El 'modus operandi' del campesino mentiroso está identificado. Apelando a los sentimientos de conmiseración de los incautos, el sujeto monta una patraña, acompañada por un vestuario y una actuación dignos de un profesional, para mostrarse como víctima de un robo. Luego recibe dinero de los engañados, supuestamente para regresar a su pueblo de origen, y en realidad se dedica a repetir su timo en distintos puntos de Bogotá.
Una de sus últimas víctimas reportadas es Julián Ospina, un comunicador que labora en el área de publicidad y estrategia de una reconocida empresa. El ardid le ocurrió en la carrera 7.ª con 67 (Chapinero). Ospina compraba su desayuno en un local, cuando ingresó un hombre. Lucía nervioso, temblaba, con el rostro desencajado.
–Ayúdeme, sumercé. No sé cómo llegar a mi casa en Soatá, Boyacá ─dijo el tipo, con los ojos encharcados.
–Dígame por dónde es la salida, que yo llego ─insistió. Lucía camisa blanca de manga corta, bigote, rollizo de contextura y 1,85 metros de alto. Entre 35 y 40 años.
Julián buscó en Google –a través de su celular– y vio que Soatá era muuuuuy lejos como para llegar a pie (casi 300 kilómetros hacia el norte).
–¿Será muy lejos para irme caminando? Yo soy capaz ─repetía entre sollozos, y con un acento que recordaba a los labradores del campo boyacense.
¿Qué le pasó?, preguntó Julián. Este fue el cuento que echó el campesino: había llegado de Soatá, 160 kilómetros al noroccidente de Tunja, Boyacá, con dos cabritos. Su propósito era venderlos en Corabastos, porque en su casa padecían necesidades y la mamá afrontaba una recaída de salud.
Supuestamente, a primera hora de la mañana vendió los animales por dos millones de pesos, pero cuando se disponía a buscar la terminal para regresar a su comarca, unos uniformados con brazaletes lo abordaron, lo requisaron y al encontrarle el dinero preguntaron de dónde lo había sacado:
─De la venta de mis dos cabritos ─afirmó decir, tras lo cual el presunto grupo comenzó a revisar los billetes.
─Están falsos, queda detenido ─aseguró que le dijeron.
Ante la situación, Eduardo Escobar ─como dijo que se hacía llamar─ solo atinó a asegurar que lo único que podía hacer era confirmar con quién había hecho el negocio. En vez de eso lo retuvieron por al menos 20 minutos y después lo dejaron ir. "Váyase para su pueblo si no quiere problemas", fue lo último que le dijeron, le contó después a Julián.
Se las había arreglado para llegar hasta Chapinero. Eran los 8:30 a. m. e insistía en llegar a pie o como fuera a Soatá, pues había pasado por la terminal Salitre y a pesar de sugerir que en su municipio pagaba el pasaje, ningún transportador le ayudó. No le quedaba ni un peso.
Frente al cuadro, Julián no vio otra opción que sacar 20.000 pesos y entregárselos: "Váyase a la terminal del Norte que con eso le alcanza para salir de Bogotá, mínimo hasta Tunja".
Eduardo agradeció y salió del local, rumbo al norte, sin dejar de señalar que en la capital la gente era muy mala.
"Cuando vaya a Soatá pregunte por mí, allá soy muy conocido y vivo en las afueras del pueblo. Vaya para invitarlo a comer cabrito y dátiles", fue lo último que le dijo a su benefactor.
Conmovido, Julián llegó a su oficina y quiso averiguar más de Soatá. Entre los enlaces que ofreció la búsqueda en internet, uno le llamó la atención: “Lo que me enseñó Eduardo Escobar”, decía, y era una columna de opinión publicada en El Espectador, ¡el 27 de enero del 2010!, firmada por María Antonieta Solórzano (quien aún publica sus opiniones en ese medio). Mayúsculo fue el estupor cuando comenzó a leer y se encontró con el relato pormenorizado que hacía Solórzano sobre la ayuda que le había dispensado a un pobre campesino llamado ─¡oh, sorpresa!─ Eduardo Escobar:
“El 18 de enero en la puerta de mi casa me encontré con un hombre de 30 años, que preguntaba por el camino hacia Soatá… ‘Mi mamá me mandó a vender unos chivos en Bogotá… Unos hombres con brazaletes en los brazos me forzaron a dejarme requisar y dijeron que los billetes eran falsos y que los tenían que incautar’… Le di las indicaciones y el dinero para volver a la terminal (…). Desde esta columna quiero hacerle un homenaje a este campesino, que nos da la oportunidad de ser solidarios”.
Sí, la actuación del campesino farsante era (es) tan convincente que hasta una columnista de un prestigioso diario cayó en el engaño, ¡en el 2010!, y aún hoy debe creer que su dinero se lo llevó un pobre hombre y no un timador sin escrúpulos.
Con el mismo cuento lastimero, nosotros fuimos incautos y le ayudamos hace como 5 meses la semana pasada lo vimos nuevamente con su historia
— Jav B M 🎶😎👀 (@JavBaMar) 23 de agosto de 2017
Este aprovechado de los buenos corazones es de la misma escuela de Lagrimón, otro farsante que se viste de pastelero, que deja caer su repostería adrede y con lágrimas simula que todo está perdido. Los incautos le dan dinero, mientras el sujeto repite su acto en distintos puntos de Bogotá, como lo relató este cronista el 24 de agosto del 2016.
Es el COLMO este señor! Caí una vez hace cuatro años, yhace apenas unos meses entró a un restaurante en el que yo estaba en el Centro de Bog
— Valerie Sangregorio (@VSangregorio) 23 de agosto de 2017
Yo también caí el año pasado con varios compañeros de mi universidad, hicimos la famosa VACA entre todos y ahora me encuentro esto
— Ana Vargas (@anavargas0421) 25 de agosto de 2017
“Lo que me pasó con el (falso) campesino me dejó una rabia inenarrable. Te hace perder la esperanza en la humanidad. Lo peor de todo es que esa gente aprovechada hace que se quemen los cartuchos de solidaridad que quedan y que después podrían necesitar personas en verdadera necesidad”, reflexionó Julián, quien la próxima vez pensará dos veces antes de dar una limosna o ayuda a los “necesitados”.
FELIPE MOTOA FRANCO
Redactor de EL TIEMPO
En Twitter: @felipemotoa
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