Aunque la idea nace de Alejandra Fonseca, una artista plástica de 37 años que encontró en este oficio un “boom de expresión artística”, también lo vio como un vehículo para la transformación, además de ser un trabajo que ha estado asociado a la mujer y a la tradición de las abuelas.
Su objetivo inicial “era poder acercar a hombres a otras maneras de ver el mundo”, y la motivó la iniciativa de un grupo de tejedores en Chile, así que por medio de Facebook publicó en su perfil que estaba interesada en crear un grupo similar, pero dedicado al bordado. Hoy sus integrantes originales más un nuevo bordador llevan un año reuniéndose una vez a la semana en la casa de Alejandra, en Chapinero.
No se puede pensar en un hombre dedicado a una labor doméstica como el bordado sin que sea estigmatizado y más si lo hace por gusto; pero ¿qué pasa cuando un hombre quiere bordar? Si bien el grupo ha sido más discreto y privado, uno de sus objetivos a futuro es poder estar en espacios públicos bordando y, por qué no, abrir el espacio para nuevos integrantes. En julio de este año tuvieron la oportunidad de participar en ArtBo, con un velo de novia intervenido en el que mostraban las facetas del matrimonio del mismo sexo.
Juan Pablo Salamanca tiene 49 años, es padre de dos niñas de 7 y 5 años, está casado con una antropóloga y es diseñador gráfico. Trabaja como profesor en la Pontificia Universidad Javeriana, en el departamento de Estética. Él considera que la construcción del pensamiento se asemeja mucho al hilvanar, proceso en el que se une la tela con el hilo, así mismo lo compara con el conocimiento.
Su conexión con el bordado viene de casa, pues su familia es de Boyacá con tendencia machista. Comenta que su padre no estuvo de acuerdo con el hecho de estudiar diseño, “le parecía que eso no era de hombres, él hubiera querido que yo hubiese sido ingeniero”. Su abuela hacia muñequitas de trapo que regalaba a sus hermanas, siempre quiso aprender a hacerlas, pero por ser hombre lo dejaban hacer muñecos con pan. “Me ponían a hacer San Pedros de pan, les hacía los botones con fruta”. Al tener dos hijas cree que puede sentar una posición sobre los esquemas sociales y cambiar los roles del hogar, “pocas veces vi a mi papá cocinando o pegando botones. Yo les cocino a mis hijas, sé hacer bordado, barro, lavo; eso que se cree que es para la mujer y que no lo es”.
Para él bordar es un gran paréntesis en su cotidianidad, sobre todo en lo laboral. Es un espacio de relación y de conversación. “Nosotros aquí nos reímos, nos relajamos. Ya no puedo prescindir de este lugar porque es el único tiempo en el que no está el acoso del estrés, del trabajo, incluso los fines de semana que tengo que dedicarme a mis hijas”. Asegura que es el más disperso del grupo y su aprendizaje es lento; sin embargo, procura no faltar para al menos compartir con los demás.
Sandro Londoño tiene 45 años y es baterista. Toca música tradicional árabe y brasileña. Su vínculo con este oficio fue a través de su madre, Sofía, quien a veces bordaba. Siente que esta actividad lo reencuentra con ella, además considera que “el hilo tiene una intención de reparar, siento que eso me remienda. Algunas noches sentía un hilo dorado metalizado que atravesaba la tela, y en el fondo sentía que me iba reparando por dentro el alma”.
Su pasión por este arte lo llevó a tomar un técnico en bordado en la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo. Recuerda que el primer día, en la inducción, organizaron a los estudiantes por oficios –madera, cuero, orfebrería–. Cuando Sandro se ubicó en bordado, la profesora le dijo: “Aquí es bordado”; él sonrió y dijo que sabía lo que era. Ella tuvo que verificar en la lista para comprobar que era alumno de la clase. Según él, es el consentido por ser hombre.
Como músico ha adquirido un ritmo más tranquilo, delicado a la hora de tocar, de hecho, reparó uno de sus bombos con puntada de cruz al perforar el plástico del tambor y tejerlo nuevamente. “En medio de todo me quedó armónico y vi que se pueden juntar un par de herramientas de las dos profesiones”.
“El bordado da una cosa terapéutica, que si lo hiciéramos todos, alcanzaríamos un estado zen, por eso las abuelas son como más pacientes, dan una serenidad peculiar”, dice. Cuando lo hace solo o en grupo hay un silencio absorbente, “como una especie de trance con un ritmo de serenidad”. Sus amigos lo molestaban diciéndole “ahí llegó la abuelita”, incluso una amiga le dijo “eso del trance es pura carreta, es para dárselas de sensible, mi abuelita bordaba y no entraba en ningún estado, hacia las figuras perfectas y luego se ponía a hacer la comida”.
Él cree que el grupo ve esta actividad como una herramienta para romper el patriarcado, para él es más por tener una buena técnica y sustentarlo con un buen bordado, es defender el oficio. Ha recibido todo tipo de comentarios, piensa que muchas veces los halagos son porque es un hombre bordando más no por el resultado. “No importa el género cuando uno borda, es como si importara cuando uno respira, cuando uno come, no importa si lo hizo un hombre o una mujer”.
La forma como Sandro describe la profesión parece ser un calificativo que muchos comparten: “Es un oficio poético que embellece lo cotidiano, es un sello personal”.
Javier Hidalgo tiene 29 años y es el más joven del grupo. Ve al bordado como un vehículo de expresión que le permite mostrar distintas facetas de su personalidad, ya sea desde la ternura hasta el mismo erotismo. “Yo veo la tela como un lugar donde puedo derrochar toda la creatividad que tengo en la cabeza”.
Este comunicador social-periodista, que se dedica a la consultoría en crowdfunding, trata de no publicar mucho en sus redes sociales sobre el tema, pues aunque las respuestas sean positivas, prefiere ser más reservado. “Algunos me dicen que chévere lo que está haciendo, pero pues en realidad piensan más como: ‘este man si es mucho maricón haciendo eso’”. No ha recibido comentarios ofensivos y ha tratado de que este espacio no sea vulnerado. Ahora está haciendo un seguimiento a sus publicaciones para medir el impacto en el público masculino.
No le interesa no estar en el estándar de ser como debe ser un hombre, prefiere ser distinto, ‘raro’.
La sala de la casa de Alejandra se convirtió en espacio de sanación, de confianza, en donde se puede estar con absoluta tranquilidad. Para Javier, bordar es como aprender un idioma distinto porque “te toca conocer de materiales, tambores, dedales, agujas especiales, tipos de hilos y tijeras, hay que tener un kit de costura”. Recuerda una anécdota cuando fue a comprar hilos: una señora lo miró como, ¿este man qué?, le preguntaba si los hilos eran para él y se sorprendía al saber que él era bordador.
Iván Páez Gutiérrez tiene 30 años y es el nuevo integrante del grupo, lleva dos sesiones con los ‘desbordadores’, es biólogo con magíster en Ciencia Biológica y Genética, ha trabajado por la defensa de los derechos sexuales y reproductivos de la comunidad LGBT.
Desde niño aprendió a bordar en su colegio, Carlos Hernández Yaruro, en La Ermita, Ocaña, Norte de Santander, en una materia llamada Salud Ocupacional. Las manualidades han sido un reto para él, dice que tiene dos manos izquierdas, “mis amigos se ríen porque saben que soy torpe para esto”.
Tras el poco tiempo que ha compartido con ellos, ha reencontrado un oficio que cree perdido. “En el colegio nos enseñaban a todos, hombres y mujeres, no había señalamiento”. Sabe que este tipo de iniciativas plantean una aceptación por parte de los hombres a reconocer cierta feminidad. Una vez a la semana prefiere cambiar las moléculas microscópicas por un pedazo de tela para tener un acercamiento con el arte. Al igual que sus compañeros, ha tenido una introspección profunda con el bordado. En su caso le hizo conectarse con su abuela, que no ve hace 13 años, “aunque ella siempre odió bordar, nos ha permitido acercarnos de nuevo”. Iván está personalizando el kit, le falta el tambor, “es como en biología cuando te dan el kit de las tijeras, las pinzas y los guantes, tal cual es el bordado”, dice.
Ángel Gamboa tiene 39 años y es defensor de derechos humanos, se denomina feminista, fue el primero en responder la solicitud de Alejandra y su intención desde un principio era política. Desde joven ha militado por los derechos de la mujer, “me parece que esto que hacemos ayuda a cambiar estereotipos de género”.
“Al ser defensor de derechos humanos en un país en conflicto es muy difícil estar tranquilo. Siempre espero con ansias el momento para poder sentarme a pensar en nada más que en bordar, es el momento para transportarme a otro lugar”. Es un hombre muy inquieto que debe moverse todo el tiempo, con los ‘desboradores’ ha aprendido a ser paciente.
Trabajó como diseñador con su propia marca, Básico, lo que hace que sea el más experto en las texturas, los hilos y máquinas de coser. Define el bordado como un oficio de tradición cargado de un rol de género hacia las mujeres, pero al hacerlo entre hombres ha cambiado su perspectiva de amistad; “son los primeros ‘manes’ a los que me acerco de una manera tan íntima, solo hablando del bordado. Todos pertenecemos a la comunidad del anillo ... Del anillo del tambor”, anota.
MARÍA FERNANDA ORJUELA
Especial para EL TIEMPO
Twitter: @mafelona