La calle 58 sur con 79A, del barrio José Antonio Galán, en Bosa, es un tapete de agua.
Por las carreras que se desprenden desde sus esquinas no se ven pavimento ni calzada, tan solo el café líquido que se devolvió por las alcantarillas, como un río entre viviendas.
Si el domingo pasado, el aguacero que cayó los puso en alerta; hasta la noche del lunes vivían una pesadilla húmeda. Miriam Llaín, por ejemplo, se había acostado con la esperanza de que el agua no rebosara los sistemas de desagüe, pero a las tres de la mañana unos golpes retumbaron en su puerta:
–¡Doña Miriam, abra la puerta. Doña Miriam, abra que nos inundamos!
El primero en observar lo que acontecía por fuera fue su hijo de 10 años, Ronnie Díaz. El pequeño abrió una ventana y observó que por la calle, donde habitualmente monta en bicicleta, bien podría navegar una canoa. Cuando su madre se asomó y confirmó el llamado de la comunidad, lo primero que se le vino a la cabeza fue la nevera, en el primer piso. Bajó corriendo y la detuvo una imagen que no había imaginado ni en el peor de sus sueños: sala, comedor, baño, cocina y un salón de chécheres estaban sumidos en el agua. Una decena de termos flotaban a su suerte.
Con las pantuflas que tenía puestas se paró en el agua, que de lo fría casi le entumió los pies. Abrió la puerta de la calle y de afuera entró el barullo de la vecindad, que revoloteaba, en angustia por la inundación. Les rogó a un par de paisanos que la ayudaran a cargar la nevera, no fuera que se le quemara. Fue hasta la cocina, abrió el electrodoméstico y, en vez de comida, salió un torrente de líquido. El daño estaba hecho.
¿Y para dónde nos vamos a ir si nosotros no tenemos familiares ni nadie a quién pedirle posada?
“La subimos al segundo piso, pero ya estaba dañada. Ahora la que más me preocupa es mi mamá, que sufre del corazón y este frío del agua le puede hacer daño”, contaba el lunes Miriam, calzada en botas de caucho y con el brazo posado sobre Ronnie. “Mire, ni el niño pudo ir a estudiar hoy porque qué peligro tanta agua”.
Al drama de esta mujer, cabeza de hogar, se suma que la única solución que han advertido las autoridades es la evacuación. A todas las familias que viven en los primeros pisos les han pedido que se trasladen donde parientes, en otros sectores de la ciudad, porque por lo pronto no hay cómo sacar el agua del barrio José Antonio Galán.
Uno de los problemas de esta zona es que se urbanizó en un nivel más bajo que el río Tunjuelito y, por estos días que sus cauces están más elevados de lo normal, no hay manera de arrojar el agua en ese afluente. Las alcantarillas están taponadas y los residuos de sanitarios, lavamanos y demás servicios están cayendo directamente a la calle, a la suerte del río que reposa sobre el asfalto y los pisos de las casas. “Si vuelve y llueve, vuelve y se inunda todo el barrio”, les explicó a los vecinos una delegada de la alcaldía local de Tunjuelito, quien les pidió atención para incluirlos en el censo de afectados y así ofrecerles ayudas básicas (como implementos de aseo y colchonetas).
Además, solicitó que no se usen los servicios sanitarios. La Corporación Autónoma Regional (CAR), por su parte, dijo que estas inundaciones no son por la creciente del Tunjuelo, sino por el colapso de las redes del alcantarillado, que son responsabilidad de la empresa de acueducto.
“¿Y para dónde nos vamos a ir si nosotros no tenemos familiares ni nadie a quién pedirle posada?”, inquirió Miriam, con la voz entrecortada y sin soltar la mano de su chico. Su acento costeño revelaba su procedencia.
De regreso a su casa en ‘Venecia’ (no faltó quien dijera que el barrio ya se parecía a esa localidad italiana, donde en vez de taxis circulan góndolas) no le quedó de otra sino empujar agua con una escoba. Y los termos, esos con los que se gana la vida vendiendo tintos en diferentes puntos de la localidad, seguían flotando de aquí para allá.

Inundaciones en José Antonio Galán (Bosa).
Juan M. Vargas/ EL TIEMPO
Aunque sacó agua durante horas, lo mismo que otros habitantes, respaldada por el pequeño Ronnie, al final de cuentas se parecían a aquel que trata de llenar con arena un saco roto. Mucho más cuando en la tarde retornó la lluvia y no hallaron más esperanza que encender un velón y rogarles a los cielos por una tregua en las precipitaciones.
En Tunjuelito, nunca el primer nombre de este barrio fue más oportuno: Isla del Sol. Ubicado sobre la calle 65 sur con carrera 63, hasta anoche esperaba que las lluvias cesaran.
Durante la madrugada, la mañana, la tarde y la noche del lunes, sus calles no fueron más que agua estancada y botas pantaneras que iban y venían. Allí, los niños encontraron un lugar de juego temporal:
–Ma’ dice que el agua está sucia y fría –apuntó Sharik, de 5 años, tanteando el líquido con la punta de su bota.
–Pero se puede chapucear cuando uno salta –agregó Valentina, de 8.
–¡Ya les dije que se subieran para el segundo piso! ¿O es que quieren que les caliente las nalgas? –regañó, desde dentro de la casa, una mujer. Y las pequeñas obedecieron.
FELIPE MOTOA FRANCO
Redacción Bogotá
En Twitter: @felipemotoa
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