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Bogotá

Humildad / Voy y vuelvo

Foto:César Melgarejo / EL TIEMPO

Al traste se han ido la vanidad, el derroche, la envidia y el ego, como nos lo recordó el Papa.

Ernesto Cortes
Lejos estábamos de imaginar –excepto el señor Bill Gates– que una pandemia universal nos iba a dar la lección más grande de nuestras vidas: la de la humildad. Sí. La incertidumbre por el futuro inmediato y el de los nuestros nos tiene a todos en un estado de reflexión permanente, como no lo habíamos experimentado hasta ahora. Al traste se han ido la vanidad, el acelere, el derroche, la indiferencia, la gula, la envidia y el ego, como nos lo recordó el Papa en esa histórica bendición de esta semana que nos sacó lágrimas.
Yo la he llamado humildad, pero ustedes pueden buscar el adjetivo que prefieran. Al final, todas son lecciones.
Las lecciones que estamos aprendiendo con este encierro en nuestras casas nos han permitido descubrir que nos sobran cosas, nos faltan palabras y que abundan los motivos para replantear el destino de nuestras vidas.
Hemos aprendido que nuestros armarios están repletos de ropa que quizás otros necesitan, que teníamos amigos y parientes olvidados, que mamá tiene razón cuando nos regaña por dejar comida en el plato, que los abuelos no son un estorbo, que se siente bien tener las llaves del carro guardadas, que una mascota nos ha dado valiosos minutos de libertad, que nuestros hijos, esposas y esposos tenían sueños que ignorábamos, que la tienda del barrio es inmensa, que frases como “nos vemos a las siete...” han sido reemplazadas por “nos conectamos a las diez”; que las cosas simples no cuestan plata y que sin ellas la vida pierde algo de umami.
Estar de aquí para allá, sin más espacio que aquel al que denominados las cuatro paredes del hogar –otra palabra redescubierta en este encierro– también ha desnudado nuestra ignorancia frente a la tecnología, ha puesto en la palestra a los déspotas del mundo, nos ha recordado con dolor que hay venezolanos que no soportan una tragedia más, y que los sin techo y los adictos y los recicladores nos necesitan, y que los médicos y enfermeras y terapistas que salvan vidas ajenas y los mensajeros y los policías que salvan mascotas y los que cultivan y distribuyen nuestra comida y los que garantizan que tengamos servicios son nuestros héroes tantas veces vilipendiados.
Tanto tiempo dedicado a husmear lo que pasa, solo para confirmar que pasa de todo y que aquí seguimos, también nos ha abierto los ojos ante las mentiras que se esparcen por redes, como el mensaje de que el coronavirus se cura con agua de mar o que esto nos pasa por no darle el diezmo al pastor avivato de la iglesia avivata.
Humildad es también reconocer que si la naturaleza nos está dando una lección, la ciencia nos está dando la sensatez y la certeza. Gracias a ella los hechos, las evidencias, la verdad han vuelto a ser relevantes, y las verdades a medias o “alternas”, como las denominan los populistas e insensatos, han llevado a que sus principales promotores tengan que tragarse sus palabras, por el bien de la humanidad.
Sí, la humildad ha vuelto a tocar a muchos. Pero hace falta hacer más, porque las semanas que vienen serán decisivas y hay que estar preparados. Y como lo dije en mi pasada columna, no nos asombremos por el número de casos que van apareciendo, sino por los que se van detectando y controlando. Allí es donde se pondrá a prueba este sacrificio que estamos haciendo y las medidas que han adoptado las autoridades de Bogotá y el país.
Pero decía que hacen falta más gestos de humildad. Y no solo por las personas que he citado antes, sino por poblaciones como la de Soacha.
El llamado angustioso de su alcalde hace unos días no es gratuito. Soacha mantiene unos lazos connaturales con Bogotá. De allí proviene buena parte de la mano de obra para los proyectos urbanos de la capital. Centenares de mujeres prestan sus servicios en Bogotá. Y miles de niños estudian en colegios de la capital dadas las garantías que ofrece la ciudad.
El municipio vecino tiene cerca de 700.000 habitantes y en él confluyen todos los males que aquejan al país, empezando por la vulnerabilidad de sus ciudadanos: baja cobertura en salud (20 %), informalidad (73 %), déficit de vivienda (17 %), sin acceso a internet (60 %), hacinamiento y un fenómeno migratorio que no se detiene, de acuerdo con estudios del programa Bogotá Cómo Vamos, que además concluye que la pobreza multidimensional del municipio supera el 14 %.
Si la humildad y la solidaridad asoman hoy como una bendición en muchos aspectos de nuestras vidas, es hora de que esos mismos sentimientos afloren en los vecinos de Soacha. ¿Por qué, pregunto yo, los municipios más pudientes de la Sabana, que han engrosado sus arcas en las últimas décadas, no le dan una mano a Soacha? El Gobierno Nacional está en mora de hacer lo propio.
Obviamente, la atención se ha centrado en las acciones de la alcaldesa Claudia López y del presidente Iván Duque, a quienes hay que hacerles un reconocimiento por la forma como han afrontado la pandemia y porque, a pesar de los rifirrafes del comienzo, hoy son una llave fundamental para superar la crisis. Pero Soacha está al lado y sus problemas también son nuestros.
¿Es mi impresión o... las cajas de compensación no se han dejado sentir en esta coyuntura?
ERNESTO CORTÉS FIERRO
Editor Jefe EL TIEMPO
En Twitter: @ernestocortes28
erncor@eltiempo.com
Ernesto Cortes
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