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'Mi papá era un roble': narra periodista colombiano
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Luis Alejandro Tibaduisa comparte la historia sobre el fallecimiento de su padre a causa del nuevo coronavirus. 

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'Mi papá era un roble': narra periodista colombiano

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Luis Alejandro Tibaduisa comparte la historia de la lucha de su padre contra el covid-19. 

A sus 71 años, mi papá era un ser lleno de fuerza y vigor, a quien, sin embargo, la cuarentena y el covid-19 lo fueron acabando lentamente, casi de manera imperceptible, como la gota de agua que va debilitando la roca.

Su desenlace en la tierra inició cuando pretendimos mantenerlo protegido, aislado en su casa de descanso a dos horas y media de Bogotá, desde el pasado 19 de marzo. En ese momento, ante la incertidumbre que nos generaba el simulacro vital decretado en Bogotá y las noticias que recibíamos como una tragedia premonitoria, creímos que lo estábamos manteniendo a salvo.

No obstante, cuatro días después sufrió una caída que desencadenó un trauma craneoencefálico cerrado que deterioró su capacidad motriz y su habla. En menos de una semana, no podía controlar sus movimientos, sus frases eran limitadas y ese roble, que siempre habíamos visto en él, comenzó a desgastarse. Sin embargo, salió bien librado. Su recuperación fue rápida y segura, aunque siento que su memoria sufrió daños irreparables.

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A sus 71 años, mi papá era un ser lleno de fuerza y vigor, a quien, sin embargo, la cuarentena y el covid lo fueron acabando lentamente.

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Estuvo un poco más de un mes allí, en su finca, junto a mi mamá, mi hermana, mi cuñado y mi pequeño sobrino, Mateo, pasando momentos inolvidables en el mismo lugar donde compartimos navidades, fiestas y cumpleaños durante los últimos 10 años. De todos modos, sus compromisos laborales y la ansiedad por regresar a la ciudad fueron más fuertes que la garantía de estar alejado y protegido. Sabía que debía mantenerse en un encierro que le iba a resultar agobiante, pero así lo decidió junto a mi familia el 27 de abril.

Se sometió a los más estrictos cuidados. Se bañaba frecuentemente las manos con agua, jabón o gel antibacterial, andaba con tapabocas y desinfectaba con alcohol todas las superficies; sin embargo, admito con dolor y rabia, que jamás pude dejar de visitarlo. Siempre fuimos muy unidos a pesar de las circunstancias, creyendo que la pandemia era una pesadilla que la padecían otros, que nuestros cuidados eran suficientes y que nunca haríamos parte de ese contador de la muerte que mostraba la televisión o narraban los periódicos.

El desgaste del encierro lo fue menguando emocionalmente. Su única felicidad era recibir a Mateo y escuchar sus carcajadas por toda la casa o que yo lo visitara para hablar, quizá con algo de masoquismo, del covid, de las últimas noticias, de cómo estaba azotando este maldito virus al mundo entero. En la medida que se fue flexibilizando la cuarentena, se fue dando la licencia de salir, de retomar la normalidad que había abandonado desde mediados de marzo, de darse un respiro.

No sabemos con exactitud cuándo y cómo se contagió
. Solo sé que su fin no tardó más de 10 días. Ambos comenzamos a sentir los síntomas de manera simultanea. Una tos intensa, dolor de garganta, escalofríos, malestar general, tal cual como una gripa normal, fuerte, pero normal. Yo fui el primero en acudir a los servicios médicos, un lunes recibí una visita domiciliaria y me ordenaron de inmediato hacerme la prueba PCR para coronavirus. Asumí que, debido a la cantidad de gente que había en clínicas y hospitales, mi EPS me la tomaría en casa. Sin embargo, debí atravesar media ciudad para llegar hasta Puente Aranda, donde me tomaron una prueba rápida, poco confiable según dicen los expertos, que salió negativa.

(Lea también: 'A mí papá no lo mató la covid-19, sino la mala atención médica’)

Las señales de alarma fueron disminuyendo al final de esa semana, sin embargo, mi papá comenzaba a padecer su propio calvario. Mientras yo peleaba con mi servicio de salud para que me hicieran una prueba que sí fuera efectiva, mi papá ardía en fiebre de 39 grados centígrados. Llegó solo a la Clínica Reina Sofía.

Ninguno de nosotros lo pudo acompañar. Lo que allí pasó únicamente lo saben él y los médicos. Sin embargo, es inexplicable que con los síntomas que reflejaba, su edad, su angustia y su soledad, lo hayan regresado a la casa como si nada pasara, diciéndole que debía aislarse como un mueble viejo, sin mantenerlo bajo observación al menos una noche, al menos unas cuantas horas.

Ese sábado, le tomaron la prueba para covid. Al día siguiente me enteré de su sufrimiento. Me reproché, como lo sigo haciendo ahora, de no haberlo acompañado. Lo noté con una tos persistente, pero de nuevo en mi terquedad, seguía pensando que era indestructible, viendo en él una imagen similar a la que tenía cuando apenas contaba con seis o siete años. Era mi faro, luz y guía. Mi amigo. Mi héroe.

El martes 21 de julio, hacia el mediodía, cuando estaba en su casa junto a mi mamá, y yo estaba en mi apartamento, recibió la peor noticia de su vida: lo llamaron para informarle que había resultado positivo para covid. Lloró, su tos se agudizo, los escalofríos, el dolor y la angustia se apoderaron de él por completo. El virus no dio tregua en su cuerpo. Quizá ya era el día 10 desde que había comenzado a sentir los primeros síntomas. El miércoles en la madrugada se levantó con diarrea y allí en el baño, solo, porque mi mamá permanecía en otro cuarto, falleció al parecer de un paro cardiorespiratorio letal, rápido e inesperado.

Tal vez duró tres o cuatro horas postrado en la tasa del baño hasta que mi mamá despertó, golpeó su puerta y le preguntó cómo había amanecido, sin escuchar respuesta. Abrió y vio la peor imagen de su existencia: su compañero de vida durante más de 40 años había fallecido. El resto es una historia de sufrimiento, de negación, de rabia, de tristeza.

La voz de ella al otro lado de la línea, a las 7:00 de la mañana, diciéndome lo que a esa hora parecía una incoherencia, una locura que debía ver con mis propios ojos. Cuando llegué, ese roble que siempre había visto en él, había caído. Traté de arrastrar su cuerpo sin vida con todas mis fuerzas.

Grité, le pegué a las paredes, me desesperé. Esa pesadilla que jamás pensamos que viviríamos comenzó ese miércoles 22 de julio.

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Solo queremos recuperarnos del dolor que dejó su partida hacia otro plano, superar esta enfermedad que nos atacó y rendir un homenaje a su vida.

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Mi hermana llevó a la clínica a mi mamá, totalmente descompensada, sin aire, desconsolada. Esa noche, mientras ella permanecía bajo observación médica, mi papá se me manifestó en sueños y me compartió cómo fueron sus últimos minutos. Me sentí tranquilo porque tuvo un sufrimiento fugaz. Sin embargo, su recuerdo, el miedo y el karma aún me visitan cada noche.

Ahora, con la fuerza de su presencia espiritual, el poder de la oración y los buenos deseos de tanta gente que nos ha rodeado, solo queremos recuperarnos del dolor que dejó su partida hacia otro plano, superar esta enfermedad que nos atacó y rendir un homenaje a su vida, tomados de su mano invisible, contando a quienes quieran creer cómo han sido estos últimos días, repletos de zozobra, sabiendo, ahora sí, que a cualquiera le podría pasar lo que finalmente a nosotros también nos pasó.

LUIS ALEJANDRO TIBADUISA
​PERIODISTA
Especial para EL TIEMPO

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