Olivier Pradet lleva cerca de cuatro décadas exorcizando algo que a veces duda si son pesadillas o malos recuerdos. Es el primer lazo que lo ata a Colombia.
En un desayuno en el norte de Bogotá, hace año y medio, todos los franceses presentes eran altos, esbeltos y de ojos claros, menos Pradet, diplomático del Gobierno francés desde hace 18 años y consejero comercial en Bogotá desde hace 6. Tiene 1,60 metros de estatura y es trigueño, con cabello negro ensortijado y ojos cafés.
Por sus venas corre sangre colombiana. Sí, Pradet nació en Catalina, un barrio del sur de Bogotá. Si no fuera por el giro de tuerca que le dio la vida, se llamaría Juan Carlos Alberto González Martínez y probablemente sería campesino u obrero.
Los recuerdos sobre su madre se le hacen difusos, pues desde los 3 o 4 años vivió con sus abuelos Ana Elvia Martínez y Aristides González, en la vereda Montealegre, de Topaipí (Cundinamarca). Estudiaba, pero el resto del tiempo no era para jugar, sino para arar la tierra; y, lo peor, “el trato no era el más dulce y confortable para un niño”, según dice.
Un día, una tía le pidió a su abuela que se lo dejara llevar a Bogotá durante dos o tres meses y lo puso a trabajar en una procesadora de lácteos en Suba. Le tocaba sacar crema de leche de unas cantinas tan grandes como él, ponerla en frascos, etiquetarlos e ir a ofrecerlos a supermercados, en jornadas que a veces se prolongaban hasta la medianoche.
Ahí estaba a los 10 u 11 años, cuando falleció la abuela. Al regreso del entierro, una tía llamada también Elvia aprovechó la confusión y le preguntó si quería irse a otra casa. Sin titubear, él le respondió que sí.
Fue enviado a un orfelinato y a los pocos días llegaron sus dos hermanos más pequeños. A Óscar solo lo había visto unas pocas veces y a Marta Lucía apenas la estaba conociendo. “No sé con quién vivían, pero, igual, es la vida de ellos. No es que no me interese, sino que primero debo descubrir un poco más sobre mí”, dice al recordar que por allí pasaron también cuatro primos. El diplomático no atina a calcular cuántos meses pasó en el lugar, pero la ansiedad de no encontrar familia –debido a la edad y al hecho de ser tres– los hicieron eternos.
Finalmente, todos fueron adoptados por una pareja que rondaba los 30 años: Guy Marcel y Marie Françoise Pradet; él, empleado de rango medio de los correos de Francia y ella, profesora de música. El viaje a Francia, más allá de los 8.630 kilómetros de distancia, significaba ir a una cultura y un idioma diferentes. Como si fuera poco, aterrizaron en pleno invierno.
Al pisar Annecy, su nueva ciudad, ya se llamaban Olivier, Jean Christian y Marie Cecile, nombres que escogieron ellos mismos tras rechazar decenas de opciones de un catálogo elaborado por Guy y Marie.
“Mis padres no hablaban ni cinco de español. Nos comunicábamos por señas. El primer regalo que nos hicieron fue un diccionario y cuando llegamos nos pusieron en una escuela pública para que aprendiéramos francés. Había gente de todas partes. Era como la ONU”, cuenta Pradet.
Al finalizar la secundaria, pasados los 16 años, Olivier concursó y ganó un cupo en el Institut d’ Etudes Politiques de Grenoble, para estudiar relaciones internacionales. Aunque tenía derecho a una beca y a ayuda para el alquiler, no las solicitó. “Siempre quise salir adelante por mí mismo. De hecho, a mis padres les pedía lo mínimo y trabajaba a escondidas. Les decía que me iba al catecismo, pero en realidad salía a distribuir publicidad”, relata.
La mala imagen de Colombia me dolía.Sabía que había una familia biológica acá y cuando ocurría algo me preguntaba si estarían bien
El gen colombiano se le despertaba cada vez que Lucho Herrera ganaba; después de que Gabo recibió el Nobel de Literatura, leyó todos sus cuentos en francés, siguió sin espabilar la tragedia de Omaira en Armero y se conmovía cuando la televisión pasaba un reportaje de niños en las minas o sobre los atentados con bombas de Pablo Escobar. “La mala imagen de Colombia se me hacía dolorosa. Sabía que había una familia biológica acá y cuando ocurría algo me preguntaba si estarían bien, pero sin poder ponerles rostro. Mis papás siempre tuvieron la impresión de que yo iba a volver”, asegura.
Poco a poco, de manera inconsciente, Olivier se fue acercando a su pasado. En 1994 vino a una pasantía de dos meses en la Embajada de Francia en Bogotá. Estaba aún fresco el atentado del parque de la 93 y escasamente podía salir de la sede diplomática. Menos de noche. Tres años después, una ONG que supo de su origen le ofreció ser observador del Voto por la Paz durante una semana.
Al finalizar su carrera, en una pasantía en la Universidad de Buenos Aires, un funcionario de Francia le habló de una convocatoria para ser agregado comercial. Se postuló y ganó. Así, en 1999, comenzó su carrera diplomática. La siguiente estación fue Caracas, entre el 2005 y el 2007. Al ponerse difícil la situación en Venezuela, lo trasladaron a París, hasta el 2011, cuando dijo que quería trabajar en Colombia. Un año después lo nombraron.
En sus anteriores venidas pensó en la posibilidad de toparse con algún personaje de la infancia, pero ahora sí estaba decidido a recoger los trozos de su historia: deshizo pasos por el antiguo hospicio y buscó la fábrica donde lo explotaron, para ver si las imágenes mentales correspondían a la verdad o solo eran parte de un sueño tormentoso. La pieza más difícil del rompecabezas era el rostro de la mujer que lo trajo al mundo. Por intermedio de amigos influyentes, la ubicó en registros del Sisbén.
El encuentro con su mamá biológica se convirtió en una aspiración irrenunciable que maquinó con parsimonia, sin ponerle una fecha concreta, pero la perspectiva de que en septiembre tiene que partir hacia Túnez en una nueva misión lo hizo acelerar su plan.
El 14 de mayo, Día de la Madre, a las 10:15 de la mañana tocó a la puerta de una casa del barrio Marruecos, donde lo esperaba Evangelina González. Aunque iba acompañado de varios amigos, ella lo reconoció de inmediato. “El corazón no falla”, diría luego la señora, que lucía el cabello lacio en cola, blusa crema, saco azul, pantalón gris y zapatos negros, visiblemente nuevos. Se notaba que también había estado contando los minutos, desde una semana atrás, cuando una allegada a Olivier le anunció la visita.
Ambos se dieron un abrazo tímido y se sentaron en el sofá que ocupa casi toda la sala, de 2,5 por 3 metros, mientras los demás se aglomeraban alrededor, sin intervenir, a no ser para llenar los silencios entre los protagonistas. En una de esas pausas, alguien preguntó qué puesto ocupa Olivier entre los hermanos, y doña Evangelina dijo tímida, como en un confesionario: “El primero, el de las heridas”.
Él, como tratando de disculpar su irrupción volcánica, explicó lo importante que resultaba para las personas conocer sus raíces y dijo que había soñado incesantemente con esto, en especial desde un accidente automovilístico que sufrió en La Paz (Bolivia) y que lo hizo pensar en la muerte.
Después le contó que sus dos hermanos están bien, pero que todavía no han considerado ningún encuentro con ella. Mencionó los pormenores de su regreso, las vueltas que dio por Topaipí y por la localidad de Kennedy, donde le habían dicho que ella vivía.
Unos minutos más tarde sacó un perfume Chanel n.º 5 y se lo entregó como regalo por la fecha.“Lo tengo guardado desde hace más de dos años”, le dijo.
En algún momento, ambos emprendieron un paseo a solas por las dos plantas de la casa. Había llegado la hora de aprovechar la intimidad para las preguntas incómodas, sobre cómo la mujer amable y de apariencia bonachona que estaba frente a él había participado de aquella historia de abandono y maltrato. Al menos eso creían los presentes. Diez minutos después regresaron al sofá.
Cualquiera pensaría que la existencia de Olivier, Marta y Óscar, además de las razones para no tenerlos a su lado, sería el secreto mejor guardado de doña Evangelina ante los otros cuatro hijos que tuvo (Patricia, Álex, Hernando y Mery), pero siempre ellos lo supieron. De hecho, en el álbum familiar hay una de esas fotos clásicas, de un niño de 8 a 9 años (Carlos) sentado en el pupitre de la escuela, y otra con sus dos hermanos.
Desde la sala se escuchaba el silbido de una olla de presión acompañado del inconfundible olor a caldo de carne en plena ebullición, que la hospitalaria ama de casa repartió después a propios y extraños.
Al mediodía, Olivier se paró, ajustado al tiempo que había definido para la visita, y se despidió en la puerta abrazando de lado a su progenitora. La promesa desde ese día es que se encontrarán en algún lugar “más central” antes de que él parta.
Al preguntarle a Olivier qué imagen le dejó doña Evangelina, aclaró que no buscaba disculpar a nadie, pero que le pareció una persona muy noble, con una vida muy dura.
“Siempre quise encontrarme con ella, darle un rostro y confirmar si muchas cosas que tengo en la mente habían ocurrido o eran invención mía. Hay mucho que se irá confirmando, pero tampoco es que me vaya a dedicar a esculcar en el pasado. Es como en un auto: los retrovisores sirven para ver si uno anda en el buen camino, y si no ha maltratado a alguien, pero siempre acostumbro más mirar hacia adelante que hacia atrás”, dijo sobre por qué había dejado tantos interrogantes en el aire durante su encuentro del día de madres, incluidos detalles del asesinato de su padre.
Sin embargo, todo ese pasado sigue impregnado en él; desde su pasaporte, que parece representar no a una persona sino a una multitud y es motivo de bromas. Como sus padres le recomendaron integrarse a su nuevo contexto, pero sin olvidar de dónde venía, se llama Luis Carlos Alberto Olivier Pradet.
Días después del encuentro con Olivier, doña Evangelina González contó que, cuando era pequeña, le tocó ver desde una montaña que unos hombres quemaron su casa. Se crio con su tía Felisa, solo tuvo seis meses de escuela y volvió con sus padres cuando ya era grande. Huyó a los 12 años con dos mudas de ropa en una bolsa, mientras la mamá bajaba al pueblo a comprar tela para confeccionar su vestido nupcial, porque la iban a casar con un hombre al que escasamente saludaba. Llegó a Bogotá como empleada doméstica; duró varios años de interna, hasta que a los 21 un novio la embarazó y le propuso que vivieran juntos, pero la abandonó a los pocos meses. Después le contaron que lo habían matado.
Trabajaba por días “en lo que resultara” y pagaba una habitación en un inquilinato. Para madrugar a la brega, dejaba al bebé con el tetero tibio al lado, con el fin de que calmara el hambre si despertaba, mientras una vecina llegaba a ocuparse de él. De otra pareja vinieron Óscar y Marta.
Cuando Carlos tenía 3 años, afirmó doña Evangelina, los abuelos le pidieron que los dejara llevárselo para la finca por un tiempo, pero a los 15 días fue y le contestaron que estaba tan amañado que escondió la ropa y salió al saber que ella iría. La última vez que lo vio tendría 6 años. Anotó que la relación con el padre de los otros dos niños también se acabó y este terminó haciéndose cargo de ellos.
Un día fue a verlos y no los halló. “La loca de su hermana se los llevó”, le dijeron.
Doña Evangelina sostuvo que los buscó afanosamente durante varios meses, hasta que dio con un orfanato donde le confirmaron que habían estado allí y los habían adoptado como huérfanos.
NÉSTOR ALONSO LÓPEZ L.
Redactor de EL TIEMPO
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