La noche del 7 de febrero de 2014, cuando ingresó a la cárcel de mujeres El Buen Pastor, sede Bogotá, Sofía* se sintió más sola que nunca.
En el momento en que una guardiana del Inpec (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario) la trasladó a la puerta de ingreso del centro penitenciario, sintió caer sobre sus hombros el peso insoportable de los nueve años que debía pagar: para ella representaban 3.285 días sin ver a sus cuatro hijos.
Mientras caminaba a tientas, en medio de la penumbra de una noche sin estrellas, el pasillo que la condujo hasta el patio 7 se le hizo largo e infinito. Allí, en la primera celda que le fue asignada, pasó en vela y llorando las primeras noches porque un perturbador pensamiento se apoderó de su cabeza: ¿qué sería de sus hijos Marcos (19 años), Jeremías (12), Isabel (10) y Cinthia (8) ahora que ella estaba tras las rejas?
“No fue fácil adaptarme a esta vida. No solo fue perder mi libertad, sino asimilar que aquí ya no soy la gerente de mi propio negocio de transportes y comercialización de automóviles, sino una rea más. Las guardianas te hablan de forma agreste, y ahí es cuando uno evidencia que la vida en la cárcel, aunque existe un imaginario afuera que le hace a uno pensar en la sordidez de estos ambientes, vivirlo en carne propia es a otro precio”, dice, mientras aclara que por eso no ha permitido que sus pequeños la vean en ese ambiente hostil.
Sofía es una de las 7.879 mujeres que, según cifras del Inpec (con cierre a 28 de febrero del 2017), están detenidas en los centros de reclusión para mujeres en Colombia. De ese total, 2.793 están sindicadas por algún delito y esperan una condena, mientras que a 5.086 ya fueron sentenciadas.
“Pensé que mi situación se aclararía en cuestión de semanas o meses, pues mi abogado me decía que apelaría mi sentencia. Pero tal diligencia no surtió efecto, y me tuve que resignar a permanecer aquí adentro”, expresa mientras se encoge de hombros al reconocer:
“Tus errores siempre traerán consecuencias, y yo estoy pagando por mis equivocaciones… Mi delito fue estipulado como incumplimiento de contrato y estafa agravada, ya que hice negocio con unos amigos. En su momento no le vi ningún inconveniente, no pensé que estaba haciendo algo ilegal, y firmé unos documentos que se convirtieron en mi boleto a prisión”.

Sofía con una de sus compañeras del patio 4 que recibió la visita de sus familiares.
Rafael Caro
Desde su confinamiento, Sofía decidió junto con su esposo, Germán, que lo mejor para sus hijos menores era ocultarles la verdad de esta nueva situación. Marcos, el hijo mayor, fue el único que supo la verdad desde un principio, y también estuvo de acuerdo en guardar el secreto de su madre.
Tres años, los mismos que Sofía lleva recluida, han pasado desde la última vez que ella vio a sus niños. Adherido a su memoria permanece el recuerdo de la tarde en que los abrazó, con los ojos anegados en lágrimas y las manos temblorosas, en el calabozo de la estación de policía del barrio, donde fue retenida mientras se legalizaba su captura.
Los niños no supieron que ella iba a prisión. Con la ayuda de los policías, e incluso de algunos detenidos que permanecían en esos calabozos, improvisó una treta: “Les dije a mis hijos que estaba allí cerrando un negocio de una venta de vehículos con la policía. Hasta un muchacho que tenían allí detenido me guiñaba el ojo, con disimulo, y me preguntaba delante de los niños: ‘Jefe, ¿no necesita algo más? Me avisa y le colaboro’ ”.
Una vez adentro, optó por mantener el vínculo con sus hijos a través de llamadas telefónicas, durante momentos claves del día como antes de la salida al colegio y al regresar a casa. Así ha podido indagar por sus obligaciones escolares, estar pendiente de qué les hace falta e inculcarles esos asuntos que las mamás siempre consideran urgentes: “Ten mucho cuidado y no hables con desconocidos, come todos tus alimentos, y realiza siempre tus deberes con esmero”.
Su expectativa es cumplir la mitad de su condena en prisión para luego gestionar la alternativa de detención domiciliaria con el argumento de buen comportamiento, y por las horas de talleres, cursos y demás actividades de resocialización en las que ha participado y por las que las internas reciben este tipo de beneficios.
“Si puedo pagar la mitad del tiempo en casa, podría teletrabajar, aprovechando que tengo experiencia en labores de mercadeo y que aprendí a manejar diversos programas y software digitales”, anota.
En pos de esa meta, participó en el curso de teletrabajo para internas que el Mintic les ofreció en El Buen Pastor.
Los dos teléfonos azules instalados en un rincón del patio 4, donde está ahora la celda de Sofía, se han convertido en su canal de comunicación con el mundo exterior. Todas las mañanas a las 6:10 a.m., llama a sus hijos antes de que se vayan al colegio y les recuerda sus deberes y el listado de útiles escolares para que nada se les quede en casa. Ya es una tradición escucharla pronunciar frases como “hijo, no olvides meter todos los cuadernos en la maleta”, o “mi amor, ¿llevas el termo a tu clase de educación física?”
En medio de su inocencia, los niños creyeron al principio que su mamá estaba trabajando en un lugar lejano, y con itinerarios tan ajustados que le imposibilitaban volver a casa. De modo que la mejor opción para la familia era hablarse por teléfono, o a través de misivas y encomiendas; y esta tradición se respetó sagradamente durante más de dos años.
Así –pensaba Sofía– se mantendría intacta su honra de mamá… Pero, un día, Jeremías, que no creía en esas historias que para él resultaban inverosímiles, descubrió la verdad.
“Al finalizar una de mis llamadas habituales, el niño anotó el número telefónico registrado en el identificador y luego llamó. Así supo que yo no estaba trabajando, sino que permanecía en un extraño lugar ‘donde la gente se hablaba a los gritos’. Entonces hurgó en unos papeles que tenía mi esposo y halló el expediente de la Fiscalía donde se dictaba mi sentencia”, evoca.
Jeremías se enojó con su padre por haberle ocultado la verdad, pero más que todo con su mamá. “Empezó a volverse rebelde, a pelear con sus hermanitas y a aislarse de las conversaciones familiares. Sufrió mucho al saberlo”. Pero, el tiempo cicatrizó las heridas del desengaño, y una llamada fue la que terminó por restaurar el amor maltrecho de un hijo hacia su madre cautiva. Después de tanto tiempo alejados, Sofía le explicó por qué le ocultó la verdad y le prometió que tarde o temprano volverían a verse.
Cuando un ser querido pasa por un momento apremiante como el de Sofía, lo mejor es que la familia esté al tanto.
De eso está segura hoy Sofía, quien a los 41 años busca la redención para comenzar de cero. “Lo que más me duele del encierro es la imposibilidad de ver crecer a mis hijos”, se lamenta, y suspira mientras reflexiona que lo mejor fue haberles contado.
“La verdad reconforta”, piensa, y para reforzar su teoría enuncia que ahora las conversaciones telefónicas son más fluidas, espontáneas y sinceras, y que ya no tiene que simular sus emociones cuando alguna queja se le atora en su garganta, o se encuentra abatida por los quebrantos de la soledad nocturna. Pero lo más importante es que ya no guarda remordimientos ni se siente mal al pedirles que le confíen sus anécdotas y confidencias.
Una vez al mes, o cada quince días, recibe visitas familiares. Algunas veces de Graciela, su mamá, y en otras oportunidades de primas que llegan a Bogotá desde Cali o San José del Guaviare. Le gusta acomodar a su mamá en el regazo para acariciarle el pelo y contarle los pormenores de sus últimos días en prisión.
Doña Graciela le lleva siempre deliciosos platos que prepara en la casa con la ayuda de las niñas, que, aunque no van a la cárcel, saben que al manipular esos alimentos que su madre comerá luego las acerca de alguna forma a ella. Abuela y nietas se funden en un ritual culinario para reconfortar el alma de una madre ausente. “Me emociona cuando recibo cartas de mis hijos. Las respondo y las envío de regreso con mamá. Otras veces también les mando cuadernos con dibujos que yo les hago, o esquelas con mensajes cariñosos, y hasta cojines o peluches que aprendí a confeccionar en los talleres de costura que nos dan adentro”, cuenta.
Con el tiempo se dio cuenta de que en la cárcel había un mercado interno de bufandas, cojines, gorros y otros elementos que le permitirían ganarse algún dinero para enviar a casa. “Si uno les añade a cualquiera de esos tejidos el escudo del Santa Fe, de Millonarios y o del Nacional se venden más fácil”, comenta. Así comenzó a comercializar sus creaciones, por las cuales le pagaban desde 30.000 hasta 40.000 pesos por unidad.
Pero la actividad que más la estimula es ser monitora de derechos humanos de su patio. Es un cargo de mucha responsabilidad porque la convierte en vocera de las internas ante las directivas de la prisión, a quienes enumera las falencias que detectan en temas de aseo, alimentación, gestión de permisos y solicitud de diligencias judiciales.
“Los lunes tenemos reunión con el personal administrativo y les entrego los documentos con las consignas de sanidad y las problemáticas de la semana anterior que me señalan la internas. Eso se lo radican a la directora, para que ella aplique los correctivos necesarios”.
Como mujeres, muchas
de las que estamos aquí hemos sido discriminadas, y si no se
empieza a ganar el respeto
desde sí mismo, ¿cómo exigirlo a los demás?
Las internas que desempeñan este cargo son escogidas por votación. Sofía cree que sus compañeras votaron por ella porque desde que llegó se ha destacado por servir a las personas que veía en problemas, ya fuera dándoles un consejo o ayudándoles a gestionar soluciones ante las autoridades del reclusorio. “La Universidad Nacional vino a darnos a las monitoras de derechos humanos un diplomado en resolución de conflictos. Así aprendimos cómo sortear las peleas entre las internas, que son el pan de cada día. Ser mediadores en los conflictos de los demás es complejo, pero se tiene éxito en la medida en que uno encuentre un acuerdo beneficioso para ambas partes”.
Siente orgullo al recordar algunos de los casos más difíciles que ha enfrentado, como el de Dayana y Carola, una pareja que lleva dos años y medio de relación tortuosa propinándose golpes y gritándose groserías que alteraban el orden de la pequeña celda que compartían con otras dos internas. “Los celos eran la principal causa de sus desavenencias. Ayudé a que ganaran confianza en la otra, y les recalqué que tener pareja no significa poseer un título de propiedad sobre la persona”, argumenta.
Casos de mujeres que ingresan embarazadas y con los nervios de punta, chicas con cuadros complejos de drogadicción, otras con enfermedades crónicas… Sofía ha ayudado a quien requiera de un empujón: “Al principio no se bañan, no se alimentan bien, no se preocupan por su aspecto. Aquí les ayudo a ganar un poquito de autoestima. Como mujeres, muchas de las que estamos aquí hemos sido discriminadas, y si no se empieza a ganar el respeto desde sí mismo, ¿cómo exigirlo a los demás?”
Cuando Sofía camina por los pasillos de la cárcel, llevando en sus manos los folios con anotaciones y pedidos de las internas, la muchedumbre que se encuentra a esa hora en recreo detiene sus actividades para saludarla, darle una palmada y un apretón de manos: “La llevo en la buena, parcera”, le dicen al pasar.
Luego afirma, en voz baja y con cierto alivio: “En parte, ser mamá también es ayudar a los desvalidos”.
RAFAEL CARO SUÁREZ
Especial para EL TIEMPO
* Todos los nombres fueron cambiados.