo recordaba el día en que se levantaron para llevarlo a Puente Aranda para entregarlo al Ejército. “Luego nos mandaron para Soacha. Estuvimos como hasta medianoche allá. Terminó en el Llano prestando servicio militar y luego en Leticia. Nosotros lo visitamos muchas veces”.
Mientras Samuel aprendía las faenas de la vida militar, Luz Mery vendía bolsas de basura, lavaba ropa y trabajaba como empleada doméstica en un apartamento en el norte de Bogotá, solo para ir a verlo el domingo. “Yo solo gastaba lo de la buseta para llevarle golosinas. Eso pasó hasta que se lo llevaron a Leticia. Hasta allá llegué después de ahorrar”.
Sí, a pesar de nunca haber montado en avión, esta mujer ahorró cada día de su vida para encontrar a su hijo, porque, en esa época, desde que se sumergió en la selva, nunca más volvió a llamar.
Casi se desvanece de los nervios, pero lo logró. Arribó a Leticia en donde la revieron unos pastores que la ayudaron en su búsqueda. El primer día todo fue imposible, los militares decían que el joven andaba de misión en el Perú, la depresión llegó al caer la noche, pero al otro día, Luz Mery estaba lista para seguir buscando. No fue necesario, una llamada le devolvió la risa. Su hijo había aparecido.
Yo tenía algunos billetes de 2.000 de las bolsas de basura
que había vendido, él cogió esa
plata y la repartió a los amigos,
los muchachos lloraban de la emoción.
Ese día uno de los militares la abrazó cuando la vio porque hasta ese punto ningún joven recibía visitas. “La felicito, señora, aquí no ha llegado ninguna madre”. Cuando Samuel la vio le provocaba salir corriendo, se le salían las lágrimas. “¡Mi madre! no lo puedo creer...”, decía.
La escena conmovió tanto a los militares que le dieron 28 días de permiso. Antes de salir Samuel le pidió dinero a su madre. “Yo tenía algunos billetes de 2.000 de las bolsas de basura que había vendido, él cogió esa plata y la repartió a los amigos, los muchachos lloraban de la emoción”.
Todo eso enamoró a Samuel de la Armada. Los meses pasaron y el joven llegó a Tolú, Coveñas y después a Puerto Leguízamo. La última vez que Luz Mery lo vio fue un 25 de diciembre que llegó a la casa. “No deje de orar por mí”, le dijo al despedirse.
La historia de Samuel está plagada de recuerdos de cuando se raspaba jugando fútbol o montando bicicleta, ayudando a hacer las tareas a su hermana o protegiendo a su hermano mayor. Su risa, su amor para decir las cosas, su complicidad incondicional... todo eso duele aún.
Samuel partió en un ataúd, rodeado de unas 5.000 personas, su cuerpo reposa debajo de un pasto espeso en Jardines de Paz. Allá lo lloraron durante muchos días hasta que el corazón de Luz Mery no pudo más.
Hoy Gentil maneja un taxi, Luz Mery vende tintos y arepas, el recuerdo sigue vivo. El anhelo de la madre ya no es otra cosa que visitar el lugar donde Samuel vio la luz por última vez. “Me dicen que ese lugar es hermoso, hermoso, así como era mi hijo”.
Gracias a una alianza entre la Universidad Santo Tomás y la Armada Nacional se lanzó el libro ‘Protegiendo el azul, comprendí el rojo de la bandera’. En la primera parte se encuentra un análisis académico sobre los contextos sociales, económicos y políticos de dos regiones en las que ha operado la Armada Nacional: los Montes de María en el departamento de Bolívar, y el Pacífico colombiano en la subregión denominada Pacífico Centro. En estos entornos ocurrieron las dinámicas de seguridad que obligaron a la institución a hacer presencia en estas regiones, a pesar del alto riesgo que representaba para sus integrantes. Este fue realizado por investigadores sociales adscritos a la Facultad de Sociología y a la Maestría de Planeación para el Desarrollo de la Universidad Santo Tomás.
En el segundo capítulo, se presentan diez relatos de vida del personal de la Armada Nacional de Colombia; allí convergen las distintas especialidades y grados de la institución bajo un común denominador: la afectación en el marco de la prestación del servicio. Este capítulo busca sensibilizar con un lenguaje periodístico, sin ninguna pretensión académica, el sufrimiento de las víctimas. Estas crónicas fueron escritas por la periodista de EL TIEMPO Carol Malaver, también subeditora de la sección Bogotá.
Finalmente, el tercer capítulo hace un análisis antropológico sobre la condición de víctima, afectado y sobreviviente, recogiendo las conclusiones de los dos contextos y testimonios de 30 militares de la Armada Nacional. Estas narrativas militares permiten generar reflexiones sobre cómo hacer ejercicio de memoria histórica en Colombia, y en especial, siendo respetuosas e incluyentes con el honor y la cultura militar.
BOGOTÁ
*Escríbanos a carmal@eltiempo.com
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