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Bogotá

Cuando Bogotá era una ‘fábrica’ de vacunas

En los laboratorios del INS se hacían varias vacunas, entre ellas la de la fiebre amarilla, DPT, BCG y los sueros antiofídico y antitetánico.

En los laboratorios del INS se hacían varias vacunas, entre ellas la de la fiebre amarilla, DPT, BCG y los sueros antiofídico y antitetánico.

Foto:Archivo particular

En la ciudad, de manera artesanal, se hacían los biológicos contra varias enfermedades.

El zipaquireño Pedro Tinjacá Ruiz, quien a principios de los 80 era un médico que hacía su año rural y que de un día para otro, por esas cosas de la vida, o mejor por un perro que mordió a un niño, terminó produciendo vacunas en Bogotá, es uno de los pocos investigadores colombianos de biológicos de la época que aún sobreviven.
La técnica era muy artesanal y en nada se parecía a lo que hoy hacen los laboratorios de las farmacéuticas. El virus era inoculado en huevos embrionados o en el cerebro de ratones lactantes. Aun así, dice, “eran efectivas y se exportaban”.
Corría el año 1981, cuando el joven médico dejó el consultorio en el puesto de salud de Útica (Cundinamarca) y el nombramiento que ya tenía en sus manos en el hospital de La Palma, y se trasladó a los laboratorios del Instituto Nacional de Salud (INS) en Bogotá. Llegó nombrado por el director de la entidad, Hernando Vidales Neira (la dirigió entre 1978 y 1982), quien los fines de semana iba a su finca en la provincia de Gualivá y los domingos atendía pacientes de manera gratuita en una de las dos farmacias del pueblo, la Droguería Marly, de don Luis Mahecha.
Vidales recibió ese día a un niño que acababa de ser mordido por un perro, pero como en la droguería no era mucho lo que podía hacer, remitió el paciente al centro de salud para que lo atendieran y le pusieran la vacuna antirrábica. Allí estaba el estudiante de la Nacional, quien no se cambiaba por nadie porque estaba en su último día rural. Sin embargo, una vez terminó de atender al menor, fue a saludar al director del Instituto, pero se encontró con una propuesta que le iba a transformar la vida.
“Él me dijo: ‘si usted se va para La Palma, se vuelve cafetero o ganadero, de pronto hace platica. Le ofrezco un puesto donde va a ganar menos, pero se va a volver investigador, y en un año lo mando a Estados Unidos a prepararse para hacer vacunas. Tiene una hora para que me responda”, cuenta Tinjacá, que de inmediato contestó: “No necesito una hora, acepto”. Y la respuesta también fue rápida: ‘mañana empieza’.
Al otro día, el joven médico y egresado del Liceo Nacional, el mismo colegio donde había estudiado Gabriel García Márquez (nobel de literatura en 1982), estaba en el laboratorio de producción de vacunas de fiebre amarilla, aprendiéndole al investigador Carlos Bernal, quien estaba enfermo –se había contaminado años atrás con encefalitis equina- y en proceso de retiro–.
En esa época la vacuna de fiebre amarilla se hacía inoculando huevos de pollo embrionados que eran producidos en un galpón especial en Chinauta, que pertenecía a Leonor Serrano, quien años después fue gobernadora del departamento. “Los huevos de pollo embrionados se perforaban con un soplete de acetileno para inyectarles el virus atenuado. Se tapaba el huequito con parafina, y seguía la incubación del embrión por 15 o 20 días, cuando se volvían a destapar, también con soplete”, recuerda el hijo de una modista boyacense y un camionero y concejal zipaquireño.
Al final de cada mes, los huevos que no tenían embrión, que eran muchos, terminaban en una pericada para todo el personal, que acompañaban con cuyes asados y unos tragos del ‘Bolivariano’, un aguardiente que producía un químico farmacéutico en un alambique que tenía montado en el laboratorio de farmacología. “Era delicioso”, cuenta este profesional de 68 años.
En medio de su inocencia, un día Tinjacá le dijo al director que como eran tantos y tan caros los huevos que se compraban, era mejor y, sobre todo, salían más baratos si los producía directamente el Instituto. Pero la respuesta de Vidales lo sorprendió. El veterano científico le contó que 20 años atrás el INS había tenido gallinero y los huevos se perdían. Por eso, el director le confesó que había llegado a la conclusión que “las gallinas oficiales no ponen”.
Pedro Tinjacá Ruiz, médico epidemiólogo.

Pedro Tinjacá Ruiz, médico epidemiólogo.

Foto:Archivo particular

Meses después, el procedimiento de perforar el huevo con la flama de un soplete fue reemplazado por otro un poco más sofisticado. Por iniciativa de Tinjacá se empezó a utilizar una fresa de odontología. A las tres semanas, con otra fresa, ya circular, se sacaba el embrión infectado con el virus y se licuaba. “O sea, la vacuna era un licuado de embrión de pollo”, recalca el médico, y luego afirma: “Nunca patenté lo de la fresa”.
Ese proceso se reemplazó en el mundo por los cultivos de células vivas (hoy ya se hacen con ARN y ADN). Se les inyecta el virus y después se cosechan esas células y en un gran recipiente se mezclan y se licúan. “Ya sea de embriones de pollo o células, ese licuado se empaca en viales que se meten al liofilizador. Al final sale una tabletica que se disuelve en agua destilada y queda lista la vacuna para ser aplicada”, explica. Las ventajas de esa tecnología era que de una tableta salían 15 o 20 dosis y se podían guardar entre 18 y 24 meses.
En esas artesanales labores estuvo el zipaquireño durante cerca de dos años, porque luego fue becado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS) para que se entrenara en pruebas de control de la vacuna en ratones (se les inoculaba el virus atenuado) en el laboratorio de la Fundación Oswaldo Cruz en Río de Janeiro, que empezaba a utilizar cultivos celulares.
“Lo más importante no es solo la producción de la vacuna, sino el control. Porque después de que se hace la vacuna hay que inyectársela a ratones y covayos (conejillos de Indias), para mirar cómo es el proceso en esos animales”, indica Tinjacá, quien dice que el procedimiento se repetía varias veces hasta cuando ya no morían roedores, que se reproducían por miles en el bioterio de la sede del Instituto. “En ese momento la dosis era perfecta para aplicarla en humanos”, reitera.
De esa manera también se producían las vacunas antirrábicas humana y canina (inoculando el cerebro de ratones lactantes, que luego de la incubación del virus se licuaban). Y con otros procesos, en grandes recipientes, se hacían la antituberculosa (BCG), la DPT (difteria, tos ferina y tétano) y los sueros antiofídico y antitetánico.
Unos años antes, la viruela había sido erradicada en el mundo y el biológico dejó de producirse. Sin embargo, recuerda Tinjacá, con sorpresa se encontró en un cuarto del laboratorio de fiebre amarilla bolsas con costras de pacientes de la enfermedad, las cuales servían como “semilla” para la vacuna y había riesgo de que el planeta se volviera a contaminar con el virus, que en el siglo XX mató a 300 millones de personas.
“Asustado me fui a buscar al director, que en ese momento era el doctor Carlos San Martín Barberi, y le conté. Él se puso histérico, regañó a mi jefe y lo amenazó con echarlo. Luego ordenó llevar al horno crematorio todas esas costras”, cuenta.
Pero ese no fue el único susto que el médico zipaquireño pasó en el INS. A mediados de la década, cuando en el laboratorio de alta seguridad de virología se estaban realizando pruebas en cultivos celulares, se pinchó accidentalmente con una jeringa con células de peste porcina africana. Él no le dio importancia al incidente, pero a los cuatro días presentó fiebre, dolor abdominal y vómito, y tuvo que ser hospitalizado en la clínica de la Caja Nacional de Previsión. Al mes lo dieron el alta, pero sin un diagnóstico. “Posiblemente me dio alguna peste atenuada”, dice.
Momento en el que es inoculado con el virus atenuado un huevo de pollo embrionado.

Momento en el que es inoculado con el virus atenuado un huevo de pollo embrionado.

Foto:Reproducción Milton Díaz. EL TIEMPO - Instituto Nacional de Salud (INS)

Para ese momento se pensaba que la tecnología de cultivos celulares se podía implementar en Bogotá. Por eso, entre 1986 y 1987, Tinjacá fue nuevamente becado por la OPS para que conociera en el Instituto Nacional de Salud de Bethesda, en Maryland (Estados Unidos), sobre la producción de las vacunas del sarampión y polio, que no se producían en Colombia y debían ser importadas. Allí trabajó con el famoso virólogo Jonas Salk, quien fabricó por primera vez el biológico contra la poliomielitis.
La idea era que a su regreso implementara ese conocimiento. Pero no fue así. Se encontró con que “no había interés en producir nuevas vacunas”. Todo esto desanimó al zipaquireño, quien dice que por haber expresado públicamente su inconformidad fue retirado del Instituto. Sin embargo, las vacunas solo se dejaron de hacer varios años después, a principios de este siglo.
Hoy, Pedro Tinjacá, quien como epidemiólogo cumple labores relacionadas con el control del covid-19 en el Huila –donde hizo su internado como médico–, lamenta que el país haya perdido la oportunidad de actualizarse y seguir produciendo vacunas. “Seríamos líderes en la región”, asegura, y concluye que se pueden volver a producir y que ahora existen mejores condiciones que en la década de los 80, cuando en Bogotá se fabricaban inoculando huevos de pollo embrionados y utilizando soplete.
En huevos embrionados se producían vacunas en el país.

En huevos embrionados se producían vacunas en el país.

Foto:Milton Díaz

Qué tan posible es volver a producir biológicos

Con las dificultades que tienen los países para adquirir las vacunas del covid-19, aparecieron voces planteando la urgencia de volver a fabricar biológicos en Colombia. Una de ellas es la de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, quien propuso implementar “una línea de producción” para contribuir a “frenar el cuello de botella que es tener la capacidad de producción”.
Si bien eso ya está en el plan estratégico del sector salud para desarrollar a largo plazo, algunos expertos han señalado que esto no es tan fácil, ni tan rápido. Moisés Wasserman, exdirector del INS y exrector de la Universidad Nacional, considera que el país lo puede hacer, pero que eso “no es de un día para otro” y requiere “un esfuerzo tanto científico como industrial muy grande”.
“No es simplemente traer algún software. Si el Gobierno se decide y empieza a trabajarlo en serio, eventualmente para la próxima pandemia podríamos tener una capacidad de producción, y sería muy importante que lo hicieran”, dice Wasserman.
Explica que si lo que se quiere es producir vacunas, y no hacer maquila (empaquetar y etiquetar, como propone el laboratorio Limor de Colombia, en Soacha ), se necesita el personal científico, que si bien lo hay, se debe reclutar y concentrar.
Y tal vez lo más complejo es montar una planta de producción, porque exige traer la tecnología y contar con una serie de diseños (de funcionamiento, de buenas prácticas y de manufactura, entre otros). Y una vez se tenga el biológico, seguir con las pruebas clínicas para su efectividad.
En su opinión, también se puede hacer en varias etapas, comenzando por la maquila. Pero luego hay que traer la tecnología que permita producir la vacuna y desarrollarla, lo que “también requiere un esfuerzo muy grande”.
Según un estudio publicado en 2017 por la revista especializada Vaccine, poner en marcha una planta de producción de vacunas monovalentes costaba en ese momento entre 50 y 500 millones de dólares, y de vacunas polivalentes podía llegar hasta los 700 millones de dólares. El mismo estudio estima que se toman siete años para diseñar, construir y certificar una fábrica para tres vacunas polivalentes e iniciar la producción comercial.
GUILLERMO REINOSO RODRÍGUEZ
Editor de Bogotá
@guirei24

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