“No sé si cuando vuelva a Venezuela vaya ver a mi mamá viva o muerta”, dice Paul tras pasar tres de los meses más difíciles de su vida a su llegada a Bogotá en diciembre, ciudad a la que huyó con sus dos hermanos a buscar lo que en su país es escaso: comida y trabajo.
Paul y los mellizos Fabiola y Kendry son tres jóvenes de menos de 25 años que –aunque profesionales en Maracaibo, ciudad en la que nacieron- decidieron emprender la aventura en Bogotá con rumbo a Cedritos para trabajar en lo que les saliera.
La capital del país, pese a estar lejos de la frontera, es el principal destino de los venezolanos. En los últimos cuatro años, a través del aeropuerto El Dorado, han ingresado un promedio de 303 por día. De ellos, en los recientes tres años, se han vinculado laboralmente sólo 3.374 con todos los requisitos legales, de acuerdo con Migración Colombia.
Cedritos, en el nororiente de la capital, como dice el propio presidente de la junta de acción local, el colombovenezolano César Penagos, “está repleto de venezolanos por todo lado”, motivo por el que ahora lo llaman Cedrizuela.
Allí, resuena el acento venezolano por cada esquina. Sus viejos habitantes aseguran que hay gente de esa nacionalidad trabajando en cualquier cuadra.
Desde quienes conducen bicitaxis en las salidas de TransMilenio de la estación Alcalá, Calle 142 y Calle 147 hasta en las casas de citas ubicadas a la vuelta del centro comercial Cedritos -dice como infidencia un taxista que solo reserva carreras en este sector-.
Las primeras semanas para los hermanos eran duras. Decidieron hospedarse en lo que ellos llaman “la casa más fea de Cedritos”, un hostal de nueve habitaciones que ocupan por completo sus compatriotas, y en cada puerta que tocaban para trabajar les decían: “acá no se aceptan venezolanos”, cuenta Kendry.
En el lugar pagan al mes 650 mil pesos por una pequeña habitación a la que llegan a dormir, no hay tiempo para más. Trabajan en uno de los 15 locales de comida venezolana que hay en Cedritos, la mayoría están ubicados en la Calle 140, donde lucen con honor las banderas de su patria y la especialidad es la 'arepa reina pepiada'.
En Cedritos no hay dudas del impresionante número de personas que ahora residen allí. Zoraida Varela, vicepresidenta de la Asociación de venezolanos en Colombia, cuenta que, como mínimo porque son muchos más, conoce de 200 personas que viven en ese barrio, pero otros residente calculan que pasan de lejos de 1.000.
Paul, que atiende a sus compatriotas en el negocio, cuenta que los colombianos que llegan allí le preguntan si en las noticias se exagera la situación de su país, a lo que él responde que “puede ser incluso peor”.
Lamenta la incertidumbre sobre cuándo va a volver a ver a su mamá, algo que lo agobia, pues no sabe el día que por fin acabe la crisis en Venezuela.
Diagonal al puesto de arepas, donde a los hermanos les pagan 30.000 pesos al día, se encuentra Entre Panas y Parceros, el primer local de comidas venezolanos en llegar a Cedritos. Eso fue hace tres años, y su dueña es testigo de cómo el barrio se inundó de sus compatriotas.
Jineth Savastano es la propietaria del lugar. Dice que seguramente ese sector se convirtió en una colonia venezolana porque se ha corrido el rumor de que hay mucho chamo viviendo allí. También cuenta que puede ser por su similitud con Altamira, un lugar en Caracas que comparte características con el nuevo hogar.
A la vuelta de ese negocio vive Faviola Rivera. Ella llegó hace 10 meses a Bogotá y recuerda que cuando estaba buscando dónde mudarse, todas las agencias inmobiliarias le recomendaban Cedritos. Tanto así que a la primera semana, tras acomodarse en el edificio Spazio, notaron que en la torre vivían 10 familias de venezolanos.
Para Faviola, sus compatriotas han tenido la necesidad de unirse por la situación del país y “por ello nos adueñamos de una zona como Cedritos. La hemos convertido en una pequeña Venezuela”.
Ha sido tanta la cantidad de chamos en este barrio que la venezolana Carolina Ardizzone cuenta que a sus hijas, en colegios de la zona, como el Provinma, les ponen en las izadas de bandera el himno de su país. Allí estudian cerca de 60 niños del país vecino.

Budare’s es uno de los restaurantes representativos de esta colonia. Allí se encuentran para ver partidos y discutir sobre su país.
Abel Cárdenas / EL TIEMPO
En la estación de TransMilenio de la Calle 72, en la avenida Caracas, las 4 de la tarde es la hora cuando se empieza a llenar de vendedores ambulantes, quienes ya reconocen a, al menos, unos cuatro venezolanos.
El más particular es un joven de unos 22 años que siempre viste su chaqueta de Venezuela. “No los quiero incomodar solo vengo a robarles, eso sí, solo sonrisas”, es una de las frases del repertorio de saludos que tiene el joven, quien se pasea por la troncal Caracas haciendo chistes a los pasajeros.
Como él hay otros que venden dulces o simplemente piden de la caridad de los bogotanos por sus difíciles condiciones de vida desde su llegada.
Mientras el joven hace sus recorridos en TransMilenio, Evelin, una joven de 23 años que labora en una peluquería de Teusaquillo, es otra de las personas que dice que prácticamente huyó por la crisis que atormenta a muchos de sus compatriotas.
“Tanto fue el desespero que no me traje nada, la pura cédula y el pasaporte”, cuenta la mujer.
Ella llegó hace 60 días y ha trabajado en una panadería de Fontibón y ahora lo hace como ayudante en una peluquería, donde laboran otros seis venezolanos que tienen condición de turistas.
Héctor, amigo venezolano de Evelin en la peluquería y que vive en Chapinero, cuenta que vendió su salón en Barquisimeto, en el estado Lara, de donde son los dos, todo porque la situación era insostenible. Ambos trabajan para mandarles dinero a sus hermanos menores y coinciden que, aunque “duele decirlo, porque es su raíz, cualquier lugar está mejor que Venezuela”.
Evelin, que estudió administración de empresas en Venezuela, en un par de semanas va a prorrogar su estadía en el país otros 90 días -en Colombia se permite a los extranjeros estar máximo por 180 días- y luego viajará a Ecuador, una ruta que están haciendo los venezolanos y donde la espera un primo que en sus meses por la capital colombiana pasó de ser abogado a estilista.
Si seguimos así vamos a estar igual que algunos países de África. Es un tema humanitario, la gente muere de hambre
Para muchos de los que llegan a Bogotá la vida se trata de "echarle bola". Gustavo, de 32 años, viajó desde Caracas a Cúcuta y tras 18 horas por carretera se encontró con un amigo que le recomendó llegar a Bogotá.
Su conocido lo ayudó a entrar a laborar como mesero en un prostíbulo del centro de la ciudad donde a la semana se gana 400 mil pesos, lo que él dice que le sirve para mandarle a su familia en Venezuela para provisionarlos de la comida de un mes y que no sufran como lo estaban haciendo.
En su país quedó desempleado como gerente de mercadeo y dice que a sus paisanas, muchas de ellas también con estudios universitarios, les ha tocado involucrarse en el mundo de la prostitución por la necesidad.
“Acá llega mucha prostituta venezolana. Hay un promedio de 8 a 10 venezolanas por negocio. No les gusta hablar de su pasado en Venezuela, les duele. Somos conscientes que si llega Migración nos pueden deportar, pero no hay de otra”, revela Gustavo.
Otros persisten en crear negocios, así sea pequeño, como Joel, de 24 años, quien montó con su esposa y un amigo desde hace un par de meses un puesto ambulante de tequeños (deditos de quesos). Allí, ha sufrido el desprecio de uno que otro colombiano que no ve con buenos ojos la llegada de estas personas al país. “Acá solo comida colombiana, no veneca”, les dicen algunos transeúntes del barrio Las Ferias, con la intención de desairarlos.
Los venezolanos en Bogotá tienen dos caras, una es la de los que llegan buscando el pan, la otra la de los empresarios que llegan a montar sus negocios.
"Desde ayer no como. Póngame a barrer, pero regálame una arepa", le ruega un venezolano a su paisano Rogelio Yerena, dueño del restaurante Budare’s, que tiene dos sedes en Bogotá, una en la Porciúncula y otra en la Zona T.
Este empresario dice que a sus compatriotas les da algo de susto que los deporten, pero es un riesgo que deben asumir para estar a salvo. "En Venezuela la inseguridad llega al punto que uno no sabe si va a volver; hay que darle gracias Dios de regresar a casa. Esa es la realidad", dice.
Uno de los lamentos de los que habla Rogelio con los hasta 50 venezolanos que pueden caber allí para comer, charlar o a ver partidos de béisbol o de la 'vinotinto' es que los dirigentes del país son multimillonarios, mientras a los demás los consume la pobreza y pasan hambre.
"No nos hagamos los de la vista gorda, la gente está muriendo de hambre, si seguimos así vamos a estar igual que algunos países de África. No hay medicina ni leche para los bebés. Es un tema humanitario, la gente muere de hambre", conversa Rogelio con los comensales venezolanos de Budare's.
Mientras se encarga de servir las arepas, Rogelio clama por ayuda del Gobierno para sus paisanos en Colombia: "evalúen una situación para los venezolanos que vienen en busca de una oportunidad. Es muy triste lo que pasa en mi país, hay – incluso- indigentes venezolanos, prefieren revisar la basura acá, porque allá es muy probable que los maten".
David dos Santos dice que no tenía en sus planes vivir en Colombia. Lo cuenta justo antes de comenzar a jugar fútbol con Ávila F.C., algo así como la selección de venezolanos que viven en Bogotá.
“Nunca. Nunca pensé estar residenciado acá. Salir de mi país ni se me había ocurrido hace tres años”, dice dos Santos, un venezolano de 36 años, hijo de migrantes portugueses, quien decidió irse de Caracas porque no aguantó más la situación de inseguridad y, con el mismo pesar que sus compañeros, lamenta que la crisis que se vive allí no es lo que esperaba para la crianza de sus hijos.
Ávila, un equipo de 20 venezolanos que viste de vinotinto, como la selección de fútbol de ese país, se formó hace un año y en este partido se juega el liderato del torneo que se disputa en el club Laverdieri, a las afueras de la capital. Desde los primeros minutos el encuentro se ‘calentó’: “venecos, ¿qué hacen aquí?”, les gritaban los rivales.
“Hay muchos que tienen celos de que uno esté aquí”, cuenta David, quien llegó a formar su empresa de exportación, después de cantar el primer gol de Ávila desde el banco de los suplentes. Al finalizar el primer tiempo, Ávila gana 2 a 0, el equipo rival tiene dos jugadores menos y el “échenle bola, chamos, vamos a presionar más”, es lo único que se escucha en el descanso. En la reanudación del partido, Ávila marca un tercer gol. David, Daniel y Carlos Lasso, uno de los venezolanos que llegó al país hace nueve años a Ecopetrol, debaten que compatriotas en todos los sectores de Bogotá y sus alrededores –como Chía y Cota-.
“Damos pena, no entiendo pana, ¿estaba jugando mal? Había hecho dos goles”, reniega Guillermo González, el goleador del equipo tras ser sustituido. Este venezolano accedió a la doble nacionalidad debido a que su madre es de Cartagena, donde tiene varios familiares. Lleva más de un año en el país y trabaja con Open English y asegura que Bogotá le ha parecido “un paraíso en comparación de donde venimos”.
La salida del Guillermo dificulta el partido por el descuento del rival, pero de inmediato Ávila marca el cuarto gol. Lo que es cierto, dicen los jugadores del equipo que están en la banca, es que muchos de los venezolanos que se ven por las calles bogotanas tienen la doble nacionalidad. Al finalizar el partido, que ganaron 4-2 y dejó a Ávila con un expulsado, pero invicto luego de 8 partidos, los venezolanos se acercan a una tienda para planear una reunión que realizan cada 15 días en San Patricio, barrio vecino a 'Cedrizuela', a la que llaman mercadillo. Allí llegan unas 250 personas para disfrutar comidas venezolanas y compartir entre ellos. En sus planes ven lejano el regreso a Venezuela.
CRISTIAN ÁVILA JIMÉNEZ
Redactor EL TIEMPO.COM
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